La música se desliza sutil entre corbatas de dudosa reputación y lentejuelas ornamentales. Las bandejas de canapés se pasean bajo lámparas despampanantes al compás de risas desenfadadas. Tres agudos toques contra un cristal detienen la danza y Martinelli atraviesa el silencio. Un aplauso emocionado estalla y se estrella contra su torso. Los tres toques de cristal tienen que intervenir de nuevo y, al fin, Martinelli comienza a hablar.
- Queridos amigos míos, es un placer contar de nuevo con vosotros en la Gala Benéfica de Milky Way Asociados. A la mayoría os conozco bien y sé, a ciencia cierta, que puedo contar con vuestra generosidad para superar la recaudación del año anterior…
Mientras la voz de Martinelli resuena en las paredes de la sala, unos zapatos de tacón rojos, apoyados en una columna, aguardan a que llegue su momento. A pesar de que siempre le han encantado, esos zapatos aprietan ahora los pies de Jessica como una soga que asciende hasta el centro de su pecho. Apura la copa de champán para tratar de aliviar el sudor de su espinazo. Conoce bien a Martinelli y sabe que, tras su discursito, se mezclará con los presentes y se dejará alabar y dar palmaditas en la espalda. Y en ese momento, sus matones se mezclarán con él y Jessica aprovechará la oportunidad.
El discurso se le hace eterno. Las palabras fluyen pausadas de la boca de Martinelli y Jessica coge otra copa de una bandeja que pasa a su lado. Mira la puerta que debe atravesar. Uno de aquellos matones la cubre casi al completo. Hace tiempo que la idea de huir de allí se ha asentado en sus entrañas. Sabe dónde está el dinero, que aunque es una nimiedad comparado con todo lo que posee Martinelli, será suficiente para huir lejos de él. Apura de nuevo la copa de champán y la deposita en una de las bandejas justo en el momento en que el discurso termina. El aplauso emocionado irrumpe de nuevo en el salón y Martinelli desciende los tres escalones que le llevan a su alabanza. Jessica se separa de la columna y comienza a caminar despacio. El matón de la puerta inicia su movimiento para acercarse a Martinelli. Jessica se desliza entre los presentes sin dejar de mirar la salida. Tiene que pararse a saludar a algunos de esos charlatanes que tanto odia mientras se disfraza con su mejor sonrisa. La puerta sigue vacía pero debe ser más rápida. Siente que el tiempo se le escapa entre aquellas corbatas embaucadoras. Al fin, llega y se detiene junto al pomo. Mira a Martinelli. Habla animado con uno de los oficiales de la Fiscalía. Ojalá se pudra en el infierno. Ojalá se pudran todos.
Da un último vistazo y gira el pomo. Se escabulle en el pasillo que lleva al despacho de Martinelli y espera unos segundos para asegurarse de que nadie la ha visto. La puerta permanece cerrada a su espalda. Da un fuerte suspiro y los apretados zapatos de tacón comienzan su carrera hasta el dinero. Habrá unos doscientos mil dólares. Esa misma tarde vio cómo Martinelli los guardaba en la caja fuerte mientras tenía que darle un forzoso masaje en los pies. Sabe la contraseña. Martinelli se la ha dicho hace tiempo. Confía en ella.
Corre por el pasillo hasta adentrarse en el despacho. Al cerrar la puerta, las voces del salón se apagan. Se agacha y ve la caja fuerte. Con cuidado, teclea los números de la libertad con la punta de sus uñas rojas. La puertecilla se abre. Los billetes devuelven el reflejo de la luz de la noche. Coge el bolso que esa misma tarde ha dejado a propósito en el sillón y guarda el botín. Las manos empiezan a temblarle, pero los años con Martinelli le han enseñado a mitigar el miedo. Al fondo de la caja fuerte un revólver la señala. Sin pensar, lo coge y lo guarda en el bolso para esquivar su mirada acusadora. Está tardando demasiado. Debe darse prisa. En el momento en que Martinelli se de cuenta de que no está… No quiere ni pensarlo.
Coge uno de los abrigos del perchero y sale del despacho apresurada. El eco de los zapatos resuenan por el pasillo y rebotan en su cráneo. Corre hacia el lado contrario a las eufóricas voces. Ve la puerta que da acceso al jardín trasero. Lo atravesará y llegará al garaje. Esa misma tarde ha estado allí. Ha escondido las llaves de uno de los coches que nunca se usan en la guantera y lo ha dejado abierto. Con el trajín de la Gala, nadie la ha visto.
Galopa durante una eternidad hasta que alcanza la salida. Abre la puerta y el aire de la invernal noche le atraviesa las medias. Sale y sus tacones se hunden en la nieve. Empieza a andar. El frío se adentra por sus poros iluminado por las despampanantes lámparas que asoman por las ventanas. Intenta correr, pero los apretados zapatos rojos emprenden una encarnizada lucha con el suelo blanco. Y la nieve lleva las de ganar. Se desliza sobre el cubierto jardín lo más rápido que puede. Ve el garaje a lo lejos a través de los copos que caen con fuerza. Allí está su salvación. Entre tanto coche, ni se fijarán en ella. Además, esa noche la vigilancia corre a cargo de Luca. Y, a esas horas, ya estará borracho.
Continúa su infructuosa carrera. El garaje se acerca despacio. De pronto, una voz furiosa corta el cielo y los zapatos de tacón rojos se detienen aterrados. Martinelli grita de nuevo con más fuerza, pero Jessica es incapaz de girarse. Los copos de nieve se han detenido y se mantienen suspendidos en el aire. La parsimonia de las voces que emergen a través de las ventanas se congela en el firmamento. El frío inunda el pecho de Jessica y sus manos aprietan el bolso hasta el dolor.
- ¿Creías que te ibas a salir con la tuya?
La voz de Martinelli explota en las sienes de Jessica. Sin pensar, mete la mano en el bolso y acaricia el revólver. Debe intentarlo. Martinelli no dudará en matarla. Lo que más odia en el mundo es la traición.
- ¡Maldita zorra! Cuando me avisaron esta tarde de tus jueguecitos en el garaje, no quería creerlo. Pero aquí estamos.
Jessica sujeta el revólver con firmeza. De un brinco, gira su cuerpo pero los zapatos de tacón rojos se rebelan y permanecen clavados en la nieve. Pierde el equilibrio y sus pies se liberan de esos apretados tacones. En su descenso hacia al suelo, puede ver la estela de una bala que atraviesa despacio los copos de nieve. Y, justo en ese momento, el tiempo se detiene bajo la tibia luz de las despampanantes lámparas.