La tarde estaba a punto de partir. El sol comenzaba a acurrucarse bajo su sábana de terciopelo azul. Pescadores cansados y quemados por el sol apilaban sus pequeñas barcas para regresar al descanso del hogar. Un vivaracho perro de ébano corría feliz formando imposibles dibujos sobre la arena, perseguido por un niño incapaz de alcanzarle. El agua tranquila componía una pausada melodía interrumpida por el canto de las gaviotas. Un par de jóvenes corrían sudorosos entre risas por el paseo teniendo que esquivar a una pareja de enamorados entregados a un beso eterno. Grandes barcos se posaban a lo lejos como pequeñas manchas sobre el horizonte. Y yo, sentado en ese descolorido banco de recuerdos tan felices, contemplaba toda la escena sin ser parte de ella.
– Estas aquí. Todos te estamos buscando.
– Lo siento, no puedo hacerlo.
– Tenemos que irnos. El funeral va a empezar. Julia hubiese querido que estuvieses allí.
– Julia ya no está.
– Tienes que intentarlo. Por los niños. Te necesitan.
– Me quedaré aquí.
– No estás solo, ¿lo sabes, no?
– Pero Julia ya no está.