La noche en que puse fin a su vida la ciudad se había cubierto de blanco. El frío rebotaba en mi ventana empañando la vista del exterior. La nieve se mantenía intacta, ajena a pisadas extrañas que alteraran su reposo. Solo un pequeño vehículo, también blanco, se deslizaba sobre ella sin hacer ruido. Apagué el cigarro, me puse el lujoso abrigo que él me había regalado y me sumergí en la invernal noche. El viento golpeaba mi cara con sus afiladas uñas y solo se oían los sordos quejidos de la nieve ante las embestidas de mis tacones. Llegué a la puerta del club pasados unos minutos. La espalda de Billy taponaba la entrada y con sus enormes brazos mantenía el orden de la inexistente cola.
- Buenas noches Señorita Swan. Hoy llega usted pronto.- Su nariz enrojecida se balanceó sobre su sonrisa.
- En noches como esta es mejor estar en compañía.
Asintió y esos brazos me invitaron a entrar. Al apartar la pesada cortina de terciopelo rojo, el aroma a tabaco y alcohol me reconfortó. El cálido sonido del saxofón de Miles atravesaba toda la sala deleitando a los pocos oídos allí presentes. Me quité el abrigo y me senté en la barra.
- Hola Molly, necesito algo fuerte para entrar en calor.
Molly se dio la vuelta y agarró la botella de bourbon del último estante. Su corto vestido dejaba ver más de lo que la moral permite. Golpeó el hielo con las pinzas salpicando su notable escote, lo que hizo que un hombre sentado al fondo estallara en una carcajada que enturbió el suave sonido del cuarteto de jazz. A pesar de su menudez, Molly se movía con la gracia de un pequeño cervatillo y encandilaba a todo aquel que se acercaba a su jaula. Y ella lo sabía.
Dejó el vaso frente a mí y comenzó a llenarlo mientras yo me encendía un cigarrillo.
- Señorita Swan, debo decirle algo.
- ¿Que ocurre Molly?
Terminó de servir el bourbon y cerró la botella. Miró a su alrededor y se humedeció los labios. El humo del cigarrillo se interponía entre nosotras.
- Esta tarde vino un tipo muy raro. Quería hablar con el Señor Bellini. Estaba muy alterado.
- En este club, de tipos raros vamos sobradas. ¿Sabes que quería?
- Lo único que sé es que era algo sobre su usted. Luego se encerraron en el despacho del Señor y no pude oír nada más.
- ¿ De mí? Qué raro. ¿Sabes quién era?
- No, nunca le había visto. Era bastante alto, con una gabardina negra hasta los pies. Y llevaba el pelo recogido en un moño como una vieja.
Algo se estremeció en mi interior. Había visto a ese tipo antes. ¿Pero dónde? Mierda. En el cementerio.
- Seguro que no es nada. ¿Has visto al Señor?
- No ha salido de su despacho desde entonces. Marco y Antonelli se llevaron a ese tipo por la puerta de atrás y no les he vuelto a ver. Me temo que no ha terminado bien.
- Gracias Molly.
Di la última calada al cigarrillo y lo apagué con calma. Una estridente melodía brotaba del saxofón de Miles y no me permitía pensar con claridad. Estaba perdida. El día anterior, antes de que la nieve hubiera llegado a la ciudad, había ido al cementerio. Le había dicho a Bellini que tenía cita en la peluquería. Carlo, el viejo chófer, me había llevado al salón de belleza. Una vez allí, y a cambio de una generosa propina, me habían enseñado una salida trasera. Tras cambiarme de ropa, me había escabullido hasta la tumba de mi padre. Era su aniversario. Nunca faltaba a la cita. En el cementerio el frío atacaba con tal fuerza que hasta los muertos echaban de menos los rayos de sol. Solo un pequeño grupo de personas a lo lejos asistía a un funeral. Había sacado una pequeña camelia del bolso y la había dejado sobre el pesado mármol que retenía a mi padre. Un par de lágrimas se habían escapado de mis ojos hasta mis heladas mejillas. El sonido de unos pasos había interrumpido mi llanto, y una gabardina negra coronada por un moño se había fijado en mí antes de continuar su camino hacia el alejado entierro. Yo había secado mis lágrimas y había emprendido el camino de vuelta al salón de belleza. Carlo ni se había inmutado.
Y ahora ese hombre había estado en el club. Estoy segura de que me había reconocido y, movido por la curiosidad, se había acercado a la tumba de mi padre. Allí había visto su nombre, atónito. Y aunque no hubiese sido capaz de resolver el rompecabezas al completo, eso había bastado para venir a contárselo a Bellini. Y él había averiguado el resto.
Las gotas de sudor comenzaron a recorrer mi espalda. El cargado ambiente del club se depositó en el fondo de mis pulmones como una roca. Con un escaso dominio de mis movimientos terminé el bourbon de un trago. Uno de los hombres de Bellini, del que no recordaba su nombre, comenzó a caminar hacia mí al compás de las notas de Miles. Su seria mirada no se cruzó con ninguna otra del bar.
- Señorita Swan, el Señor Bellini la llama. Acompáñeme por favor.
Todo mi cuerpo temblaba. Me levanté y cogí el abrigo con ambas manos. El estruendo de mis latidos silenció la música del club. Caminé despacio junto a esa seria mirada. El calor que ascendía desde mis piernas hasta la nuca me hizo recordar aquella noche de verano. Me acordé de mi padre. Yo tenía 12 años. Golpes atronadores me habían despertado. Minutos después descubriría que eran disparos. Mi madre había corrido hasta mí y me había sacado de la cama. Mi padre, armado y fuera de sí, nos gritaba entre disparo y disparo. Yo no podía oírle. Sombras negras volaban por toda la casa como las moscas sobre la miel. Entre destello y destello mi padre nos empujaba hacia la salida. Su cara encendida con venas de fuego nos escupía palabras que yo no llegaba a entender. Recuerdo salir de la casa, dejando a mi padre atrás y correr. Correr sin mirar al suelo. Correr sin parar hasta llegar al bosque. Descalzas y con los pies ensangrentados. Y seguir corriendo durante una eternidad.
Era el mismo miedo que sentía en ese momento. Subimos la escalera y nos detuvimos ante su puerta. Tres golpes secos resonaron en mi cabeza, cerré los ojos y la puerta se abrió.
– Hola querida. Vaya, hoy estás preciosa.
Limpié el sudor de mis manos en el costoso abrigo y respiré hondo.
- Hola, mi amor. ¿Cómo ha ido el día?- pregunté tratando de controlar mi voz.
- Ya sabes, lo de siempre. Lidiando con esta panda de inútiles.- Sonrió con frialdad.
El matón de seria mirada salió del despacho y cerró la puerta. Apreté con fuerza los dientes y comencé a acercarme a él con un sensual movimiento. Dejé el abrigo en uno de los sillones y rodeé la gran mesa de roble que se interponía entre nosotros. Me subí el vestido y, como una mujer entregada, me senté a horcajadas en su regazo. Comenzó a manosear mi pecho y mis labios se posaron en los suyos con deseo. Su respiración empezaba a perder el control. En ese momento deslicé mi mano bajo su mesa. Ahí estaba. El frío tacto del metal me estremeció por un segundo. Mis labios continuaban ahondando en los suyos mientras mi mano sujetaba firme el revólver. Muy despacio lo acerqué a mi muslo y lo introduje por debajo del liguero. Sus manos seguían estudiando mis pechos y sus jadeos comenzaban a alzar el vuelo. De pronto se detuvo.
- Vayamos a otro sitio a terminar con esto.- dijo limpiándose la boca.
Me incorporé de sus rodillas y me coloqué el vestido con cuidado. Me sujetó del brazo con firmeza hasta la puerta.
- Espera, mi abrigo.
- A dónde vamos no te va a hacer falta.
Salimos del despacho y la música regresó de nuevo. Comenzamos a bajar la escalera hasta la barra de Molly. Me miró preocupada. Giramos a la izquierda y atravesamos el almacén. El miedo que había sentido hacía unos instantes se había agazapado y mi cuerpo permanecía alerta. Volví a pensar en aquella noche. Habíamos dejado de correr y una destartalada cabaña nos daba cobijo en el bosque. El calor se escurría entre la madera de sus paredes hasta incrustarse en mi ropa. Mi padre había entrado al trote, ensangrentado y exhausto. Nos habíamos abrazado y llorado. Recuerdo a la perfección sus palabras: “ Tranquila. Sé lo que hay que hacer. Les haré creer que estamos muertos”. Me había besado en la frente y se había ido de la misma forma en que había llegado. No le volvimos a ver.
- ¿A dónde vamos?- pregunté.
No contestó. Seguimos el camino hasta una gran puerta de hierro que daba a la parte de atrás del club. La abrió y suspiró.
- Sal.
Me mantuve inmóvil.
- ¡Que salgas te he dicho!- gritó empujándome con rabia.
Me zambullí en la noche y el frío me golpeó como un huracán.
- ¿Sabes? Estaba loco por ti Maggie Swan. Aunque debería llamarte Marieta Visconti.
Permanecí en silencio. Todo mi cuerpo temblaba, no sé si debido al miedo o al viento helado que me atravesaba como un puñal. Por ambos quizás.
- Tu padre. Que gran cabrón. Consiguió engañarnos a todos. ¿Cómo lo hizo? ¿Eh?
Me agarró del cuello con fuerza.
- Cuando me lo cargué lloraba como un niño. ¿Sabes?. Que gran actor el hijo de puta. ¿En qué estabas pensando? ¿En vengar su muerte?- Soltó una carcajada.
Comenzó a apretar mi cuello con más intensidad y su aliento calentó mis mejillas. No podía hablar. Bajé mi mano despacio hasta mi muslo y noté el metal del revólver en mis entumecidos dedos. Estaba caliente. Agarré la empuñadura con la poca fuerza que me quedaba. Bellini continuaba hablando entre risas. Una comedida admiración se escabullía entre sus dientes cada vez que nombraba a mi padre. Mi garganta se estrechaba cada vez más. Levanté mi mano como pude y apunté a la nuca de Bellini. Cuando el sonido del disparo reventó mis tímpanos, su mano dejó de apretar. Su mirada se apagó sin entender porqué y su cuerpo se desplomó como una rojiza hoja de otoño corrompiendo la tranquila nieve de invierno.
Sin pensarlo empecé a correr. Y seguí corriendo y corriendo durante una eternidad.