El último día

El día que decidí abandonar este mundo fue el peor día de mi vida. Esa mañana me levanté a las ocho en punto, como de costumbre. Desayuné un tazón de leche con cacao y me permití el capricho de comerme un trozo de pastel de zanahoria que había comprado el día anterior para la ocasión. Al terminar fui al baño. Lavé a conciencia mis zonas más inaccesibles y dejé mi cuerpo perfecto para ser examinado por un forense. Terminada esta labor, abrí el armario y descolgué mi mejor traje. A pesar de lo mucho que me gustaba, solo había podido lucirlo en la boda de mi hermana cinco años atrás. Me peiné, me puse perfume y salí dirección al trabajo.

Caminé tranquilo hasta la parada de autobús y tomé la línea roja habitada por esas caras familiares que me acompañaban a diario. Bajé de él con vitalidad y subí a la oficina. La mañana transcurrió entre cuentas y números hasta que finalicé el informe trimestral de la compañía. Además, dejé preparado todo lo necesario para que Andrés, mi ayudante, pudiera hacer el del siguiente trimestre en caso de que no encontraran un sustituto a tiempo.

Satisfecho con mi trabajo, recogí la mesa y salí de la oficina sin despedirme. Decidí regresar caminando y contemplar por última vez la ciudad que me había llevado hasta dónde estoy. Ya en casa, y a pesar de que el hambre empezaba a hablarme, decidí no comer nada. Las cosas importantes se hacen mejor con el estómago vacío.

Abrí el cajón de la cómoda y cogí la cuerda que había comprado la semana anterior en las rebajas del centro comercial. Me detuve delante del espejo y volví a peinarme, me coloqué el traje y me despedí de mí mismo. Acerqué la silla al centro de la habitación y me subí a ella. Hice el nudo que había aprendido días atrás, después de muchos intentos dadas mis pocas artes para estos tipos de tareas. Deslicé la cuerda a través de una de las vigas que adornaban el techo, pasé la soga a través de mi cabeza y sentí su áspero tacto erizando mi piel.

Pero justo en el momento en que me disponía a dar el salto, el teléfono móvil comenzó a sonar extendiendo su repetitiva melodía por toda la casa. Decidí esperar a que regresara el silencio. No me gustan las interrupciones. Al finalizar retomé mi tarea. Cuando estaba a punto de saltar por segunda vez, la melodía del teléfono fijo hizo su aparición, y antes de que terminara, el teléfono móvil se unió a ella regalándome entre ambas un concierto no deseado. Irritado, me quité la soga y bajé de la silla. Uno ya no puede ni quitarse la vida tranquilo.

Cogí el teléfono y respondí.

  • Diga?
  • Jaime, soy Fernando. Necesito que me hagas un informe de contabilidad de Frante Asociados. Para hoy. Es importante.
  • Jefe, es que hoy…. ¿No lo puede hacer Andrés?
  • Es el cumpleaños de su hija. Venga hombre, que a ti no te cuesta nada. Me lo envías por correo y listo. Gracias y hasta mañana.

Colgó el teléfono antes de que pudiera responder. ¿Porqué me sale siempre todo al revés? Enojado me subí a la silla, deshice el perfecto nudo que había conseguido y deslicé la cuerda a través de la viga de madera. Me bajé y devolví el asiento a la esquina de la habitación dónde solía estar.

El hambre volvió a atacar de nuevo tratando de hacerse hueco entre las bendiciones con las que me estaba acordando de la familia de mi Jefe. Como el hombre organizado que soy, en casa no había dejado nada que se pudiera comer; así que tuve que bajar al supermercado a comprarme un sándwich. Mientras esperaba en la cola, entretenido en las largas uñas de la cajera que se interponían entre sus dedos y el teclado, escuché mi nombre. Miré hacia atrás y vi a una mujer redonda que, emocionada, me hacía señas con sus aun más redondos brazos. Era Alicia, la mejor amiga de mi madre.

  • Jaime! Querido, espérame cuando acabes que quiero decirte una cosa.

Asentí y vi emerger su satisfecha sonrisa entre las arrugas de su rostro. Pagué el sándwich de pollo con monedas sueltas y esperé a que Alicia terminara.

  • Jaime, mi niño. Pero qué guapo estás!!!

Se acercó y me estrujó contra ella, al compás de sus encadenados besos que se entrelazaban con los robustos arpones de su barbilla, para terminar ambos incrustados en mi cara.

  • ¡Qué casualidad! Me alegro mucho de verte. Justo ayer me encontré con tu madre y estuvimos hablando de ti. Hemos decidido que necesitas una mujer en tu vida.
  • Es que yo……
  • Espera, que aun no he terminado, hombre. Hemos pensado que tienes que conocer a mi sobrina. Os vais a llevar muy bien. Hoy viene a cenar a casa. Es la oportunidad ideal para que os conozcáis.
  • No creo que pueda ir, tengo trabajo…
  • Anda, anda. Sé de buena tinta que no tienes muchos compromisos. No te puedes negar. Llamaré a tu madre y vendrá también. Será algo informal.

Asentí resignado.

  • Venga, venga, así es como debe ser. Y no te asustes hijo, que las mujeres no mordemos. Ahora ayúdame a llevar las bolsas al coche.

Cargué con las bolsas tratando de no gritar. La tensión comenzaba a revolotear en mi interior hasta trepar y acomodarse en mis mandíbulas. ¡Tenía que haber ignorado el móvil! Me despedí de ella y traté de esquivar, sin éxito, las estocadas de sus besos. Hundido en mis pensamientos, regresé a casa.

Al llegar, decidí quitarme el traje hasta regresar de la dichosa cena. Solo faltaba que una mancha atrevida corrompiera su finalidad. Me puse una ropa de diario y comencé a redactar el informe. Tuve que detenerme en varias ocasiones y realizar los ejercicios de respiración recomendados por mi psicóloga. Las tareas inacabadas me alteran en exceso. Tras unas horas, y después de sortear breves ataques de ansiedad, terminé el documento y se lo envié al Jefe.

Me lavé la cara, bajé a la calle y me subí en el autobús de casa de Alicia para terminar con todo cuanto antes. Durante el trayecto, continué con los ejercicios que me había enseñado la psicóloga, pero mi corazón había decidido viajar más rápido que yo mismo. Las manos, empeñadas en llevarme la contraria, expulsaban litros de agua hasta convertir a mis dedos en un horrible Shar Pei. Llegué a la parada y bajé del autobús. Nervioso y con la piel bañada en sudor, comencé a cruzar la calle, hasta que un fuerte pitido me estrujó el cerebro y me hizo detenerme. El muñeco rojo del semáforo me miró con censura, mientras un enorme camión se abalanzaba sobre mí al compás de su bocina. Lo último que mis ojos pudieron contemplar fue una oxidada matrícula que corría veloz para incrustarse en mi cara.

¡¡¡¡¡Y yo con mi mejor traje en el armario!!!!!