Soledad

El Cumpleaños

Fermín abre los ojos justo en el momento en que la primera pincelada del amanecer se dibuja en el cielo. El dolor de huesos recorre cada pliegue de su curtida  piel. Se levanta a pesar del quejido de sus caderas y se acerca al armario. En el fondo, una percha olvidada sujeta una funda que ha perdido su color. La abre y un traje, ya pasado de moda, aparece ante sus ojos llenando la habitación de momentos felices. Con él llevó a su hija al altar, ante la mirada de Manuela que era incapaz de apaciguar unas lágrimas que distorsionaban por completo su maquillaje.

            Comienza a vestirse tan rápido como sus torpes manos le permiten. A pesar de que el dolor de su espalda le susurra que vuelva a la cama, Fermín insiste en desafiar a esos huesos desgastados. Es el cumpleaños de Manuela y tiene que ir a verla. No puede dejarla plantada. Nunca lo ha hecho.

            Termina de vestirse. Peina el escaso cabello que cubre sus sienes y se echa el perfume que le regaló Manuela en las últimas Navidades. Se mira al espejo y, por un instante, sus huesos dejan de incordiar y se siente joven otra vez.

            Sale de casa al amparo de los primeros destellos de sol. A esa hora no tendrá problema en encontrar sitio en su cafetería habitual. Como siempre dice Manuela: a quién madruga dios le ayuda. Camina despacio, apoyado en el bastón que calma sus piernas, y toma el desvío hacia la panadería. Como cada año, compra la pequeña tartaleta de manzana que tanto le gusta a Manuela. Pide que se la envuelvan y la joven del mostrador, que ya le conoce, le regala una vela acompañada de una sonrisa. A pesar de tantos años juntos, Manuela no concibe un lugar mejor que esa pequeña cafetería para celebrar su cumpleaños. Ahí fue donde se conocieron y, a pesar de todos los cambios que ha sufrido la ciudad, parece como si ese rincón permaneciera ahí para salvaguardar su amor.

            Fermín sale de la panadería y continúa su camino. A pesar del sol, el aire frío de primeros de otoño se incrusta en sus rodillas. Tiene que detenerse en varias ocasiones para recobrar el aliento, pero la sonrisa de Manuela le hace continuar. Recuerda la primera vez que la vio. Aún eran unos chiquillos, pero desde el primer momento supieron que pasarían la vida juntos.

            Dobla la esquina y ve el pequeño café que acaba de comenzar un nuevo día. Empuja sus caderas hacia allí y el joven camarero, que aún está montando las mesas, le ayuda a subir el escalón de la entrada.

  • Buenos días, Fermín. Hoy ha madrugado mucho.
    • Es un día especial. ¿Ha llegado ya Manuela?
    • Aún no. Pero le acompaño a la mesa y le voy preparando un café para que entre en calor.
    • Gracias. Hoy es su cumpleaños, ¿sabe? Estará al llegar.
    • No se preocupe. Si quiere la llamo para avisarla de que usted ya está aquí.
    • Me haría un gran favor. Muchísimas gracias.

          
  El joven ayuda a Fermín a sentarse y desaparece detrás de la barra. Fermín ve cómo realiza la llamada mientras la emoción del gran día calienta sus entumecidos huesos. Se frota las manos y recoloca, sin necesidad, el traje. Espera mirando con una sonrisa las vidas que discurren a través de la ventana de la cafetería. El joven camarero se acerca y deja el café.

  • ¿Ha hablado con Manuela?- pregunta Fermín impaciente.
    • Sí, viene de camino.

            
El corazón de Fermín se encoge. Saca el pastel de su envoltorio y coloca la vela encima de uno de los trozos de manzana. La enciende con una de las cerillas que lleva en el bolsillo y da un trago al café. De pronto, la puerta se abre. Por un instante la ve. Joven y radiante. Viene apresurada. Nunca le ha gustado llegar tarde. Se acerca a la mesa, y cuando Fermín se fija en su sonrisa, un pinchazo en el fondo del estómago le paraliza los huesos.

  • Papá, menudo susto me has dado. Cuando me he levantado y vi que no estabas…
    • Pero…pero…es su cumpleaños, tenía que venir aquí. ¿Dónde está?
    • Papá, lo siento. Mamá ya no está con nosotros.

            
Las manos de Fermín comienzan a temblar. Manuela le ha dejado y ahora su cabeza también pretende abandonarle.

  • Venga papá, vámonos a casa. Celebraremos allí su cumpleaños.

            
Fermín se deja llevar. El bastón guía sus huesos desgastados entre las mesas sin esfuerzo. Sale de la cafetería y, a través de la ventana, ve cómo la vela se va apagando  hasta perderse entre los primeros visitantes matutinos del café.

Saltar

Saltar. Saltar y dejarse abrazar por el viento que huye de las hebras doradas que se desprenden de un sol de primavera marchito. Saltar y sentir cómo mis pies se despegan de un suelo que lija con crudeza cada centímetro de su piel desnuda. Sentir cómo cada uno de mis dedos se alarga para dejar paso al viento que los envuelve como una túnica de seda. Saltar al vacío y tener que cerrar los ojos por la fuerza con que el tornado del último adiós atraviesa cada una de mis débiles pestañas. Saltar y volar acompañada por la danza de júbilo de decenas de gaviotas que susurran mi nombre alrededor de este solitario faro.

No. No saltar. No saltar y dejar que el suelo cepille mis pies. Dar media vuelta y huir del viento que atraviesa el plumaje reluciente de las gaviotas y forma un sinfín de bosquejos de luz que se impregnan en el cielo añil hasta desaparecer borrados por alguna nube traicionera. Dejar que mis pies despojados de cualquier abrigo desciendan el tirabuzón de metal que me lleva a tierra firme. Que me lleva a la vida. No saltar y curar mis heridas en las salinas del océano hasta hacer desaparecer cada una de las grietas que atraviesan mi piel desde la planta de mis pies hasta el rincón más profundo y oculto de mi alma arrugada. ¿Seré capaz?

Saltar. Saltar y dejar que esas grietas se pierdan para siempre en el fondo del mar entrelazadas con gráciles hojas de coral. Dejarse llevar hasta la profundidad acompañada por peces aun sin descubrir que se preguntarán confundidos qué hago allí. Reposar mi inerte cuerpo en el centro de su mundo hasta formar parte de él, sabiendo que en el mío todo continuará su camino como si yo nunca hubiese existido.

O no. No saltar. Llenarme de osadía y permitir que esos peces sin descubrir continúen navegando en secreto mientras las gaviotas se alimentan de animales conocidos que planean como sombras bajo la superficie. No saltar y cubrir mis pies con los zuecos que descansan junto a la puerta entreabierta del faro para deshacer el camino andado. Un camino de tierra que rasga las rocas, las quiebra, las aplasta y las entierra mientras discurre autoritario hasta las pequeñas casas de pescadores curtidos por amaneceres fríos como la sonrisa de un verdugo o calientes como la náusea de un volcán. Me pregunto si merece la pena desandar lo andado, inmóvil en el borde del faro mientras el sol juega al escondite con el horizonte. Entre recuerdos tan vívidos como un primer beso, una manada de lágrimas huye al trote de mis pupilas indecisas.

Saltar. Saltar y dejar que el viento empuje esa manada hasta que se pierda en el canto de una gaviota. Secar mis mejillas con los rayos de sol que rebotan en el manto azulado que cubre los peces. Saltar y olvidar cada recuerdo como si nunca hubiese sucedido, como si yo no hubiese existido. Pero existo.

No saltar. No saltar y alejarme del faro. Regresar al abismo y trepar por sus resbaladizas paredes hasta que la piel de mis dedos seque sus muros. No saltar y nadar a contracorriente con todas mis fuerzas hasta que mis piernas se cubran de escamas. No saltar y ser un salmón. No saltar y ser una hormiga que soporta ochenta veces el peso de su cuerpo sin lamentos y sin apartarse de su camino. No saltar y ser un girasol que retuerce con brío su tallo para no perder nunca de vista su estrella guía. No saltar y ser. O saltar.

El fin de la búsqueda

  • La hemos encontrado.

Esas palabras le atravesaron el pecho y ascendieron por los recovecos de su garganta hasta rebotar en las paredes de su cráneo. Las manos le comenzaron a temblar y el teléfono móvil se deslizó entre sus dedos hasta caer en la mesa.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Juan mientras daba el último sorbo al café.
  • La han encontrado.

Juan se levantó de un salto y se acercó a ella con restos de café aun en los labios. La rodeó con ternura y Laura se desplomó contra su pecho. Comenzó a llorar. Había dedicado los últimos diez años a buscarla. Su pequeña. Una niña que había irrumpido en su vida demasiado pronto. Una niña a la que había tenido que abandonar arrastrada por una egoísta adolescencia y unos padres de puritanismo excesivo. Lloró sin poder hablar hasta que la vibración del teléfono hizo temblar la mesa. Levantó la vista y miró a Juan con temor. Él la besó en la frente y acercó el móvil. Una imagen de una joven de sonrisa cálida se dibujó en la pantalla. Sentada sobre un césped fresco se reía con entusiasmo mientras el viento trataba de arrebatarle su largo cabello castaño. Unos ojos entrecerrados se confundían a primera vista con el color de la hierba. Laura no pudo evitar que las lágrimas surgieran de nuevo.

  • Tiene tus ojos.- dijo Juan.
  • Es preciosa.

Permanecieron sin hablar hasta que un mensaje apareció sobre la imagen de su pequeña. Unas letras formaban la dirección que había estado buscando durante años.

  • Es una residencia universitaria.- dijo Juan- Si salimos ahora llegaremos allí por la noche.

Laura lo miró asustada. Se limpió las lágrimas y contempló la imagen de nuevo. Había pasado noches enteras en vela pensando en el momento en que la tuviera delante. Algunos días había llegado a darse por vencida pero el vacío del fondo de su estómago la había obligado a retomar la búsqueda en cada ocasión. Y Juan siempre había estado ahí para apoyarla. Desde aquel día en que había reunido el valor necesario para contárselo, la había ayudado sin reproches.

  • Ve a ducharte mientras yo hago la maleta.

Juan la besó en la frente y limpió el resto de sus lágrimas. Laura continuaba con los ojos clavados en la imagen de su pequeña. Hacía casi veinte años desde que aquel embarazo había cambiado su vida. Una vida entre clases de instituto y fiestas con sus amigos. Había ocurrido en una de esas fiestas a la que sus padres le prohibían asistir. Unos padres que nunca la habían perdonado y para los que esa niña era fruto de la vergüenza más infame. Aunque en aquel momento el abandono de su pequeña había sido un alivio, años después el vacío de su estómago la había obligado a ir en su busca.

Laura se dirigió al baño y se dejó acariciar por el agua caliente. La imagen de su pequeña permanecía grabada en sus retinas. ¿Sería feliz? ¿Pensaría en ella? Había imaginado miles de veces qué le diría al verla por primera vez, pero ahora que había llegado el momento no sabía si las palabras encontrarían el camino. Cuando salió del baño, Juan estaba terminando de cerrar la bolsa de viaje. Sonrió con delicadeza.

  • Vamos, aun tardaremos unas cuantas horas en llegar.

Salieron del apartamento y subieron al vehículo. Laura se movía por inercia. En su cabeza, esos ojos de color hierba le impedían ver nada más. Viajaron durante horas en silencio. Los pensamientos de Laura se movían a mayor velocidad que el paisaje que se deslizaba a través de la ventanilla. El vacío de su estómago se iba transformando poco a poco en una pesada losa. Una lágrima solitaria se escapaba de vez en cuando a través de sus pupilas hasta ser borrada por la sonrisa cálida de Juan. A mitad de camino se detuvieron en un área de servicio. Laura no podía comer pero Juan la obligó a pedir un café.

  • ¿Te encuentras bien?
  • No lo sé. Hace tanto que espero este momento que no sé cómo hacerlo.
  • Todo saldrá bien.
  • ¿Crees que podrá perdonarme?
  • Estoy seguro. Eras una niña. Lo entenderá.

Laura cerró los ojos y trató de terminarse el café. Tras pagar la cuenta emprendieron de nuevo el viaje. Continuaron a través de carreteras silenciosas y árboles inmóviles. De pronto, un ruido se coló a través del salpicadero y el volante comenzó a temblar.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Laura.
  • Creo que hemos pinchado.

Continuaron unos minutos atravesando baches invisibles hasta la salida de la autopista. Juan detuvo el vehículo y suspiró contrariado. Bajó y comprobó la rueda delantera.

  • Puedo cambiar la rueda de repuesto pero aun quedan muchos kilómetros.
  • ¿Y qué vamos a hacer?
  • Buscaré el taller más cercano, a ver si tenemos suerte.
  • Tenemos que llegar ya.

Juan la miró con resignación. La rueda aguantaría el camino pero tendrían que ir más despacio. Suspiró y asintió con un gesto sutil. Laura permaneció de pie en silencio mientras Juan completaba la tarea. A pesar del aire cálido, su cuerpo no dejaba de temblar y la losa de su estómago se hacía cada vez más pesada. Al terminar emprendieron de nuevo su camino mientras el sol iniciaba su lenta huida hacia la noche tras los árboles inmóviles.

Pasaron otro par de horas hasta que el cartel con el nombre de la ciudad que habían estado buscando apareció ante ellos. Se deslizaron despacio entre las calles abarrotadas de jóvenes animados. Se detuvieron en varios semáforos hasta que un imponente edificio de piedra gris les mostró las letras que habían aparecido esa misma mañana en su móvil. Juan estacionó el vehículo.

  • ¿Estás bien?

Sin dar ninguna respuesta Laura bajó del coche. Contempló de nuevo la imagen de su pequeña. Grupos de jóvenes charlaban animados sobre la fresca hierba del jardín bajo la luz de las farolas.

  • Déjame el móvil que voy a preguntar si alguien la conoce.- dijo Juan.

Laura le dejó el teléfono entre dudas. Nunca había imaginado que sería tan difícil. Los brazos de Juan la envolvieron con suavidad y la losa de su estómago se hizo un poco menos pesada. Tras acariciar su mejilla, Juan se acercó a unos jóvenes que escuchaban música sentados en un banco de piedra.

  • Disculpad. ¿Conocéis a esta chica?

Miraron la fotografía hasta que uno de ellos contestó.

  • Sí. Es Emma, debe de estar en la cafetería. ¿Ha hecho algo malo?

El resto de chavales se rieron a carcajadas. Juan se acercó a Laura y la guió hasta la cafetería. La losa de su estómago aumentaba con cada embestida de los latidos de su pecho. Al llegar a la puerta, Laura se detuvo y miró a través del cristal. Los ojos verdes como la hierba aparecieron ante ella haciendo estallar la pesada losa en mil pedazos. Su pequeña permanecía de pie, apoyada en la barra, hablando con un joven de mirada pálida. El largo cabello castaño danzaba sobre sus hombros con cada sonrisa que se escapaba de sus labios. El cuerpo de Laura comenzó a temblar cómo nunca antes lo había hecho. Juan abrió la puerta y la invitó a entrar. Laura retrocedió un paso.

  • No puedo hacerlo.

Con el corazón paralizado, los pies de Laura dieron media vuelta y su cuerpo se deslizó a través de los jóvenes que reían sobre la hierba fresca del jardín.

Julia ya no está…

La tarde estaba a punto de partir. El sol comenzaba a acurrucarse bajo su sábana de terciopelo azul. Pescadores cansados y quemados por el sol apilaban sus pequeñas barcas para regresar al descanso del hogar. Un vivaracho perro de ébano corría feliz formando imposibles dibujos sobre la arena, perseguido por un niño incapaz de alcanzarle. El agua tranquila componía una pausada melodía interrumpida por el canto de las gaviotas. Un par de jóvenes corrían sudorosos entre risas por el paseo teniendo que esquivar a una pareja de enamorados entregados a un beso eterno. Grandes barcos se posaban a lo lejos como pequeñas manchas sobre el horizonte. Y yo, sentado en ese descolorido banco de recuerdos tan felices, contemplaba toda la escena sin ser parte de ella.

– Estas aquí. Todos te estamos buscando.

– Lo siento, no puedo hacerlo.

– Tenemos que irnos. El funeral va a empezar. Julia hubiese querido que estuvieses allí.

– Julia ya no está.

– Tienes que intentarlo. Por los niños. Te necesitan.

– Me quedaré aquí.

– No estás solo, ¿lo sabes, no?

– Pero Julia ya no está.