En el momento en que cruzo la puerta y hundo los pies en la noche, los grillos cesan su canto. La parpadeante luz de las farolas da paso por momentos a la claridad de la luna llena. El martilleo de mis tacones atraviesa el silencio hasta perderse en la profundidad del bosque. Continúo mi viaje hasta que un afilado aullido silencia mis pasos. Las farolas están a punto de llegar a su fin para dar la bienvenida a provocadores árboles que se retuercen bajo la luz de la luna. Unas suaves pisadas sobre las hojas del estrenado otoño emergen entre los troncos hasta convertirse en dos círculos de fuego que me miran desafiantes. Permanezco inmóvil mientras un inmenso lobo negro como el asfalto se detiene ante mí. Pienso en correr pero esos ojos me lo impiden. Saben lo que voy a hacer. De pronto, el fuego de su mirada se desvanece y la bestia oculta de nuevo sus pisadas sobre las hojas del otoño. Cuando el miedo libera mis músculos, emprendo de nuevo el camino hasta que el martilleo de mis tacones se pierde en una débil melodía que traspasa las inquietas ramas. Estoy cerca. Mi corazón comienza a latir más deprisa. Me detengo cuando el cielo se tiñe de rojo por el brillo de un enorme cartel que se descuelga sobre una fachada de piedra mugrienta. En su entrada, una manada de furiosos lobos y ojos incandescentes me rodean indicándome el camino.
Cuando la puerta se abre, un olor a miedo y desolación invade mis pulmones. Figuras de las que no consigo ver su rostro se mueven agónicas a mi alrededor al ritmo de tambores invisibles, intentando huir de algo que no puedo comprender. Los latidos de mi corazón se intercalan con la percusión de esos tambores que resuenan en cada una de las sangrantes paredes. De pronto mis ojos se detienen en Él. Está sentado en un trono de piedra enmohecida que se alza sobre esas figuras sin rostro. Unos colmillos voraces asoman entre sus labios pero la persistente melodía me impide oír lo que dice. Me acerco despacio mientras esquivo a esas figuras que me observan extasiadas. Cuando llego hasta Él, sus ojos negros como el alquitrán se levantan tranquilos hasta que su enorme tamaño hace que me sienta más pequeña que nunca a su lado. Sus torcidos y largos dedos me acarician el rostro y limpian una solitaria lágrima que se ha escabullido entre mis pestañas. La música me retumba en el pecho y mi respiración se ahoga en ella. A pesar del miedo y del dolor que desgarran mi cuerpo, deslizo la mano hasta sentir el frío tacto del acero que se esconde bajo mi espalda. Justo en el momento en que sus labios se unen a los míos dejo que el puñal atraviese su torso. Decenas de aullidos desolados silencian el repicar de los tambores y todo se desvanece a mi alrededor mientras sus ojos se vacían ante mí. El grito de rabia que se escapa de mis entrañas me lleva de nuevo al punto de partida.
Camino por la estrecha acera del pueblo bajo la tenue luz de las farolas que parpadean a mi paso. La luna resplandece con intensidad y el canto de los grillos acompaña la suave brisa de principios de otoño. El ruido de mis pisadas se pierde entre los murmullos que emergen de las ventanas de hogares con vida. Un gato negro como la noche interrumpe mi paso y dos ojos brillantes se pierden despavoridos en la oscuridad del bosque. Las casas se desvanecen y dan la bienvenida a una pequeña carretera que se desliza con calma hasta llegar al único bar del pueblo. Mi corazón late aterrado al compás de la melodía de los grillos que se enreda entre los tranquilos árboles que acompañan mi viaje. Continúo mi camino guiada por la luz de la luna hasta que las letras torcidas del cartel luminoso me indican el final de mi trayecto. Un grupo de hombres charlan animados en la puerta del bar y sus risas exageradas se entrelazan con la indescifrable música que brota del interior. La luz rojiza ilumina la fila de coches aparcados entre los que se encuentra el suyo. Los hombres se apartan sin reparar en mí y me adentro en el local. El olor a alcohol y a humanidad impregna la melodía que se pierde entre las alteradas voces de la multitud. Un grupo de jóvenes juega al billar entre risas. Recorro el lugar con la mirada hasta que mis ojos se detienen en Él. La vieja barra de madera sostiene su equilibrio mientras intenta comunicarse con la camarera ya entrada en años. Mi respiración se vuelve más intensa y retumba en mi cabeza apagando las voces del exterior. Sus ojos ebrios y a medio abrir se transforman cuando ven mi rostro. Una ráfaga de furia los atraviesa por un instante hasta hundirse de nuevo en un océano de alcohol. Me acerco despacio mientras el bullicio intercalado con la música aplaca las embestidas de mi aliento. Balbuceos indescifrables se pierden entre sus temblorosos labios mientras una lágrima solitaria se escabulle entre mis pestañas. Cierro los ojos y dejo que unas mortales palabras broten desde el fondo de mi espalda y atraviesen su torso.
- Quiero el divorcio.