El imponente Roble

Hacía un frío ofensivo. Tom sujetaba el hacha con fuerza mientras terminaba de cortar el tronco de aquel viejo árbol. Los surcos de sus marchitas manos se resistían a acoplarse al mango de madera tallado por él mismo. Cada vez tenía que desplazarse más lejos para conseguir leña y su cuerpo se lo reprochaba un poco más en cada viaje; sobre todo, porque que frente a su cabaña se erguía un imponente roble que le bastaría para aguantar todo el invierno. Pero ese árbol no podía tocarlo.

El quejido que acompañó al golpe definitivo hizo que un solitario cuervo alzara su vuelo hasta perderse en el cielo gris. Tom soltó el hacha y agarró el último tronco. Arrastrando sus destartaladas botas lo dejó en la carreta junto al resto de sus camaradas. Se frotó las manos y, al envolverlas con su cálido aliento, pudo oír el crujido de sus dedos . El invierno apenas había empezado pero el frío agarrotaba sus huesos hasta convertirlo en un viejo inútil. Y eso es lo que era.

Comenzó a empujar la carreta de regreso a la cabaña. Su largo abrigo importunaba el descanso de las últimas hojas de otoño que cubrían el sendero, y sus enemigas las piedras se afanaban en su lucha por impedirle el paso. Tuvo que detenerse unas cuantas veces para apaciguar sus deteriorados pulmones. Al llegar, la desvencijada cabaña le observó con lástima. Tiempo atrás le había odiado por lo ocurrido, pero ahora no podía hacer otra cosa que sentir compasión de ese viejo encorvado que, al menos, la mantenía caliente. Dejó la carreta bajo su perforada cubierta y cogió un par de troncos. Miró al imponente roble, y una única lágrima descendió por los badenes de su enrojecida mejilla. Sus raíces envolvían una vida pasada. La única en la que Tom había sido feliz.

Entró en la cabaña y sus pesadas botas lo remolcaron hasta la chimenea. Tiró los troncos a un lado y, sin prestar atención a los quejidos de su espalda, se quitó el abrigo. Una hoja intrusa se desprendió del mismo y le observó con atención mientras encendía la hoguera que devolvería el vigor a sus huesos.

Amparado por la calidez de la lumbre se dejó caer en su sillón. La coreografía de las llamas le recordó a ella. La vio sentada frente a él, con sus ojos oscuros de animal indefenso. Cada noche, con voz trémula, ella le recitaba los versos del único libro que había en la cabaña. Vio su tez blanca adornada por los imposibles dibujos que el fuego plasmaba sobre su piel, como peces de colores flotando en un estanque japonés. Hasta vio el descuidado cabello con el que ella cubría su rostro cada vez que la tocaba. Cerró los ojos y un doloroso suspiro se escapó de su interior. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que ella lo había abandonado. Hacía ya una eternidad que había dejado de contar. Pero, cada día frente al fuego, su ingenuo rostro aparecía ante él como si nunca se hubiese ido.

El repicar de la lluvia lo sacó de su ensoñación. Masculló entre dientes. La madera se mojaría si la dejaba bajo aquella acribillada techumbre. Apoyó ambas manos en el sillón y, con las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó. Una sacudida le atravesó el pecho y le dejó sin aliento. Apoyó su mano sobre la chimenea y de entre sus labios se escapó un sordo bramido. Un afilado torbellino emergió de su corazón hasta su brazo izquierdo. La vio a ella en el sillón, sonriendo. Era la primera vez que lo hacía, y supo que era el fin.

Se sujetó fuertemente el pecho y comenzó a arrastrarse hasta la puerta. Tenía que ir junto a ella. En su mente se dibujó el día en que la vio por primera vez. El sol acababa de salir y ella corría por el parque, acompañada en su vaivén por el baile de su trenza. Al verla, otro torbellino había atravesado su pecho. Con un calculado movimiento había simulado tropezarse con ella y ésta le había devuelto su inocente sonrisa. Ahí había empezado todo.

Sus piernas se doblegaron y cayó al suelo. Su corazón se resquebrajaba pero debía continuar. Se arrastró hasta la puerta. Sus quejidos resonaban en las paredes hasta apagarse en lo profundo de la montaña. Soltó su pecho por un momento y estiró el brazo lo máximo que pudo para alcanzar el astillado pomo de madera. Se le escurrió varias veces entre los dedos hasta que al fin consiguió vencerle. Se arrojó al exterior y su frente se estrelló contra el empapado suelo. Ni siquiera sintió dolor. Miró a su derecha. Ahí estaba ella. Descansaba bajo las raíces del imponente roble, cuyas solemnes ramas la habían protegido tanto de los crudos inviernos como de los tormentosos veranos. Tom lo había cuidado con esmero todo ese tiempo para que no cesara nunca en su labor. Recordó la primera vez que la llevó a la cabaña. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, se habían abierto sorprendidos por la belleza del lugar. Los cuervos les habían acompañado con su vuelo de bienvenida y ella se había estremecido con su melodioso canto. Al entrar en la engalanada cabaña, dispuesta para la ocasión, se había quedado sin palabras. En ese momento, al ver su piel iluminada por el calor del hogar, Tom se había dado cuenta de que ella era a quién había estado buscando toda su vida.

Recobró fuerzas. Ya no sentía el brazo izquierdo pero tenía que llegar hasta ella. Con el otro brazo comenzó a deslizarse por el suelo y descendió los dos escalones que daban acceso a la cabaña. Sus guturales lamentos se diluían con el traqueteo de la lluvia. El barro que comenzaba a emerger se entrelazaba entre sus arqueados dedos. Le parecía llevar arrastrándose una eternidad aunque el imponente roble semejaba estar cada vez más lejos. Dejó caer su rostro sobre el espeso barro. En su boca se filtró el mismo sabor que había probado la noche en que la había perdido, a pesar de que la lluvia de aquella ocasión no tenía nada que ver con esta. La de aquella noche había sido una lluvia fría de final de primavera. Una lluvia que había calado en su interior y nunca se había marchado.

Aquella noche, y en un momento de descuido que siempre se reprocharía, ella se había escabullido hacia lo profundo del bosque y había emprendido su huida bajo la tormenta. Tom, sorprendido por la traición, había tenido que salir precipitado en su busca. Ambos habían corrido sobre la furiosa montaña sorteando sus resbaladizas embestidas. La había alcanzado una vez en la oscuridad de la noche, pero el odioso barro le había hecho resbalar y ella se había zafado de sus brazos. Habían continuado su ciega carrera hasta que él la había alcanzado por segunda vez, sin darse cuenta de la delicadeza de su escuálida figura, la cual había comenzado a caer hasta depositarse en una afilada piedra que había teñido de rojo sus descuidados cabellos, terminando así con su huida.

Continuó tratando de empujar su enmohecido cuerpo hasta el enorme roble que había sido su aliado, pero sus piernas no respondieron. Dejó de moverse. Ella descansaba a tan solo unos metros pero no podía llegar hasta allí. Pudo ver como el imponente roble rompía en una carcajada perversa, al tiempo que la vieja cabaña le susurraba que todo había terminado. Cerró los ojos y dejó que la lluvia acariciara su frente. El dolor había desaparecido. Y justo un instante antes de que la montaña lo engullera para siempre, pudo verla corriendo en aquel parque acompañada por el vaivén de su trenza.