Neopsicosis

Al introducir el pie en la bañera, un escalofrío recorrió su cuerpo hasta hacerla estremecer. Desde que había llegado a ese hotel, Marion no había conseguido entrar en calor. Norman le había dicho que lo arreglaría, pero el frío continuaba enquistado en cada una de las paredes del viejo edificio. Abrió el grifo despacio y el agua comenzó a salir. Cuando el vapor le empañó la vista, cerró los ojos y se dejó envolver por su calidez. Pudo oír cómo sus músculos se despertaban poco a poco. El agua limpiaba el frío de su piel y los nervios que la habían acompañado todo el camino se deslizaban por el desagüe. Pensó en el dinero que guardaba bajo la cama y en su nueva vida con Sam.

El roce de la cortina mojada en la espalda le hizo abrir los ojos. Una sombra afilada se dibujaba en la tela con una danza desafiante. El frío regresó de nuevo y le congeló todos los músculos, y en el momento en que la tela desapareció de su vista, pudo ver su propio rostro reflejado en el brillante filo de un cuchillo. Tras él, los candentes ojos de Norman la miraban sin ver. Lo empujó con todas sus fuerzas hasta que la cortina se interpuso entre ellos arropando la convulsa caída. El cuchillo salió disparado y, después de rebotar con el frío cuerpo de Marion, se perdió tras un cesto de mimbre. Norman, aturdido, trataba de sujetarla, pero su resbaladiza piel se le escurría entre los dedos. Marion se arrastró tratando de alcanzar la puerta, pero el robusto brazo de Norman sujetó su pie. Incapaz de seguir, Marion se giró. Norman trataba de incorporarse. De su boca, ríos de saliva furiosa terminaban de empaparle la piel. Tras reunir todas las fuerzas que el miedo le permitía, Marion lanzó un desesperado golpe con la pierna libre. La embestida se incrustó en el descompuesto rostro de Norman. La mano dejó de apretar y su cabeza inició un violento viaje hacia el borde de la bañera que dejó a la vista sus partes más secretas. La sangre comenzó a brotar de sus ojos hasta salpicar el pie desnudo de Marion. Se apartó aterrada. Los latidos de su corazón se le escapaban por la garganta al compás de la sangre que la cabeza de Norman despedía. Marion se levantó y alcanzó la puerta como pudo. Pero en el momento de abrirla, el contenido de su estómago apareció por sorpresa y tuvo que detenerse para dejarlo salir. De rodillas, se arrastró por la habitación y alcanzó su ropa. Se vistió a pesar de la resistencia que los brazos le ofrecían. Buscó debajo de la cama el dinero envuelto en periódico que iba a cambiar su vida. Lo guardó y salió al trote del hotel. La niebla de la noche le impedía ver y el frío seguía incrustado en su piel como clavos ardientes. Corrió a trompicones hasta el coche pero, en el momento en que sus dedos estaban a punto de alcanzarlo, un fuerte dolor en el cráneo la cegó y convirtió la huida en oscuridad.

Un profundo olor a cera comenzó a colarse entre sus sueños. Un agudo pinchazo atravesaba ese olor desde la base de su cabeza. Trató de abrir los ojos pero el dolor era tan fuerte que se negaban a hacerlo. Quiso gritar pero algo se lo impedía. Sus labios permanecían pegados. Trató de mover la mano para liberar su voz pero no fue capaz. Algo la sujetaba con fuerza. Intentó abrir los ojos de nuevo. Poco a poco, una borrosa imagen fue adentrándose en su interior. La amarillenta luz de una vela se le clavó en las pupilas. Trató de gritar de nuevo pero no pudo. Abrió un poco más los ojos y miró a su alrededor. Su cuerpo permanecía inmóvil, adherido con cinta a una silla. No, no era una silla. Una mecedora le devolvía un cálido movimiento de rechazo a cada uno de sus intentos de fuga. A su alrededor, la tenue luz que brotaba de la vela se depositaba desganada en los muebles de una vieja habitación. Un armario oscuro de madera era la única compañía de una antigua cama cuidada al detalle.

El chirrido de la puerta le estrujó el estómago. Marion quedó paralizada mientras el tablón de madera se deslizaba despacio acompañado de las quejas del metal que lo sujetaba. Cuando llegó a su final, una silueta se dibujó ante ella. Comenzó a temblar a pesar de que el frío ya la había abandonado. La figura inició un suave movimiento hasta que la tenue luz se depositó en su rostro. Una anciana de mirada gris y arrugas encrespadas observó a Marion con decisión. Comenzó a arrastrar sus pesados pies mientras la luz creaba sombras imposibles en los surcos de su cara. Marion quiso gritar de nuevo pero solo pudo aullar en silencio. La anciana se detuvo y, con un movimiento aun más lento que sus pasos, introdujo la mano en el bolsillo. Marion trataba de soltarse pero, a cada movimiento, la mecedora le devolvía su rechazo con un armonioso baile. Cuando los torcidos dedos de la anciana aparecieron ante sus ojos, el brillante reflejo de unas tijeras rasgó la poca esperanza que le quedaba. La anciana se agachó despacio y acercó el frío metal al rostro de Marion. Su olor decrépito se mezclaba con el sabor de las lágrimas que se le colaban en la boca. Cerró los ojos. El sonido del primer corte atravesó la estancia, pero Marion no sintió dolor. Otro corte rasgó el silencio pero continuó sin sentir nada. Abrió los ojos sin entender. Las encrespadas arrugas permanecían a escasos centímetros de ella. La anciana sujetaba las tijeras con los retorcidos dedos que se afanaban en su tarea. Un mechón de pelo negro se descolgó de la frente de Marion hasta depositarse en su mano. El metal continuó rasgando el silencio hasta cubrirle todo el cuerpo con su mutilado cabello. Cuando no hubo nada más que cortar, la anciana se incorporó y sonrió. Sus dientes amarillos se fundieron con la luz de la estancia.

  • Ahora tú serás mi Norman.- Y abandonó la habitación mientras el frío regresaba de nuevo al cuerpo de Marion.