Me despierto con el sonido de unos pesados pasos sobre mí. Esta noche me ha dejado dormir. Abro los ojos muy despacio. Una tenue luz se filtra entre las rejas de la pequeña ventana que nunca consigo alcanzar. Las motas de polvo ejecutando una hipnótica danza la atraviesan. La gélida estancia se ilumina suavemente dibujando los contornos de mi cama. Esa cama es lo único que me cobija entre estas cuatro frías paredes. Al tratar de incorporarme un dolor atraviesa mi brazo. En mis muñecas unos vendajes de color pardo se descuelgan dispares. Las marcas que la anterior cuerda ha grabado en ellas siguen vivas. Ahora la cuerda ya no está. Ese ha sido uno de mis regalos. Me levanto. Con las piernas entumecidas me arrastro hasta alcanzar el orinal que descansa en el fondo del cuarto. Agachada, apoyo la espalda en la húmeda pared de cemento. El sonido de la orina que se estrella contra el metal chirría en mis oídos. Al finalizar, trato de regresar a mi refugio, pero las piernas se sublevan y, como un árbol recién talado, me desplomo contra el suelo. El golpe penetra en mí y recorre cada uno de mis dormidos huesos como un huracán. La respiración me abandona y las lágrimas emergen. Pero soy incapaz de gritar. Clavada en el suelo escucho esos pesados pasos que se acercan. El sonido del cerrojo rompe el vacío de la estancia y la puerta se abre. Ahí está el. Se inclina disgustado y con sus grandes manos me recoge sin esfuerzo. Me acuesta con cuidado y me besa en la frente.
-No te muevas. Ahora vuelvo.- dicen sus abismales ojos negros.
Sin cerrar la puerta oigo de nuevo sus pasos. Pasos que se alejan, que se detienen, y que, al fin, regresan. Se acerca a mi y, con delicadeza, comienza a quitarme la ropa. Como quien acicala una hermosa flor, comienza a limpiar mi magullada piel. No me resisto. Algo me dice que antes lo habría hecho. Pero ahora eso queda muy atrás. Mi cuerpo tiembla. Cada roce de su mano va matando lo poco que queda de mí. Al terminar me envuelve de nuevo con ese viejo camisón. Se tumba a mi lado y me abraza.
-Tienes que tener más cuidado. No se que sería de mí sin mi juguetito.
Permanece tumbado. Su respiración errática se estampa contra mi pecho. Al fin, se levanta y se marcha. El sonido del cerrojo vuelve a romper el vacío de la habitación. Sus pasos se alejan. El silencio se instala de nuevo. Miro la diminuta ventana. Quizá tenga razón. Quizá solo soy un juguete, porque al igual que el, no siento nada.