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Menú de Domingo

Lo que les voy a contar puede que suene aterrador en los tiempos de hoy, pero en el pequeño pueblo del interior de Galicia dónde nací era de lo más común. Y diría que lo sigue siendo, aunque cada vez quedan menos habitantes a los que preguntar.

De niña estudiaba en la ciudad, pero, al llegar el viernes, volvía a ese pueblo para visitar a mis abuelos. Luego llegaba el verano y mis padres me soltaban allí y regresaban a sus trabajos, mientras yo disfrutaba de tres meses de libertad junto a mis primos. Mis abuelos se limitaban a darnos de comer y mantenernos con vida. Incluso podíamos pasar toda la semana sin bañarnos, ya que, según decía mi abuelo, “sólo hay que ducharse si vas a recoger patatas”. Todos los domingos del año, como imagino que también pasaba en las casas de ustedes, mi abuela preparaba la comida para toda la familia. Desde que tengo uso de razón, el único menú que recuerdo consistía en conejo guisado con judías y patatas. Era su plato estrella. Pero hasta aquel día no fui consciente del motivo de ese exquisito menú.

En la planta baja de la casa había una pequeña cuadra habitada por animales. La líder era una vieja burra blanca que odiaba a los niños y a la que había que acercarse con mucho cuidado y siempre en presencia de mi abuelo. Sepan ustedes que, en aquellos tiempos, la escasez de maquinaria obligaba a disponer de un animal fuerte para las labores del campo. En las paredes de piedra que rodeaban al robusto animal, decenas de jaulas medio oxidadas acogían conejos de todos los tamaños. Me encantaban. Recuerdo pasar horas mirando las crías recién nacidas sin pelo. Mis primos y yo les dábamos de comer y acariciábamos sus enormes orejas hasta que mi abuela nos echaba de allí.

Debo confesarles que no recuerdo lo que estuve haciendo la mañana de domingo que les voy a contar, ni el motivo por el que me encontraba sola en casa en ese momento, pero mi abuela no tuvo más remedio que usarme a mí. Entró en la cocina. Del bolsillo de la bata de cuadros azul que siempre llevaba puesta, asomaba el mango de madera de un cuchillo enorme. Sus ojos azules, envidia de todos sus herederos, me miraron fijamente.

  • Ven conmigo. Vamos junto a los conejos.

Me levanté veloz y la seguí. Recuerdo pensar la suerte que tenía. Estaba yo sola y así podría dar de comer a los conejos sin que mis primos me molestaran. Imaginen por un momento sus ilusiones de niñez y comprenderán mi emoción. Llegamos a la cuadra y atravesamos los montones de paja del suelo hasta llegar a una jaula. Mi abuela la abrió y sacó un conejo. Yo estaba emocionada. El conejo estaba nervioso.

  • Sujeta las patas.- dijeron sus ojos azules sin inmutarse.

Apreté sus patas delanteras y mi abuela sujetó las traseras. Con un movimiento tan rápido que ni siquiera recuerdo, el mango del cuchillo apareció ante mí y se estampó varias veces en la cabeza del animal. Mis manos comenzaron a temblar aun más que el pobre conejo. Empecé a gritar pero mi abuela siguió a lo suyo. Continuó con su ritual hasta despellejar al pobre bicho. Permanecí inmóvil en medio de la cuadra con el menú en mis manos hasta que mi madre llegó y me relevó de mi puesto. No recuerdo lo que hice después, si lloré o escondí mi miedo, pero el día continuó su curso con normalidad. Mi abuela preparó su guiso de conejo con judías y patatas y toda la familia nos sentamos a la mesa como un domingo normal. Supongo que el resto del día jugué con mi primos e hicimos todo lo que hacíamos siempre. Pero he de decirles una cosa: nunca he vuelto a comer conejo.

La sonrisa olvidada

Las finas partículas de arena salpican mi piel envejecida y se dejan acariciar por la brisa de verano. Brillan bajo la tenue luz del sol al compás de voces difusas que se pierden entre las toallas de colores. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de un castillo efímero importunando la calma de la orilla. Su madre trata de alcanzarlo para que termine un bocadillo a medio comer, reseco ya por el sol. Mientras tanto, yo permanezco tumbado y me dejo llevar por los susurros que resuenan en las rocas como ecos de una vida pasada.

De pronto las voces cesan. Abro los ojos y compruebo que el silencio ha engullido las toallas de colores. El sol se ha retirado tras un manto áspero y gris y la playa ha quedado vacía. Me levanto despacio y miro a mi alrededor. El silencio se desplaza implacable entre las partículas de arena hasta chocar con las olas que comienzan a irritarse. En el horizonte gris, una silueta que me resulta familiar empieza a tomar forma. En el centro de su rostro se va perfilando poco a poco una sonrisa perfecta. Una sonrisa reflejo de tantos momentos vividos y que casi había olvidado. Su cuerpo joven y atlético permanece impasible sobre una pequeña roca que aguanta los ataques del agua embravecida. Ahora la imagen es clara como un amanecer. Su recuerdo se impregna en mi pecho y ya no puedo dejar que se vaya. Debo llegar hasta allí. Ajeno a la bravura del océano, el joven levanta su mano y me suplica que lo alcance.

Recorro la playa desierta buscando algo que me ayude a salvarlo. Mis pies luchan con la arena en cada pisada. Gotas de sudor se deslizan por mi espalda, a pesar de que el verano ha desaparecido del lugar. Busco en cada rincón hasta que encuentro una balsa moribunda que se esconde al amparo de una roca. A cada embestida del mar, un leve quejido se escapa entre sus maderas agrietadas. Me lanzo hacia ella y consigo arrastrar dos tablas marchitas hasta la arena. Me desplomo agotado. Mi cuerpo ya no aguanta como antes. Levanto la vista y lo busco entre las olas. Sigue allí. Su perfecta sonrisa ilumina el gris del horizonte. Me incorporo a duras penas y amarro las maderas con jirones que he arrancado de mi vieja camiseta de playa. El canto encrespado del océano ha enterrado el silencio y las olas danzan ahora a su compás. Arrastro las tablas hacia la orilla y las empujo con todas mis fuerzas hacia el agua. Me abalanzo sobre ellas y me dejo arrastrar. Navego sobre crestas airadas que golpean mi frente. La playa, antes llena de vida, se va perdiendo poco a poco en el gris del cielo. Continúo mi viaje tratando de llegar hasta él, pero las viejas maderas se empeñan en empujarme hacia un acantilado de brazos escarpados. Mientras tanto, su sonrisa permanece a la espera.

Mis manos comienzan a perder fuerza y les resulta imposible seguir la danza del mar. El joven de sonrisa tan conocida se aleja cada vez más mientras las comisuras del acantilado se afanan por abrazarme. No puedo permitirlo. Incapaz de guiar a la vieja madera por el camino correcto, cierro los ojos y la dejo partir hacia su abrazo con las rocas. Mi cuerpo queda a la deriva. Da vueltas sin rumbo y se pierde entre olas agitadas. Emerjo del agua y lucho contra ellas. Lo único que me guía es esa mano suave que debo alcanzar. Me sumerjo otra vez. Braceo. Emerjo. Cada vez estoy más cerca. Emerjo de nuevo. Y al fin respiro.

Mis dedos rozan la punta de su mano. Me agarra con firmeza, pero, justo en ese momento, una ola inoportuna nos zambulle en el agua. Flotamos abrazados y nuestras sonrisas se funden en una sola. El agua se calma y el sol despedaza con fuerza el manto gris que lo oprime. Su calor mece nuestros cuerpos sobre las olas serenas. Cerramos los ojos y nos dejamos llevar hasta la profundidad del océano, convertidos ya en un único ser.

La sonrisa perfecta, dibujada ahora en mi rostro, me acompaña en la oscuridad. Respiro pausado y mi corazón palpita tranquilo. El canto de un gorrión se acopla a mis latidos componiendo una suave melodía. Abro los ojos despacio. El pequeño gorrión está apoyado en una ventana a medio abrir. La luz de un sol cálido se filtra a través de la cortina y surca las arrugas de mi piel con delicadeza. Voces difusas se entrelazan con miradas que comienzo a reconocer. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de una mesa mientras su madre trata de alcanzarlo. Un joven vestido de blanco vierte agua en un vaso y lo deja al lado de un televisor que emite imágenes de una concurrida playa. El niño continúa su carrera hasta que el castillo de juguete que revolotea entre sus manos se desliza y se estrella contra el suelo.

  • Martín, deja ya de hacer el tonto, que vas a despertar al abuelo.

Miro a mi alrededor y las voces difusas se transforman poco a poco en susurros conocidos. La habitación me resulta familiar y una foto en la pared me recuerda mi sonrisa olvidada. La madre de ese niño levanta la cabeza y sus ojos se cruzan con los míos. Ahora los reconozco. Unos ojos que he visto crecer hasta convertirse en esa mujer tan hermosa que tengo frente a mí. Se acercan despacio envueltos en un velo de lágrimas y sostienen mi mano.

  • ¡Hola Papá! ¿Sabes quién soy?
  • Claro que sí, mi niña.

El urinario

El sonido de los cubitos de hielo se dejaba oír de vez en cuando a través de las notas de jazz que brotaban del tocadiscos. Sentado en un sillón de terciopelo rojo, Marcel apuraba el último trago de whisky de su copa. Con los ojos del mismo color que el terciopelo escuchaba la conversación que sus compañeros mantenían a través del humo de los cigarrillos.

  • El mundo artístico está cambiando y por fin la sociedad está preparada para explorar mundos nuevos y dejar de lado a los artistas clásicos.- dijo John moviendo su bigote con elegancia.
  • ¿Tú crees?- respondió Walter- Nosotros seguimos aquí bebiendo y debatiendo sin parar cada noche mientras los artistas clásicos gozan de todo el reconocimiento.
  • Eso es porque la gente es idiota. No saben pensar por sí mismos. Se conforman con admirar lo que unos pocos deciden qué es arte.- añadió Marcel dejando el vaso vacío en la mesa.

Giró la cabeza y localizó al hombre de pajarita encargado de llenar su copa. Le hizo una señal y a los pocos segundos los hielos nadaban de nuevo entre whisky. Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y lo encendió despacio.

  • Si a la gente le dices que una cosa tiene valor artístico lo admirarán hasta la saciedad. Solo hace falta que la firma del autor aparezca bien visible en ella.- continuó Marcel.
  • No deja de sorprenderme tu falta de fe en el género humano- dijo John.
  • Te puedo asegurar que si le pones delante el objeto más inverosímil bajo la afirmación de que se trata de arte, lo adorarán sin pensar.
  • Tú y tus ideas de Europa, Marcel. Serías capaz de afirmar que este cenicero lleno de colillas es arte.- contestó Walter.

Los presentes se rieron a carcajadas. Walter dio un trago a su copa y se desabrochó el primer botón de la camisa. La música continuaba sonando a un volumen suficiente para impedir que las otras mesas oyeran su conversación.

  • Lo puedo demostrar- dijo Marcel.- Si vuestros ojos lo desean llevaré un objeto de lo más absurdo a la exposición de mañana. Plantaré mi firma bien grande en él y podréis disfrutar de la ignorancia de los entendidos en arte.
  • No serás capaz- dijo John.
  • ¿Que apostáis?
  • Podrías perder tu reputación- se rió Walter.- Ya veo los titulares: “Gran artista europeo pierde la cabeza en Nueva York”.

Las carcajadas ocultaron las notas de jazz por un instante y algunos ojos curiosos se clavaron en la mesa de los achispados artistas. Marcel se recostó de nuevo en el sillón y apuró la copa de whisky que tenía en su mano.

  • Si estáis tan seguros de que lo que digo es una tontería haced vuestras apuestas.
  • Está bien, juguemos pues.- contestó John.

Distintas cantidades de dinero emanaron de las lenguas ebrias mientras Marcel sonreía satisfecho recostado en el sillón. Esperó a que los demás terminaran las risas y las copas y se incorporó a duras penas.

  • Me voy a dormir. Lleven sus billeteras llenas mañana a la exposición.

Salió del club y se dirigió a casa entre la niebla que cubría sus párpados. Cuando al fin se metió en la cama se durmió con un sonrisa en los labios.

A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Se vistió con el único traje que le quedaba limpio y salió a la calle. Paseó durante un buen rato por la ciudad buscando la que sería su obra de no arte. Los restos de alcohol de la noche anterior no le permitían pensar con claridad. Decidió entrar a un bar y tomar algo para despejarse. Pidió un café solo largo y se sentó en la barra. Charló de temas sin transcendencia con el camarero entrado en años hasta terminar el café. Antes de salir fue al baño. Mientras vaciaba su vejiga se fijó en el chorro amarillento que rebotaba sobre la porcelana blanca del urinario. Un objeto de lo más absurdo con forma de pera a medio comer que había sido creado única y exclusivamente para tragar los orines de hombres de toda clase. Cuando fue a lavarse las manos la decisión ya estaba tomada. Salió apresurado y se despidió del camarero. Corrió hasta la tienda de urinarios más cercana y, casi sin hablar, se hizo con el retrete más simple que encontró. Lo cargó en brazos hasta llegar a casa mientras las secuelas de la noche anterior se perdían por su sumidero. Depositó el objeto en la mesa del estudio y cogió uno de los pinceles del cajón. Con letras irregulares estampó su firma en la parte inferior derecha. Lo miró con orgullo. Sonrió para sus adentros al imaginar el bigote retorcido de John cuando viera semejante despropósito.

Miró el reloj. Faltaba una hora para la inauguración de la exposición de nuevas corrientes artísticas de la galería del centro. Con la pintura aun a medio secar cubrió el urinario con una tela y salió hacia allí. El taxista que lo dejó en la puerta lo ayudó a descargar el pesado objeto hasta dentro.

  • Señor Duchamp, no esperábamos su visita. ¿Qué le trae por aquí?- dijo el señor Adams, estirado ser que regentaba la galería.
  • Verá, se que es un poco tarde, pero me gustaría exponer mi última obra.
  • Oh, será un placer contar con usted. Enséñeme lo que nos trae.

Marcel quitó la tela de un golpe y pudo ver cómo los ojos del estirado director se agrandaban hasta salirse de sus gafas.

  • Pero, ¡si es un urinario!
  • Podría decirse que sí, pero viniendo de usted esperaba que supiera ver más allá y apreciar el valor de esta obra.
  • No sé qué decirle señor Duchamp, me parece impropio de esta galería exponer algo así. No estoy seguro de que esta obra encaje en la exposición.

Marcel permaneció en silencio con la mirada clavada en el señor Adams. Con el frío azul de sus ojos trataba de hacerle entender que se encontraba delante de algo único y novedoso. Miró el retrete con convicción y fijó de nuevo la vista en el esmirriado director. Haría lo que fuese por demostrar a sus colegas que cualquier objeto cotidiano podía ser despojado de su utilidad y ser visto desde un punto artístico.

  • Le aseguro que encajará perfectamente. Lo que he hecho aquí es crear un pensamiento nuevo para este objeto. Debemos dar libertad a nuestra mente para apreciar una obra y no confiar sólo en nuestras retinas.

El señor Adams miró de nuevo el urinario y acarició su huesuda barbilla.

  • Confíe en mí. Sé de lo que hablo.- dijo Marcel al tiempo que una sonrisa satisfecha cruzaba sus labios.

El señor Adams permaneció un buen rato en silencio. Marcel no podía descifrar lo que pasaba por su cabeza pero un destello en una de sus pupilas le informó que lo había convencido.

  • Siempre me sorprende con sus ideas, señor Duchamp. Además, es sabido por todos que si lleva su nombre el éxito está asegurado.- El señor Adams se frotó las manos y estiró la americana de su traje.- Está bien. Le buscaré un lugar a su altura en la sala.
  • Muchas gracias, señor Adams. Sabía que podía confiar en su criterio.

Marcel abandonó la galería orgulloso. Se sentó en un banco de piedra al otro lado de la calle y encendió un cigarrillo. Miró el reloj y cerró los ojos. Dentro de poco las billeteras de sus escépticos colegas llegarían para ver la exposición.

El gato

  • Jack, pásame el vino.
  • Y una mierda.
  • Venga, no seas así, que hoy no he sacado nada.
  • Te jodes. He estado todo el día aguantando a las viejas de la iglesia para conseguir la pasta. Ya te avisé de que no fueras a pedir al mercado. Son unas ratas.
  • Venga tío, solo un trago.
  • Hay que joderse.

Jack dio un buen trago al cartón aplastado de vino y se lo pasó a Tom con recelo. La luz de una sirena rebotó en las paredes del estrecho callejón hasta iluminar el ansia agrietada de los labios de Tom.

  • Ehhh, no te lo acabes, cabrón!

Jack le arrebató el cartón de las mugrientas manos mientras Tom cazaba con la lengua las gotas que intentaban agazaparse entre su barba.

  • Hoy escuché a unos tipos hablando en el mercado de algo muy raro sobre un gato.- dijo Tom
  • ¿Un gato?
  • Sí. Decían que si metes a un gato y un bote de veneno en una caja no sabes si está vivo o muerto hasta que la abres.
  • Pues vaya par de listos.
  • Y hasta ese momento las dos cosas pasan a la vez. Vida y muerte.
  • Nadie puede estar vivo y muerto al mismo tiempo.
  • ¿Cómo lo sabes si no lo ves?
  • Pues porque lo sé.

Jack se escurrió debajo del cartón húmedo hasta cubrir su cuerpo. Tom continuó hablando.

  • Y he pensado que a lo mejor todo existe sólo porque lo vemos.
  • Sí claro. Si fuera así dejaría de oler tu apestoso culo cuando cierro los ojos.
  • Piénsalo. Si no hay nadie mirando ¿cómo sabemos que una cosa existe?
  • Venga ya. Si eso fuese cierto nosotros no existiríamos.
  • Porque si tu metes al gato en la caja y no hay nadie que lo vea no sabrán si está vacía.
  • Joder, mañana te dejo la puerta de la iglesia para que saques algo que se te está yendo la olla.
  • Le he estado dando vueltas toda la tarde y creo que en realidad nada existe. Todo lo que hay está en nuestra cabeza. Y cada uno de nosotros lo ve a su manera. Por tanto hay tantas realidades como personas en el mundo.
  • No sé tú, pero yo preferiría ver que estoy en una cama.
  • Creo que no funciona así.
  • Venga Tom, duérmete ya y deja de pensar tonterías.

Jack terminó el último trago de vino y tiró el cartón contra la pared. Un maullido atravesó el callejón y un gato negro salió espantado hasta esconderse debajo de uno de los contenedores. Sus dos brillantes ojos fijaron la vista en el par de vagabundos que se ocultaban entre cartones.

  • Mira Tom, tu gato.
  • Voy a por él. Busca una caja.