Como cada mañana, Antón salió de casa, se montó en su anticuado Seat y se dispuso a recorrer los treinta kilómetros que lo separaban de su preciado trabajo en la granja. Hacía un par de días que la primavera había empezado su faena y parecía que su mayor aliado, el sol, había llegado para quedarse. La carretera, siempre desierta a esas horas, deleitaba a su único invitado con el brillante verde de sus campos. Siempre conducía con la radio apagada y la ventanilla abierta. Si alguien le hubiese preguntado el porqué, habría inventado cualquier excusa para no reconocer que, en realidad, lo hacía para sentir el ronco sonido de ese viejo trasto. Pero esa mañana, en la única cuesta que interrumpía todo el recorrido, el motor comenzó a atragantarse. Redujo la velocidad hasta casi detener el vehículo y agudizó el oído. El motor se había callado. Echó el freno de mano y bajó. Abrió el capó con cuidado y analizó la situación. Había arreglado ese coche tantas veces que conocía cada centímetro de su engranaje. Todo estaba en orden. Suspiró. Estaba a unos pocos metros del final de la cuesta, lo empujaría hasta allí para tratar de encenderlo.
Cuando se disponía a llevar a cabo su plan, escuchó unas risitas festivas que provenían del interior del bosque que se extendía a su lado. Se acercó. Parecían risas de chiquillos. Se adentró despacio entre los árboles y, como una ráfaga de viento fugaz, las vio. Dos pequeñas e inverosímiles figuras corretearon ante sus ojos, una tras otra, desapareciendo un instante después. Su corazón bombeaba tan deprisa que parecía querer escapar a través de sus oídos. Se apoyó en un árbol y trató de recuperar el aliento. Se limpió los ojos con fuerza y volvió a fijar la vista en el profundo bosque. Las dos figuras se precipitaron veloces de nuevo entre risas, pero esta vez, se plantaron frente a él en menos de lo que dura un pestañeo. Le observaron inquisitivas. Antón, invadido por el pánico, trató de retroceder, pero una gran piedra frustró su torpe intento llevándole hasta el suelo.
– ¿Qué….sois?- preguntó.
No contestaron. Trataba de procesar lo que sus ojos estaban viendo. Ante sí, dos pequeños cuerpos le analizaban curiosos. Disponían de piernas, brazos, cabeza, ojos, y todo lo que un ser humano debe de tener, pero no medían más de treinta centímetros. Eran como personas reducidas. Cubrían sus figuras con hojas de distintos tipos y tamaños, lo que las hacía parecer un ramo colgado al revés. En sus redondos y azules ojos se apreciaba la molestia que su presencia les causaba. En un imperceptible movimiento, una de las pequeñas criaturas trepó por su pierna y regresó junto a su compañera tan veloz que Antón ni siquiera tuvo tiempo de notar el cosquilleo de esas manitas en su bolsillo. Cuando se dio cuenta, la pequeña criatura se encontraba frente a él con su cartera en la mano. Con gran trabajo comenzaron a sacar todo lo que había dentro de ese pequeño billetero que a ellas les resultaba tan aparatoso. Antón era incapaz de reaccionar. Trató de escapar de allí pero su cuerpo se negaba a acompañarle. De pronto las dos pequeñas criaturas comenzaron a saltar y reírse con esa festiva melodía que le había guiado hasta allí. Danzaban emocionadas y sus risotadas cada vez eran más elevadas. Al fin, tratando de contener su alegría, se acercaron a él.
Continuaba recostado en el suelo con los brazos apoyados en la piedra que había interrumpido su escapada. El sudor de su espalda iba cambiando poco a poco el color de su camisa. La actitud de esas dos personitas había cambiado. Ahora lo miraban fijamente y con sus diminutas manos sujetaban una fotografía que le mostraban entusiasmadas. En esa foto solo se veía a Antón agachado al lado de un enorme perro. Era Rocky, el mastín de la granja. Una de las criaturas, con un curioso y delicado movimiento, comenzó a hacerle señas que le invitaban a seguirlas hasta lo más profundo del bosque. Se acercaron despacio a él para ayudarle a levantarse, pero el miedo tomó las riendas de su cuerpo y, a cuatro patas y desesperado, salió de allí tan rápido como pudo. Corrió sin mirar atrás hasta que una atrevida rama se cruzó en su camino y todo se tornó en oscuridad.
Desde lejos, la melodía de una vieja canción country llegó hasta sus oídos. El conocido olor de su viejo trasto le hizo abrir los ojos. Estaba sentado en su coche, con el motor en marcha y la radio encendida. Por la ventanilla bajada entraba una brisa suave que atemperaba sus ideas. Estaba aturdido y le dolía un poco la cabeza. Pensó en lo que había pasado. Se había quedado dormido. Era la primera vez que le ocurría. Abrió la guantera, sacó una botella de agua y bebió un extenso trago. Se refrescó la cara, apagó la radio y emprendió el camino a la granja. Seguía un poco aturdido pero el aire fresco que azotaba su frente hizo que a su llegada se encontrara mucho mejor. Bebió otro trago de agua, y riéndose del mal sueño que había tenido, bajó del coche. Caminó por el sendero que llevaba hasta la entrada y vio a Rocky sentado junto a la escalera. Le observaba inmóvil. Su pelo negro resplandecía con el reflejo del sol. En sus ojos contempló un brillo que Antón no supo descifrar. Rocky se incorporó muy despacio y arrastrando sus robustas patas se detuvo frente a el.
– Antón, creo que tenemos que hablar.