Fantástico

Primera cita

Cuando la melodía del teléfono móvil atravesó el bolsillo del pantalón de Sara, el libro de Filosofía que descansaba bajo su brazo resbaló hasta estamparse contra la deportiva morada que le habían regalado por Navidades. En la pantalla, la imagen de su madre esperaba sonriente una respuesta.

  • Hola mamá. Estoy saliendo de clase.- contestó mientras salvaba a Platón y a su pandilla de ser engullidos por las desgastadas escaleras del instituto.
  • Solo quería saber cómo te había ido en el examen.
  • Bien, mamá.
  • Me alegro mucho, hija. Ya sólo nos queda uno más para graduarte. Estoy muy orgullosa de ti. ¿Que quieres que te prepare para cenar?
  • Mamá, ¿lo has olvidado? He quedado con Fran.
  • Ah, es verdad. ¿Estás segura de que quieres ir?
  • Pero ¿qué dices? Claro que estoy segura.
  • Sólo me preocupo por ti. Ten mucho cuidado.
  • Vale ya, mamá.
  • Si no te sientes preparada puedes venir a casa.
  • ¿Preparada? Si por fin me ha invitado a salir.
  • Está bien. Que te diviertas. Pero si te sientes incómoda llámame e iré a buscarte.
  • Vale, nos vemos después. Adiós.

Colgó el teléfono y guardó la preocupada voz de su madre en el bolsillo del pantalón vaquero. Bajó las escaleras y salió del edificio de ladrillo que la había retenido los últimos años. Un examen más y se olvidaría por completo de esas paredes pintadas de crueldad adolescente. El cargante sol de verano se imponía con fuerza ante la agotada primavera, y decenas de cuerpos novatos refrescaban sus espaldas en la hierba sin arreglar del jardín. De pronto vio a Fran. Charlaba animado con otros dos jóvenes de su clase bajo la sombra de uno de los almendros del parque. Se acercó nerviosa.

  • Sara, ¿ya has salido? ¿Que tal te fue?
  • Mejor de lo que esperaba, la verdad.
  • Sabía que te saldría bien.

Fran bajó la vista y una sonrisa se escapó avergonzada por la comisura de sus labios.

  • ¿Estás lista para ir a ver la última de John Carpenter?
  • No sé si lista es la palabra, pero sí.

Emprendieron el viaje hasta el centro comercial mientras se alejaban de la mirada curiosa de los dos jóvenes bajo el almendro. Durante el camino, Fran echaba a volar sus palabras mientras Sara asentía sin dejar de prestar atención. No se le daba bien hablar. Se detuvieron en el semáforo frente al centro comercial. El sol comenzaba a perder su fuerza y una brisa suave se colaba entre los cantos de los pájaros. Cuando el sonido del monigote verde les invitó a cruzar, Fran tomó la mano de Sara con dulzura mientras una sonrisa aterradora se dibujaba en su rostro. Sara se estremeció y se liberó asustada.

  • ¿Estás bien?- preguntó Fran sin rastro de esa cruel sonrisa.

Sara asintió y continuó caminando a su lado. El cielo comenzó a oscurecerse bajo nubes de un gris furioso y los pájaros cesaron su voz. Cuando llegaron a la puerta, Fran deslizó su mano sobre el hombro de Sara para invitarla a entrar. Volvió a estremecerse pero, en el momento en que intentó alejarse, la mano apretó con más fuerza. Miró a su hombro y comprobó que aquello que la retenía ya no era una mano. Unos dedos torcidos coronados por garras afiladas bañadas en sangre se hundían en su piel. Un dolor agudo le recorrió la espalda hasta el fondo del estómago. Miró a Fran pero su rostro había desaparecido. Ante ella, unos ojos enormes sobresalían de unos rasgos deformados por decenas de llagas que escupían un líquido denso y amarillento. Las palabras alegres de Fran se habían convertido en charcos de saliva que huían de unos colmillos ansiosos hasta depositarse en la delicada piel de Sara. Un grito se le escapó de la garganta y empujó a aquella cosa con todas sus fuerzas. Consiguió soltarse de esa garra pero sus pies no se pusieron de acuerdo y su huida finalizó en el suelo.

Un rugido feroz bañado en saliva se escapó de aquella cosa empujado por su áspera lengua y atravesó el cielo gris. Los brazos de Fran comenzaron a hincharse y su pecho emprendió una violenta fuga a través de los jirones de su camiseta. Heridas abiertas se dibujaban en él y desgarraban sus ropajes. Sara no podía moverse. Con un último rugido la enorme lengua devoró por completo el inocente cuerpo de Fran. Una inmensa bestia con la piel inundada por cráteres de pus furiosos comenzó a acercarse a Sara. Cuando la colérica saliva de aquellos colmillos le salpicó el rostro y la cortante lengua desgarró su mejilla, un chillido incontrolado le atravesó el estómago. Sin pensarlo, Sara lanzó su pierna contra el monstruo y la deportiva morada se hundió en uno de los agujeros de su pecho hasta que la enorme lengua retrocedió. Sara se arrastró por el suelo hasta que sus pies llegaron a un acuerdo y la empujaron a correr. Entró en el centro comercial tratando de pedir ayuda pero no había nadie. El silencio se rompía por el estruendo de su respiración. Corrió entre escaparates vacíos hasta que un nuevo rugido atravesó el aire y se estrelló en los cristales de las tiendas desiertas convirtiéndolos en una lluvia afilada. Sara miró hacia atrás. La bestia había duplicado su tamaño. Se precipitaba hacia ella subida en sus cuatro patas haciendo estremecer el suelo a cada zancada. Corrió hasta llegar a los baños. Entró y se escondió en uno de ellos. Cerró la puerta y se subió a la taza del váter. Las lágrimas manaban por sus mejillas sin rumbo y su pecho se afanaba en controlar el ritmo desbocado de su corazón.

Un golpe seco en la puerta del baño la paralizó. Otro golpe hizo que su pecho perdiera el control de sus latidos. Uno tras otro, los golpes se iban dibujando en la fina puerta que la separaba de lo que antes había sido Fran. Grietas cada vez más grandes deformaban esa puerta y daban paso a aquella lengua bañada en odio. Cuando el último trozo de madera desapareció ante ella, Sara cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas.

  • ¡Sara! ¿Puedes oírme? ¡Sara! Por favor, mírame. Soy mamá.¡Sara!

Sara abrió los ojos despacio. La bestia había desaparecido. La puerta del baño estaba intacta y los ojos húmedos de su madre le hablaban preocupados.

  • Sara, mi niña. Soy yo. Todo va a estar bien.
  • ¿Mamá? Había una bestia…

Rompió a llorar y se desplomó entre los brazos de su madre.

  • Está bien cariño. Nos vamos a casa.

Hundida en su cálido pecho se dejó llevar. Salieron del baño y vio el rostro aterrorizado de Fran. Se abrazó con fuerza a ese pecho y cerró los ojos.

  • Fran era un monstruo…
  • Lo sé mi niña, lo sé. Algún día todo cambiará. Pero es demasiado pronto aun.
  • No lo entiendo…
  • Lo harás. Con el tiempo recordarás y serás capaz de hacerlo. Y cuando estés preparada podrás salir otra vez con un buen chico. Pero aun no es el momento.
  • Quiero irme a casa…

Su madre la abrazó con fuerza y salieron del centro comercial ante las miradas desconcertadas de decenas de jóvenes. El sol se posó sobre ellas mientras los pájaros cantaban alborotados por la llegada del verano. Sara giró la cabeza y vio a Fran a lo lejos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras su rostro de niño asustado se despedía de ella.

La noche del lobo

En el momento en que cruzo la puerta y hundo los pies en la noche, los grillos cesan su canto. La parpadeante luz de las farolas da paso por momentos a la claridad de la luna llena. El martilleo de mis tacones atraviesa el silencio hasta perderse en la profundidad del bosque. Continúo mi viaje hasta que un afilado aullido silencia mis pasos. Las farolas están a punto de llegar a su fin para dar la bienvenida a provocadores árboles que se retuercen bajo la luz de la luna. Unas suaves pisadas sobre las hojas del estrenado otoño emergen entre los troncos hasta convertirse en dos círculos de fuego que me miran desafiantes. Permanezco inmóvil mientras un inmenso lobo negro como el asfalto se detiene ante mí. Pienso en correr pero esos ojos me lo impiden. Saben lo que voy a hacer. De pronto, el fuego de su mirada se desvanece y la bestia oculta de nuevo sus pisadas sobre las hojas del otoño. Cuando el miedo libera mis músculos, emprendo de nuevo el camino hasta que el martilleo de mis tacones se pierde en una débil melodía que traspasa las inquietas ramas. Estoy cerca. Mi corazón comienza a latir más deprisa. Me detengo cuando el cielo se tiñe de rojo por el brillo de un enorme cartel que se descuelga sobre una fachada de piedra mugrienta. En su entrada, una manada de furiosos lobos y ojos incandescentes me rodean indicándome el camino.

Cuando la puerta se abre, un olor a miedo y desolación invade mis pulmones. Figuras de las que no consigo ver su rostro se mueven agónicas a mi alrededor al ritmo de tambores invisibles, intentando huir de algo que no puedo comprender. Los latidos de mi corazón se intercalan con la percusión de esos tambores que resuenan en cada una de las sangrantes paredes. De pronto mis ojos se detienen en Él. Está sentado en un trono de piedra enmohecida que se alza sobre esas figuras sin rostro. Unos colmillos voraces asoman entre sus labios pero la persistente melodía me impide oír lo que dice. Me acerco despacio mientras esquivo a esas figuras que me observan extasiadas. Cuando llego hasta Él, sus ojos negros como el alquitrán se levantan tranquilos hasta que su enorme tamaño hace que me sienta más pequeña que nunca a su lado. Sus torcidos y largos dedos me acarician el rostro y limpian una solitaria lágrima que se ha escabullido entre mis pestañas. La música me retumba en el pecho y mi respiración se ahoga en ella. A pesar del miedo y del dolor que desgarran mi cuerpo, deslizo la mano hasta sentir el frío tacto del acero que se esconde bajo mi espalda. Justo en el momento en que sus labios se unen a los míos dejo que el puñal atraviese su torso. Decenas de aullidos desolados silencian el repicar de los tambores y todo se desvanece a mi alrededor mientras sus ojos se vacían ante mí. El grito de rabia que se escapa de mis entrañas me lleva de nuevo al punto de partida.

Camino por la estrecha acera del pueblo bajo la tenue luz de las farolas que parpadean a mi paso. La luna resplandece con intensidad y el canto de los grillos acompaña la suave brisa de principios de otoño. El ruido de mis pisadas se pierde entre los murmullos que emergen de las ventanas de hogares con vida. Un gato negro como la noche interrumpe mi paso y dos ojos brillantes se pierden despavoridos en la oscuridad del bosque. Las casas se desvanecen y dan la bienvenida a una pequeña carretera que se desliza con calma hasta llegar al único bar del pueblo. Mi corazón late aterrado al compás de la melodía de los grillos que se enreda entre los tranquilos árboles que acompañan mi viaje. Continúo mi camino guiada por la luz de la luna hasta que las letras torcidas del cartel luminoso me indican el final de mi trayecto. Un grupo de hombres charlan animados en la puerta del bar y sus risas exageradas se entrelazan con la indescifrable música que brota del interior. La luz rojiza ilumina la fila de coches aparcados entre los que se encuentra el suyo. Los hombres se apartan sin reparar en mí y me adentro en el local. El olor a alcohol y a humanidad impregna la melodía que se pierde entre las alteradas voces de la multitud. Un grupo de jóvenes juega al billar entre risas. Recorro el lugar con la mirada hasta que mis ojos se detienen en Él. La vieja barra de madera sostiene su equilibrio mientras intenta comunicarse con la camarera ya entrada en años. Mi respiración se vuelve más intensa y retumba en mi cabeza apagando las voces del exterior. Sus ojos ebrios y a medio abrir se transforman cuando ven mi rostro. Una ráfaga de furia los atraviesa por un instante hasta hundirse de nuevo en un océano de alcohol. Me acerco despacio mientras el bullicio intercalado con la música aplaca las embestidas de mi aliento. Balbuceos indescifrables se pierden entre sus temblorosos labios mientras una lágrima solitaria se escabulle entre mis pestañas. Cierro los ojos y dejo que unas mortales palabras broten desde el fondo de mi espalda y atraviesen su torso.

  • Quiero el divorcio.

Tomasín

Aquel día Lucas se sentía el niño más afortunado del mundo. Más afortunado aun que su primo Andrés, al que Papá Noel le había regalado unos patines con tantas luces que podía usarlos por la noche. Salió al trote del colegio con Tomasín entre sus brazos. Era la mascota de la clase. Un rinoceronte de peluche con un pelo tan suave que podría dormir días enteros abrazado a él, y una pajarita roja alrededor de su ancho cuello que le hacía el más elegante de todos los rinocerontes. Durante el curso, cada niño de su clase se había llevado a Tomasín a casa durante todo un fin de semana, y por fin había llegado su turno. Como su apellido se encontraba entre las últimas letras del abecedario siempre le tocaba esperar al final para todo. Hasta tenía que sentarse al fondo de la clase, a pesar de lo mucho que le gustaba estar cerca de la Señorita Inés.

Tomasín sonreía entre sus brazos. Iba a ser un gran fin de semana. Lo había estado preparando durante meses. Irían juntos al parque y luego a comer un helado. Hasta le había hecho prometer a su madre que los llevaría a casa de tía Marta para enseñárselo a Andrés. Siguió corriendo hasta el final de la calle alzando a Tomasín lo más alto que podía para que pudiera disfrutar de la velocidad tanto cómo él. Pero justo cuando se disponía a girar hacia el callejón que llevaba a su casa, el siempre desatado cordón de su zapato se burló de él por enésima vez, y vio con horror cómo Tomasín salía disparado de sus manos y se dirigía sin remedio a un gran charco de agua que le esperaba con los brazos abiertos. Vio la mirada de terror de Tomasín cuando su cuerpo rebotó contra uno de los contenedores que custodiaban el charco y terminó zambullido de narices en el mismo.

Lucas se levantó sin fijarse siquiera en la sangre que asomaba de su rodilla y corrió veloz para rescatar a Tomasín. El agua negra se había incrustado en cada uno de sus pelillos y toda la elegancia que la pajarita roja le otorgaba se había desvanecido. Comenzó a llorar desconsolado. Las enormes lágrimas le nublaban la vista hasta impedirle ver al pobre Tomasín. Sentado en el suelo tuvo que aguantar a los chicos de quinto curso que, cuando le vieron, comenzaron a reírse y a dirigirle insultos que su madre no le permitía ni pensar.

Cuando al fin se cansaron, le dejaron allí tirado con Tomasín hecho un trapo. Recuperado el aliento, comenzó a incorporarse despacio con cuidado de no hacerle más daño, hasta que una voz le interrumpió:

  • Eh, tú!! ¿Necesitas ayuda?

Se giró para ver de dónde venía esa peculiar voz, pero no vio a nadie.

  • Sí, tú!! El niño que parece un cuadro.
  • ¿Quién es?- preguntó Lucas asustado.
  • Mira dentro del contenedor, ¿quieres?. Que yo solo no puedo salir.

Lucas apretó a Tomasín contra su pecho y comenzó a retroceder poco a poco.

  • No tengas miedo. Puedo ayudar a tu amigo.
  • Pero ¿quién eres?
  • Si te lo dijera no me creerías, por eso es mejor que te acerques y lo veas por ti mismo.

Lucas sujetó más fuerte aun a Tomasín y comenzó a acercarse al enorme cubo verde con pequeños pasos. Intentó abrir la tapa pero era muy pesada para él, y su escasa estatura tampoco ayudaba. Buscó a su alrededor y encontró una vieja caja que nadie usaba desde hacía mucho tiempo. La acercó como pudo al borde, se subió a ella y lo intentó de nuevo. A pesar de sus esfuerzos, con una sola mano no era capaz de abrirlo. Después de mucho pensar, apoyó a Tomasín en una ventana y repitió la operación, ahora con las dos manos. Al fin lo consiguió.

De puntillas, asomó la cabeza a su interior pero no vio nada.

  • ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?- preguntó temeroso.

El montón de basura comenzó a moverse hasta que un par de ojos amarillos y brillantes le apuntaron directamente.

  • Vamos, ayúdame a salir de aquí.
  • ¿Que… eres..?
  • Que soy, que soy, … Sácame de aquí y procura que no te vea nadie.

Lucas levantó la vista y comprobó que estaba solo. Volvió a mirar a aquella extraña criatura. Lo único que podía distinguir era una gran bola de pelo adornada con esos dos encendidos ojos que lo miraban expectantes.

  • Venga muchacho, que no tenemos todo el día.

Al fin metió la mano dentro del contenedor. Al instante notó un pelaje húmedo que trepaba por su brazo. Cuando estuvo fuera, lo dejó en el suelo. La pringosa bola de color marrón comenzó a sacudirse como si de un perro se tratara. No tenía piernas y entre su mugriento pelaje, un par de brazos tan delgados como palillos, parecían estar a punto de desprenderse de su cuerpo en cualquier momento.

  • Hueles muy mal.- dijo Lucas.
  • ¿Que esperabas? ¡¡Llevo días atrapado en este contenedor!!
  • ¿Quien eres? ¿Por qué puedes hablar?
  • Mi nombre es Patapié.
  • Yo me llamo Lucas. ¿Eres un animal?
  • Lo que soy no importa. He escuchado lo que le ha pasado a tu amigo. Parece que no se encuentra muy bien.

Patapié comenzó a rodar y se acercó a la ventana dónde se encontraba Tomasín.

  • Bájalo para que pueda echarle un vistazo.

Lucas obedeció. Tumbó a Tomasín al lado de la parlante criatura que se hacía llamar Patapié y esperó con atención.

  • Vaya, te has dado un buen golpe,Tomasín. ¿Puedes oírme?.
  • ¿Cómo va a oírte? Es un muñeco.

Patapié clavó sus amarillos ojos en él y comenzó a refunfuñar. Luego acercó su diminuta boca al oído de Tomasín y susurró algo que Lucas no pudo entender. Cómo por arte de magia, éste comenzó a respirar. Su mojada tripa se movía despacio al ritmo de cada inspiración. Movió los brazos muy lento y, poco a poco y con la ayuda de Patapié, se incorporó hasta quedar sentado. Con una de sus pezuñas se limpió la cara y luego suspiró.

  • Ay…Me duele todo.
  • ¿Puedes hablar…?- preguntó Lucas asombrado.
  • Claro, todos podemos hablar, aunque nunca lo hagamos.
  • ¿Pero… cómo es posible?.
  • Es nuestro trabajo. Entretenemos a los niños y les damos todo nuestro afecto. Y cuando ya no nos necesitan volvemos a nuestra forma original, que es la que estás viendo ahora mismo.
  • Andrés no se lo va a creer.- dijo Lucas eufórico.
  • No se lo puedes contar a nadie, ¿me oyes?- contestó enfadado Patapié.
  • Pero…
  • Ni pero ni nada. Si se lo cuentas a alguien tendremos que desaparecer. ¿Lo entiendes?.

Lucas bajó la cabeza. A pesar de la decepción de no poder compartir ese increíble descubrimiento con Andrés, tuvo que aceptar. Tomasín se encontraba mucho mejor y consiguió ponerse de pie. Se limpió como pudo con sus pequeñas pezuñas y se ajustó la pajarita.

  • Un buen baño y estaré cómo nuevo.
  • Yo puedo bañarte en casa.- dijo Lucas.
  • Perfecto. Pero con jabón de verdad, y no ese que usáis para la ropa que escuece en los ojos.

Patapié hizo una especie de reverencia a modo de despedida:

  • Cómo veo que todo ha quedado en un susto, ya me puedo ir. Ah, y muchas gracias muchacho por sacarme de ese cubo. Unos desalmados me tiraron hace un par de días y no veía la manera de salir.
  • De nada.- contestó Lucas.- Aunque a ti también te vendría bien un baño.
  • Yo ya no hago esas cosas muchacho. Mejor me voy a casa que estarán preocupados por mí.
  • Espera, ¿Hay más cómo tú? ¿Dónde vives? ¿Puedo ir?- gritó Lucas emocionado.
  • Para el carro muchacho. Eso mejor lo dejamos para otro día.

Sin decir nada más, Patapié comenzó a rodar veloz por el callejón hasta perderse entre unos arbustos. Lucas miró a Tomasín y, tras pedirle permiso, lo tomó entre sus brazos para llevarle a casa.

  • ¿Vas a seguir hablando conmigo?- preguntó Lucas.
  • No debería, mi trabajo es…
  • Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Andrés.

Tomasín se acurrucó contra su pecho y le guiñó uno de sus negros ojos:

  • Creo que por un fin de semana puedo hacer una excepción.

La Gran Batalla

  • Disculpe Señor, ¿está listo? Casi es la hora.
  • Estoy más que listo. Aunque nunca llegaré a entender el porqué de este paripé.
  • Así está escrito desde el inicio de los tiempos, Señor.
  • Muy bien, que empiece el espectáculo.

Dio un último vistazo al espejo y se ajustó el nudo de la corbata. Parecía eufórico. La victoria flotaba en su joven mirada. Le vi terminar de colocarse el pelo y de peinarse las cejas. Arrimé la puerta con cuidado y salí de su camerino para ir al campo de batalla y acomodarme en la pequeña butaca que me había agenciado para disfrutar del gran evento.

La hierba del flotante y cuadrado espacio estaba recién cortada y su olor se escuchaba a través de la algarabía que esperaba ansiosa. Cuatro enormes farolas colocadas en sus cuatro esquinas enfocaban un punto en el medio donde un pedestal de madera encumbraba al Señor Tiempo. Enfundado en su traje dorado miraba impaciente su pequeño reloj de bolsillo. A pesar de que yo lo había intentado más de una vez, sólo el era capaz de descifrar la hora que se escondía entre sus engranajes. Alzó la vista sonriente y apartó su larga y blanca melena para esconder el reloj entre los pliegues de su chaleco. Extendió los brazos y comenzó a hablar:

  • Queridos Amigos. Estamos aquí como cada año para presenciar la Gran Batalla que guiará nuestro destino durante los próximos doce meses. Siempre es un honor para mí presentar este magnífico evento ante ustedes. Les muestro mi más profundo agradecimiento por haber venido. Sin más dilación, procedo a presentar a los magníficos combatientes de este año.

Los aplausos resonaron por todo el campo deleitando el orgullo del Señor Tiempo.

  • Por un lado, es un placer presentarles al, por todos conocido, Señor Año Viejo, que nos ha regalado buenos momentos, aunque, todo hay que decirlo, ha decidido brindarnos alguna que otra calamidad. Unas cuantas más bien. ¡Con todos ustedes, el Señor Año Viejo!

El alboroto bajó de intensidad y la multitud pareció decepcionada. Al fondo del campo una silueta empezó a dibujarse. Un hombre apoyado en un torcido bastón de madera comenzó a arrastrar sus pasos hasta el pedestal del Señor Tiempo. Su pelo gris se confundía con el gris de sus ojos. Las grietas de su piel podían verse desde lejos. Llegó al pedestal e hizo una reverencia.

  • Querido Señor Año Viejo. Me alegra mucho tenerle aquí con nosotros. Han sido doce largos meses donde ha realizado un duro trabajo.
  • Y podría seguir haciéndolo doce meses más. Para variar.
  • Ja,ja,ja,ja… Siempre ha sido usted un bromista. Pero paciencia, esperemos a ver que ocurre en la batalla.

El gentío murmuraba nervioso. El Señor Año Viejo nunca les había gustado y esperaban con ansia despedirse de él esta noche.

  • Bueno, continuemos.- dijo el Señor Tiempo.- El otro de nuestros queridos combatientes es el magnífico y jovial Señor Año Nuevo!!.

La multitud estalló. El campo comenzó a temblar y hasta las hierbas bailaban al son de los aplausos. Por el lado opuesto al que se había manifestado el Señor Año Viejo, un joven salió al trote hacia el pedestal. A cada brinco que dedicaba a su público éste iba enloqueciendo más y más. Gritos de admiración chocaban contra el pecho del joven y le hinchaban de seguridad. Su alisado rostro solo era interrumpido por la confiada sonrisa que lo atravesaba. Y su engominado cabello había decidido permanecer en el sitio que le correspondía para no estropearle semejante ocasión. Llegó al pedestal casi sin aire y saludó al Señor Tiempo.

  • ¡¡¡Bienvenido Señor Año Nuevo!!! Veo que viene con energía para enfrentarse a cualquier cosa.
  • Por supuesto. Hoy es mi noche. Y he de añadir que voy a hacerlo mucho mejor que el presente Señor Año Viejo. Sin ánimo de ofender.

El Señor Año Viejo asintió y le devolvió la mirada con firmeza. El bullicio de la muchedumbre fue interrumpido por el trepidante canto de unas campanas que acallaron a los presentes.

  • La hora ha llegado- gritó el Señor Tiempo.- Aquel que permanezca en pie con el último susurro del tañido de la última campanada será nuestro guía en los meses venideros. ¡¡¡Que dé comienzo La Gran Batalla!!!

El alboroto tomó la palabra al Señor Tiempo y los Señores Año Nuevo y Año Viejo dieron comienzo a su lucha. El Señor Año Nuevo, con sus ágiles y rápidos movimientos, golpeaba una y otra vez al Señor Año Viejo. A cada golpe una ovación recorría el campo hasta manifestarse en la cara del Señor Tiempo. Pero el Señor Año Viejo continuaba en pie apoyado en su bastón de madera. Tañido a tañido, recibía los golpes con la mirada empañada en sangre fija en su adversario. Con el estruendo de la última campanada el Señor Año Viejo cerró los ojos y, apretando los dientes con fuerza, agarró el bastón con las dos manos. El Señor Año Nuevo ni siquiera vio venir el golpe que se asentó en el centro de su garganta y le hizo caer al suelo acompañado por el susurro del último toque de campana.

El silencio corrompió el lugar. El Señor Tiempo fijó su vista aterrado en la tersa cara que yacía sin vida ante sus pies. El Señor Año Viejo, de rodillas y con los ojos aun cerrados, se incorporó apoyándose en su bastón; y, a paso lento, comenzó a abandonar el campo rompiendo el silencio con sus débiles pisadas sobre la hierba que había dejado de bailar.

El Viaje

Al fin había llegado el día. Había visto expectante a muchas de sus hermanas desprenderse de las ramas maternas, siempre felices, para explorar el bosque y vivir miles de aventuras. Ahora era su turno. Con el tiempo se había convertido en una hoja fuerte y sana. Su perfil estrellado enmarcaba su belleza, y su color cobrizo reflejaba los rayos de sol al igual que esas pequeñas monedas que alguna vez había visto brillar a los pies de su madre. Su madre, el “ejemplar de arce más grande conocido”, según le había oído decir a cientos de visitantes a diario. Ésta le había asegurado en múltiples ocasiones que grandes sorpresas la aguardaban, pero ahora que había llegado su día estaba tan emocionada como asustada.|

  • ¿Estás lista?
  • Creo que sí- respondió nerviosa.

Miró hacia abajo y vio a varias de sus hermanas. La esperaban impacientes mientras bailaban y correteaban en círculos coreando su nombre. ¡¡Ari, Ari, Ari!! Cerró sus diminutos ojos y sonrió.

  • Adelante mamá.

La acarició por última vez y, con un chasquido casi imperceptible, soltó su pequeño tallo. Mientras se balanceaba en su camino hacia el mundo, el aire le olía a nuevo e incluso el canto de los pájaros que siempre la habían acompañado, sonaba a una alegre despedida. Se sentía feliz. Sus hermanas continuaban con su danza y ella disfrutaba de cada segundo de su descenso. Pero un capricho del destino hizo que una descarada ráfaga de viento la golpeara por la espalda e interrumpiera su caída con brusquedad. Comenzó a girar sobre sí misma mientras se revolcaba con ese estúpido viento que la zarandeaba sin permitirle defensa alguna. Escuchaba los gritos de sus hermanas cada vez más lejos. Ya no podía verlas. Su cuerpo daba vueltas sin rumbo a merced de esa inoportuna ráfaga que parecía pasarlo en grande. Y tras un último y enérgico empujón, la soltó con fuerza haciendo que su ligero cuerpo saliera despedido hacia el brillante cielo azul. Cerró los ojos. Sus propios chillidos acallaban la voz de sus hermanas y el aire, que le había resultado tan placentero hacía solo un instante, había perdido todo su olor. Cuando al fin fue capaz de abrir los ojos, se arrepintió al momento. Una enorme masa de agua enfurecida se acercaba a ella a gran velocidad para devorarla sin remedio.

Se zambulló en el río. El golpe inicial fue seguido de otros muchos asestados por el rabioso cauce que la empujaba a uno y otro lado. Su frágil cuerpo chocaba con las enormes piedras que recortaban el paso del río. Cada vez que trataba de salir a flote, un nuevo empujón la devolvía al fondo. Estaba aterrada.

  • ¡Agárrate a una piedra!

Le pareció escuchar una voz en la lejanía, pero no podía ver nada. Seguía dando tumbos y su cuerpo golpeaba cada roca con más fuerza que la anterior.

  • ¡Trata de sujetarte a una piedra!- escuchó de nuevo.

Quizás se trataba de su propia voz o quizás era la de su madre tratando de salvarla, pero fuera como fuese intentó seguir su consejo. Cogió fuerzas y asomó la cabeza al exterior por un instante. A menos de un metro, la luz del sol le señaló una redonda y pulida piedra que sobresalía del agua. Entre sacudida y sacudida tomó impulso y dirigió su cuerpo hacia ella. El choque fue tremendo, pero con las puntas de sus manos consiguió adherirse a la roca y aguantó las incesantes embestidas del agua. Como pudo, fue reptando muy despacio por la lisa superficie hasta dejarse caer rendida bajo ese apacible rayo de sol.

  • Te lo dije. Hay que agarrarse a las piedras.

Se incorporó despacio. Una pequeña hoja de roble le observaba sentada sobre una roca uniforme. Su delgado cuerpo se apoyaba sobre un montón de finas ramas cortadas todas del mismo tamaño.

  • ¿Quién eres?- preguntó Ari tratando de recuperar el aliento
  • Me llamo Robie. En menuda te habías metido.-sonrió.
  • Soy Ari. El viento me arrastró hasta el río.
  • Nos ha pasado a todos.
  • Tengo que volver.
  • Eso va a estar complicado. Una vez que llegas aquí no te queda más remedio que avanzar.
  • Pero mis hermanas…
  • Lo siento.

Ari agachó la cabeza y una lágrima se deslizó por su talle abrazando la luz del sol. Había esperado ese momento toda su vida, explorar el mundo junto a sus hermanas, pero ese mundo la había apaleado.

  • Anímate amiga. Que no está todo perdido.
  • ¿Qué quieres decir?
  • He oído que más adelante las aguas se calman y muchas de las nuestras viven ahí. Solo tenemos que cruzar este agitado tramo y todo irá bien.
  • ¿Y cómo lo vamos a conseguir?
  • Pues con trabajo y mucha paciencia. ¿Ves estas ramas?
  • Sí.
  • Se las he ido robando al río poco a poco. Hay que estar muy atento porque pasan cuando menos te lo esperas. Pero una vez que tenga las necesarias podré hacer una barca y cruzar hasta el otro lado.
  • ¿Con una barca?
  • En efecto. Pero no con una cualquiera. Tienes que elegir bien las ramas, cuidarlas y mimarlas para que no se rompan. Solo unas ramas bien hechas pueden construir la barca perfecta.
  • No sé si puedo hacerlo.
  • Podrás. ¿O prefieres rendirte y ver cómo el río sigue su camino?

Ari asintió. En su situación no le quedaba más remedio que avanzar. Tras descansar para recobrar fuerzas se puso a trabajar duro para construir su barca. Con unas largas hierbas que consiguió arrancar del fondo del agua, fabricó un lazo tal y como Robie le había enseñado. Desde ese momento se dedicó a su obra sin descanso. Cada vez que una solitaria rama pasaba a trompicones frente a ella, lanzaba con fuerza su verde lazo y el río no tenía más remedio que ceder. Permanecía al acecho en todo momento, y cuando el sol dejaba paso a la luna, charlaba con Robie entre risas hasta que el sueño les vencía. Y así se fueron sucediendo distintos soles y distintas lunas hasta que una mañana Robie la despertó.

  • Ari, despierta.
  • ¿Qué ocurre?
  • He terminado mi barca. Ha llegado el momento.
  • ¿Ya? Si esperas un poco podremos marcharnos juntos.
  • Lo siento amiga, cada uno tiene que hacer su camino solo. Aunque seguro que nos volveremos a encontrar cuando las aguas estén tranquilas.

Tras una graciosa reverencia, Robie emprendió su camino saltando sobre las embestidas del río hasta que desapareció de su vista. Ari se sintió sola de nuevo. Recordó a sus hermanas, felices. Pero tenía que continuar. Siguió robando ramas al cauce día tras día. Las tallaba y las lijaba una a una con mucho cuidado, y luego las amontonaba en un rincón de su pulida roca. Cuando al fin alcanzó un número suficiente para construir su barca, se afanó en ello. Unió cada rama con mucho cuidado con las resistentes hierbas del fondo del río, y fue dando forma a su salvación. Terminó poco antes del anochecer de un día como tantos. Esa noche durmió de un tirón.

Despertó con la primera claridad de la mañana. Parecía que el sol no tenía intención de salir a despedirse. Echó un último vistazo a su alrededor y lanzó el bote al agua al tiempo que se lanzaba dentro. A cada salto, la barca vibraba hasta hacer palpitar su tallo. Esquivaba las afiladas rocas manejando con ímpetu el timón. Luchó contra el río durante un tiempo interminable hasta que sintió el cansancio del mismo en la fuerza de sus embestidas. Incluso las piedras parecían haberse rendido. Continuó navegando cada vez más despacio hasta que el agua descansó agotada. En ese momento, el sol asomó su rayo para contemplar su gran logro.

Se tumbó en la barca y respiró aliviada. Permaneció un rato así mientras se secaba al calor del sol, hasta que comenzó a oír unas carcajadas irregulares que se perdían entre los árboles de la orilla. Se levantó y vio a un grupo de hojas que saltaban de barca en barca jugando a un juego desconocido para ella. Se deslizó sobre el río muy despacio hasta allí.

  • Hola- dijo vacilante.

Una hoja de sauce detuvo su carrera y la miró con curiosidad.

  • Hola. Veo que eres nueva por aquí. ¿Cómo te llamas?
  • Ari.
  • Un placer Ari. Soy Saúl. Ven a jugar con nosotros.

La hoja de sauce estiró su mano y le ayudó a saltar a su barca. En ese momento Ari sintió algo que nunca había sentido. Pasó la tarde jugando con las demás hojas sin separarse de Saúl. Y así continuó pasando todas las tardes que le siguieron, entre juegos y miradas cómplices mientras sus barcas se deslizaban sobre el río a un ritmo imperceptible. No había mucho qué hacer por allí. A veces tenían que sortear tormentas, otras, evitar los ataques de algún pájaro que se empeñaba en hacer el nido con sus ligeros cuerpos. Pero con Saúl se sentía segura. Alguna que otra vez se aventuraban a saltar a la orilla y explorar la vida de los árboles. Pero pronto volvían a su cauce, dónde eran felices. Al llegar la noche arrimaban sus barcas y dormían sintiéndose cerca.

Una mañana de sol como otra de tantas, Saúl le propuso a Ari construir una barca más grande para navegar juntos sobre el cauce del río. Ella aceptó sin dudar. Desde ese día, continuaron el viaje por aquellas sosegadas aguas ante la mirada de cientos de soles y cientos de lunas. Conocieron a un gran número de hojas de distintas ramas, hojas que iban y venían, algunas para quedarse a su lado y otras para un aislado momento de deleite. Un día se encontró a Robie flotando con regocijo sobre el agua calma. Se le veía feliz. Charlaron hasta que salió la luna, y con la llegada del amanecer, Robie siguió su camino. Y así, casi sin darse cuenta, fueron dejando atrás las aguas tranquilas.

Una fría tarde de lluvia, permanecían al cobijo de su barca sin hablar de nada. Sus cuerpos habían perdido el color de antaño y pequeñas cicatrices de felicidad se dibujaban sobre él. La barca comenzó a desviarse del camino, pero la espesa niebla que descansaba sobre el río les impedía ver el cauce. La lluvia rebotaba en el agua con ímpetu y su murmullo hizo que les fuera imposible escuchar el amenazante rumor de lo que se acercaba. Mientras, ambos, ajenos a todo y abrazados para entrar en calor, esperaban que amainase. Una voz a lo lejos trató de advertirles:

  • ¡Salid de ahí! ¡La cascada!

Pero cuando el sonido de esas palabras atravesó la lluvia, ya era demasiado tarde. Un enorme tronco afilado emergió de entre la niebla y golpeó su barca haciéndola saltar en pedazos. La parte delantera de la misma desapareció de su vista. Saúl se levantó veloz y trató de virar el trozo de timón que permanecía en pie, pero el obcecado tronco repitió su ataque y Saúl salió despedido por el borde de la barca. Ari se abalanzó tras él y consiguió alcanzarlo, pero sus manos ya no tenían la fuerza con la que había vencido a aquel furioso río tiempo atrás, y Saúl se le escapaba atraído por la fuerza de la corriente. Entre lágrimas, pudo ver cómo su última sonrisa se difuminaba entre la niebla antes de desaparecer engullido por la cascada.

Ari se hundió en lo que quedaba de la barca y cerró los ojos con fuerza a la espera de ser arrastrada con Saúl. Pero nada de eso ocurrió. La lluvia amainó y el sol apareció como si nada hubiese pasado. Las mismas hojas que habían tratado de avisarla se acercaron hasta ella e hicieron girar los restos de madera de vuelta al cauce del río. Ni siquiera las miró. Sentada en la destartalada barca se dejó llevar al igual que los trozos de rama que una vez le había robado al agua. Más soles y más lunas emergieron en el cielo pero ella permaneció oculta a sus miradas. Sin darse cuenta, el río se fue haciendo más grande mientras la barca se hacía cada vez más pequeña. Ya no había ramas, ni piedras, ni troncos, solo una lenta corriente de agua que la empujaba hacia el horizonte cada vez más cercano. Una noche clara, las ramas que quedaban de su querida barca comenzaron a separarse y se hundieron en el brillante reflejo de la luna llena. Y Ari, al igual que había hecho al desprenderse del viejo arce, se desprendió de su barca para iniciar su descenso hacia la oscuridad del océano.

El Bosque

Como cada mañana, Antón salió de casa, se montó en su anticuado Seat y se dispuso a recorrer los treinta kilómetros que lo separaban de su preciado trabajo en la granja. Hacía un par de días que la primavera había empezado su faena y parecía que su mayor aliado, el sol, había llegado para quedarse. La carretera, siempre desierta a esas horas, deleitaba a su único invitado con el brillante verde de sus campos. Siempre conducía con la radio apagada y la ventanilla abierta. Si alguien le hubiese preguntado el porqué, habría inventado cualquier excusa para no reconocer que, en realidad, lo hacía para sentir el ronco sonido de ese viejo trasto. Pero esa mañana, en la única cuesta que interrumpía todo el recorrido, el motor comenzó a atragantarse. Redujo la velocidad hasta casi detener el vehículo y agudizó el oído. El motor se había callado. Echó el freno de mano y bajó. Abrió el capó con cuidado y analizó la situación. Había arreglado ese coche tantas veces que conocía cada centímetro de su engranaje. Todo estaba en orden. Suspiró. Estaba a unos pocos metros del final de la cuesta, lo empujaría hasta allí para tratar de encenderlo.

Cuando se disponía a llevar a cabo su plan, escuchó unas risitas festivas que provenían del interior del bosque que se extendía a su lado. Se acercó. Parecían risas de chiquillos. Se adentró despacio entre los árboles y, como una ráfaga de viento fugaz, las vio. Dos pequeñas e inverosímiles figuras corretearon ante sus ojos, una tras otra, desapareciendo un instante después. Su corazón bombeaba tan deprisa que parecía querer escapar a través de sus oídos. Se apoyó en un árbol y trató de recuperar el aliento. Se limpió los ojos con fuerza y volvió a fijar la vista en el profundo bosque. Las dos figuras se precipitaron veloces de nuevo entre risas, pero esta vez, se plantaron frente a él en menos de lo que dura un pestañeo. Le observaron inquisitivas. Antón, invadido por el pánico, trató de retroceder, pero una gran piedra frustró su torpe intento llevándole hasta el suelo.

– ¿Qué….sois?- preguntó.

No contestaron. Trataba de procesar lo que sus ojos estaban viendo. Ante sí, dos pequeños cuerpos le analizaban curiosos. Disponían de piernas, brazos, cabeza, ojos, y todo lo que un ser humano debe de tener, pero no medían más de treinta centímetros. Eran como personas reducidas. Cubrían sus figuras con hojas de distintos tipos y tamaños, lo que las hacía parecer un ramo colgado al revés. En sus redondos y azules ojos se apreciaba la molestia que su presencia les causaba. En un imperceptible movimiento, una de las pequeñas criaturas trepó por su pierna y regresó junto a su compañera tan veloz que Antón ni siquiera tuvo tiempo de notar el cosquilleo de esas manitas en su bolsillo. Cuando se dio cuenta, la pequeña criatura se encontraba frente a él con su cartera en la mano. Con gran trabajo comenzaron a sacar todo lo que había dentro de ese pequeño billetero que a ellas les resultaba tan aparatoso. Antón era incapaz de reaccionar. Trató de escapar de allí pero su cuerpo se negaba a acompañarle. De pronto las dos pequeñas criaturas comenzaron a saltar y reírse con esa festiva melodía que le había guiado hasta allí. Danzaban emocionadas y sus risotadas cada vez eran más elevadas. Al fin, tratando de contener su alegría, se acercaron a él.

Continuaba recostado en el suelo con los brazos apoyados en la piedra que había interrumpido su escapada. El sudor de su espalda iba cambiando poco a poco el color de su camisa. La actitud de esas dos personitas había cambiado. Ahora lo miraban fijamente y con sus diminutas manos sujetaban una fotografía que le mostraban entusiasmadas. En esa foto solo se veía a Antón agachado al lado de un enorme perro. Era Rocky, el mastín de la granja. Una de las criaturas, con un curioso y delicado movimiento, comenzó a hacerle señas que le invitaban a seguirlas hasta lo más profundo del bosque. Se acercaron despacio a él para ayudarle a levantarse, pero el miedo tomó las riendas de su cuerpo y, a cuatro patas y desesperado, salió de allí tan rápido como pudo. Corrió sin mirar atrás hasta que una atrevida rama se cruzó en su camino y todo se tornó en oscuridad.

Desde lejos, la melodía de una vieja canción country llegó hasta sus oídos. El conocido olor de su viejo trasto le hizo abrir los ojos. Estaba sentado en su coche, con el motor en marcha y la radio encendida. Por la ventanilla bajada entraba una brisa suave que atemperaba sus ideas. Estaba aturdido y le dolía un poco la cabeza. Pensó en lo que había pasado. Se había quedado dormido. Era la primera vez que le ocurría. Abrió la guantera, sacó una botella de agua y bebió un extenso trago. Se refrescó la cara, apagó la radio y emprendió el camino a la granja. Seguía un poco aturdido pero el aire fresco que azotaba su frente hizo que a su llegada se encontrara mucho mejor. Bebió otro trago de agua, y riéndose del mal sueño que había tenido, bajó del coche. Caminó por el sendero que llevaba hasta la entrada y vio a Rocky sentado junto a la escalera. Le observaba inmóvil. Su pelo negro resplandecía con el reflejo del sol. En sus ojos contempló un brillo que Antón no supo descifrar. Rocky se incorporó muy despacio y arrastrando sus robustas patas se detuvo frente a el.

– Antón, creo que tenemos que hablar.