- ¡Alicia! Ponte el abrigo que vamos a llegar tarde.
Como cada mañana, mi madre expulsa la colección de frases que descansan en su cabeza, mientras da color a sus labios en el espejo del baño.
- ¡Yaa me lo he puestooo!.
Sin emitir ninguna respuesta, termina de colorear su boca de rojo. En realidad, creo que necesita soltar todas esas palabras hasta tener el cerebro vacío. Si no lo hace, esperarán al peor momento para salir, que sin duda será alguno en que esté delante su pesado jefe.
- Vamos que llegamos tarde.
Sale del cuarto de baño y el sonido de sus zapatos asusta a Garfield, que desaparece debajo del sofá sin despedirse. Se envuelve en su abrigo de pelo y se mira por última vez en el espejo que hay junto a la entrada. Sonríe satisfecha y me agarra la mano para salir a la calle, atestada del bullicio de un nuevo día de escuela.
Es invierno y el viento golpea mi cara tan fuerte que tengo que apretar mi mejilla contra el suave abrigo de mamá. No he traído los guantes, pero no digo nada porque siempre se enfada cuando se me olvidan las cosas. Si guardo la mano en el bolsillo podré llegar al colegio sin perder los dedos. Otros niños pegados a sus padres caminan entre nosotras hacia el mismo lugar. A veces, mamá les saluda con un leve movimiento de cabeza, y otras, hace como si no se conocieran. Creo que es culpa del frío. Al crecer, las personas tienen que cerrar la boca para que el viento no les congele la garganta. Por eso nunca se hablan, a pesar de verse todos los días.
Seguimos caminando y me fijo en el suelo. El dibujo de una flor se esparce por algunos adoquines salteados. Una flor que tiempo atrás creció en ese lugar hasta que las pisadas de miles de zapatos la incrustaron en la piedra. Decido encomendar esa misma tarea a mis botas para que su dibujo no se esfume. Comienzo a saltar sobre ellas, una tras otra. El viento ya no me molesta. Sigo saltando agarrada a mamá, pero de pronto, las flores se acaban. Me detengo y busco a mi alrededor, hasta que veo las líneas de un dibujo solitario al borde de la acera. Cojo impulso y me lanzo hacia allí, pero mi brazo, incapaz de alargarse, se queda atrapado entre los dedos de mamá mientras la flor se aleja de mi vista.
- ¿Qué haces? ¿Cuantas veces te he dicho que no te acerques a la carretera?
- Solo quería…
- Deja de hacer el tonto. ¿No te he contado la historia del hijo del panadero?
- Sí mamá.
A pesar de que ya he escuchado la historia cientos de veces, mamá continúa con su relato. Creo que, al igual que con sus frases de cada mañana, si no lo deja salir quedará dando tumbos en su cabeza y no la dejará pensar.
- El niño del panadero nunca se estaba quieto. Siempre andaba haciendo el tonto como tú. Hasta que un día, jugando a escapar de su padre, se acercó demasiado a la carretera y el espejo retrovisor del autobús escolar le propinó tal golpe que no se pudo hacer nada por él.
Tras contar su historia respira satisfecha y acelera el paso. Desde ese momento dejo de pisar las flores y me dedico a ver cómo otros niños impiden que su dibujo desaparezca. Al fin, llegamos al semáforo que está en frente de la escuela. Mamá siempre dice que si no fuera por ese semáforo casi podría ir sola al colegio, pero sé que no lo dice de verdad.
Esperamos a que la niña de verde nos deje cruzar mientras compruebo que los dedos en mi bolsillo no se han congelado. El viento sigue soplando con fuerza y los adultos agachan sus cabezas al tiempo que los niños abren la boca tratando de masticarlo. Un grito transformado en un “hola” atraviesa la carretera y levanta la cabeza de mamá. La madre de Laura agita su brazo contra el viento mientras sonríe. Mamá la imita sin darse cuenta de que, justo en ese momento, el autobús del colegio va a pasar por delante de nosotras. El pecho se me aprieta contra el cuerpo y mis labios comienzan a temblar como en los días de playa sin sol. Estrujo con fuerza su mano y tiro de ella hacia atrás para salvarla. Su cuerpo se balancea, y uno de los ruidosos zapatos se enreda con mi bota de charol hasta desprenderse de su pie, que se aleja del suelo. En su caída hacia atrás, suelta mi mano y su recién peinado pelo se desmonta contra el borde de una farola. La gente grita a mi alrededor. Están contentos porque la he salvado. Recojo el zapato que se ha quedado atrapado entre mis pies y me acerco a ella. Permanece tumbada con los ojos cerrados y los labios de color. Me agacho despacio y le susurro al oído:
- Te he salvado, mamá.
Pero su boca permanece sellada para impedir que el viento frío se cuele entre sus dientes y le congele la garganta.