El Viaje

Al fin había llegado el día. Había visto expectante a muchas de sus hermanas desprenderse de las ramas maternas, siempre felices, para explorar el bosque y vivir miles de aventuras. Ahora era su turno. Con el tiempo se había convertido en una hoja fuerte y sana. Su perfil estrellado enmarcaba su belleza, y su color cobrizo reflejaba los rayos de sol al igual que esas pequeñas monedas que alguna vez había visto brillar a los pies de su madre. Su madre, el “ejemplar de arce más grande conocido”, según le había oído decir a cientos de visitantes a diario. Ésta le había asegurado en múltiples ocasiones que grandes sorpresas la aguardaban, pero ahora que había llegado su día estaba tan emocionada como asustada.|

  • ¿Estás lista?
  • Creo que sí- respondió nerviosa.

Miró hacia abajo y vio a varias de sus hermanas. La esperaban impacientes mientras bailaban y correteaban en círculos coreando su nombre. ¡¡Ari, Ari, Ari!! Cerró sus diminutos ojos y sonrió.

  • Adelante mamá.

La acarició por última vez y, con un chasquido casi imperceptible, soltó su pequeño tallo. Mientras se balanceaba en su camino hacia el mundo, el aire le olía a nuevo e incluso el canto de los pájaros que siempre la habían acompañado, sonaba a una alegre despedida. Se sentía feliz. Sus hermanas continuaban con su danza y ella disfrutaba de cada segundo de su descenso. Pero un capricho del destino hizo que una descarada ráfaga de viento la golpeara por la espalda e interrumpiera su caída con brusquedad. Comenzó a girar sobre sí misma mientras se revolcaba con ese estúpido viento que la zarandeaba sin permitirle defensa alguna. Escuchaba los gritos de sus hermanas cada vez más lejos. Ya no podía verlas. Su cuerpo daba vueltas sin rumbo a merced de esa inoportuna ráfaga que parecía pasarlo en grande. Y tras un último y enérgico empujón, la soltó con fuerza haciendo que su ligero cuerpo saliera despedido hacia el brillante cielo azul. Cerró los ojos. Sus propios chillidos acallaban la voz de sus hermanas y el aire, que le había resultado tan placentero hacía solo un instante, había perdido todo su olor. Cuando al fin fue capaz de abrir los ojos, se arrepintió al momento. Una enorme masa de agua enfurecida se acercaba a ella a gran velocidad para devorarla sin remedio.

Se zambulló en el río. El golpe inicial fue seguido de otros muchos asestados por el rabioso cauce que la empujaba a uno y otro lado. Su frágil cuerpo chocaba con las enormes piedras que recortaban el paso del río. Cada vez que trataba de salir a flote, un nuevo empujón la devolvía al fondo. Estaba aterrada.

  • ¡Agárrate a una piedra!

Le pareció escuchar una voz en la lejanía, pero no podía ver nada. Seguía dando tumbos y su cuerpo golpeaba cada roca con más fuerza que la anterior.

  • ¡Trata de sujetarte a una piedra!- escuchó de nuevo.

Quizás se trataba de su propia voz o quizás era la de su madre tratando de salvarla, pero fuera como fuese intentó seguir su consejo. Cogió fuerzas y asomó la cabeza al exterior por un instante. A menos de un metro, la luz del sol le señaló una redonda y pulida piedra que sobresalía del agua. Entre sacudida y sacudida tomó impulso y dirigió su cuerpo hacia ella. El choque fue tremendo, pero con las puntas de sus manos consiguió adherirse a la roca y aguantó las incesantes embestidas del agua. Como pudo, fue reptando muy despacio por la lisa superficie hasta dejarse caer rendida bajo ese apacible rayo de sol.

  • Te lo dije. Hay que agarrarse a las piedras.

Se incorporó despacio. Una pequeña hoja de roble le observaba sentada sobre una roca uniforme. Su delgado cuerpo se apoyaba sobre un montón de finas ramas cortadas todas del mismo tamaño.

  • ¿Quién eres?- preguntó Ari tratando de recuperar el aliento
  • Me llamo Robie. En menuda te habías metido.-sonrió.
  • Soy Ari. El viento me arrastró hasta el río.
  • Nos ha pasado a todos.
  • Tengo que volver.
  • Eso va a estar complicado. Una vez que llegas aquí no te queda más remedio que avanzar.
  • Pero mis hermanas…
  • Lo siento.

Ari agachó la cabeza y una lágrima se deslizó por su talle abrazando la luz del sol. Había esperado ese momento toda su vida, explorar el mundo junto a sus hermanas, pero ese mundo la había apaleado.

  • Anímate amiga. Que no está todo perdido.
  • ¿Qué quieres decir?
  • He oído que más adelante las aguas se calman y muchas de las nuestras viven ahí. Solo tenemos que cruzar este agitado tramo y todo irá bien.
  • ¿Y cómo lo vamos a conseguir?
  • Pues con trabajo y mucha paciencia. ¿Ves estas ramas?
  • Sí.
  • Se las he ido robando al río poco a poco. Hay que estar muy atento porque pasan cuando menos te lo esperas. Pero una vez que tenga las necesarias podré hacer una barca y cruzar hasta el otro lado.
  • ¿Con una barca?
  • En efecto. Pero no con una cualquiera. Tienes que elegir bien las ramas, cuidarlas y mimarlas para que no se rompan. Solo unas ramas bien hechas pueden construir la barca perfecta.
  • No sé si puedo hacerlo.
  • Podrás. ¿O prefieres rendirte y ver cómo el río sigue su camino?

Ari asintió. En su situación no le quedaba más remedio que avanzar. Tras descansar para recobrar fuerzas se puso a trabajar duro para construir su barca. Con unas largas hierbas que consiguió arrancar del fondo del agua, fabricó un lazo tal y como Robie le había enseñado. Desde ese momento se dedicó a su obra sin descanso. Cada vez que una solitaria rama pasaba a trompicones frente a ella, lanzaba con fuerza su verde lazo y el río no tenía más remedio que ceder. Permanecía al acecho en todo momento, y cuando el sol dejaba paso a la luna, charlaba con Robie entre risas hasta que el sueño les vencía. Y así se fueron sucediendo distintos soles y distintas lunas hasta que una mañana Robie la despertó.

  • Ari, despierta.
  • ¿Qué ocurre?
  • He terminado mi barca. Ha llegado el momento.
  • ¿Ya? Si esperas un poco podremos marcharnos juntos.
  • Lo siento amiga, cada uno tiene que hacer su camino solo. Aunque seguro que nos volveremos a encontrar cuando las aguas estén tranquilas.

Tras una graciosa reverencia, Robie emprendió su camino saltando sobre las embestidas del río hasta que desapareció de su vista. Ari se sintió sola de nuevo. Recordó a sus hermanas, felices. Pero tenía que continuar. Siguió robando ramas al cauce día tras día. Las tallaba y las lijaba una a una con mucho cuidado, y luego las amontonaba en un rincón de su pulida roca. Cuando al fin alcanzó un número suficiente para construir su barca, se afanó en ello. Unió cada rama con mucho cuidado con las resistentes hierbas del fondo del río, y fue dando forma a su salvación. Terminó poco antes del anochecer de un día como tantos. Esa noche durmió de un tirón.

Despertó con la primera claridad de la mañana. Parecía que el sol no tenía intención de salir a despedirse. Echó un último vistazo a su alrededor y lanzó el bote al agua al tiempo que se lanzaba dentro. A cada salto, la barca vibraba hasta hacer palpitar su tallo. Esquivaba las afiladas rocas manejando con ímpetu el timón. Luchó contra el río durante un tiempo interminable hasta que sintió el cansancio del mismo en la fuerza de sus embestidas. Incluso las piedras parecían haberse rendido. Continuó navegando cada vez más despacio hasta que el agua descansó agotada. En ese momento, el sol asomó su rayo para contemplar su gran logro.

Se tumbó en la barca y respiró aliviada. Permaneció un rato así mientras se secaba al calor del sol, hasta que comenzó a oír unas carcajadas irregulares que se perdían entre los árboles de la orilla. Se levantó y vio a un grupo de hojas que saltaban de barca en barca jugando a un juego desconocido para ella. Se deslizó sobre el río muy despacio hasta allí.

  • Hola- dijo vacilante.

Una hoja de sauce detuvo su carrera y la miró con curiosidad.

  • Hola. Veo que eres nueva por aquí. ¿Cómo te llamas?
  • Ari.
  • Un placer Ari. Soy Saúl. Ven a jugar con nosotros.

La hoja de sauce estiró su mano y le ayudó a saltar a su barca. En ese momento Ari sintió algo que nunca había sentido. Pasó la tarde jugando con las demás hojas sin separarse de Saúl. Y así continuó pasando todas las tardes que le siguieron, entre juegos y miradas cómplices mientras sus barcas se deslizaban sobre el río a un ritmo imperceptible. No había mucho qué hacer por allí. A veces tenían que sortear tormentas, otras, evitar los ataques de algún pájaro que se empeñaba en hacer el nido con sus ligeros cuerpos. Pero con Saúl se sentía segura. Alguna que otra vez se aventuraban a saltar a la orilla y explorar la vida de los árboles. Pero pronto volvían a su cauce, dónde eran felices. Al llegar la noche arrimaban sus barcas y dormían sintiéndose cerca.

Una mañana de sol como otra de tantas, Saúl le propuso a Ari construir una barca más grande para navegar juntos sobre el cauce del río. Ella aceptó sin dudar. Desde ese día, continuaron el viaje por aquellas sosegadas aguas ante la mirada de cientos de soles y cientos de lunas. Conocieron a un gran número de hojas de distintas ramas, hojas que iban y venían, algunas para quedarse a su lado y otras para un aislado momento de deleite. Un día se encontró a Robie flotando con regocijo sobre el agua calma. Se le veía feliz. Charlaron hasta que salió la luna, y con la llegada del amanecer, Robie siguió su camino. Y así, casi sin darse cuenta, fueron dejando atrás las aguas tranquilas.

Una fría tarde de lluvia, permanecían al cobijo de su barca sin hablar de nada. Sus cuerpos habían perdido el color de antaño y pequeñas cicatrices de felicidad se dibujaban sobre él. La barca comenzó a desviarse del camino, pero la espesa niebla que descansaba sobre el río les impedía ver el cauce. La lluvia rebotaba en el agua con ímpetu y su murmullo hizo que les fuera imposible escuchar el amenazante rumor de lo que se acercaba. Mientras, ambos, ajenos a todo y abrazados para entrar en calor, esperaban que amainase. Una voz a lo lejos trató de advertirles:

  • ¡Salid de ahí! ¡La cascada!

Pero cuando el sonido de esas palabras atravesó la lluvia, ya era demasiado tarde. Un enorme tronco afilado emergió de entre la niebla y golpeó su barca haciéndola saltar en pedazos. La parte delantera de la misma desapareció de su vista. Saúl se levantó veloz y trató de virar el trozo de timón que permanecía en pie, pero el obcecado tronco repitió su ataque y Saúl salió despedido por el borde de la barca. Ari se abalanzó tras él y consiguió alcanzarlo, pero sus manos ya no tenían la fuerza con la que había vencido a aquel furioso río tiempo atrás, y Saúl se le escapaba atraído por la fuerza de la corriente. Entre lágrimas, pudo ver cómo su última sonrisa se difuminaba entre la niebla antes de desaparecer engullido por la cascada.

Ari se hundió en lo que quedaba de la barca y cerró los ojos con fuerza a la espera de ser arrastrada con Saúl. Pero nada de eso ocurrió. La lluvia amainó y el sol apareció como si nada hubiese pasado. Las mismas hojas que habían tratado de avisarla se acercaron hasta ella e hicieron girar los restos de madera de vuelta al cauce del río. Ni siquiera las miró. Sentada en la destartalada barca se dejó llevar al igual que los trozos de rama que una vez le había robado al agua. Más soles y más lunas emergieron en el cielo pero ella permaneció oculta a sus miradas. Sin darse cuenta, el río se fue haciendo más grande mientras la barca se hacía cada vez más pequeña. Ya no había ramas, ni piedras, ni troncos, solo una lenta corriente de agua que la empujaba hacia el horizonte cada vez más cercano. Una noche clara, las ramas que quedaban de su querida barca comenzaron a separarse y se hundieron en el brillante reflejo de la luna llena. Y Ari, al igual que había hecho al desprenderse del viejo arce, se desprendió de su barca para iniciar su descenso hacia la oscuridad del océano.