Cruel destino

La búsqueda de la Ciudad Blanca

El Señor Negro decidió que había llegado la hora de huir justo en el momento en que el manto de nieve gris cubrió el trozo de pan raído que había robado esa mañana. Vivía bajo el puente al otro lado del río. Desde allí podía ver la silueta de los edificios grises que nunca brillaban bajo el apagado sol. Hubo un tiempo en que había soñado con llegar a ellos. Incluso había logrado cruzar el umbral de una de aquellas puertas de cemento gris. Había ocurrido una fría mañana de invierno, aunque a decir verdad, en ese lugar siempre era invierno. Aquella fría mañana, el Señor Negro se afanaba en pescar el sustento del día cuando un cuerpo inerte había aparecido flotando bajo sus cuarteadas manos. El traje negro recién comprado que lo envolvía le había abierto una nueva posibilidad. Le había quitado la vestimenta con cuidado y había enviado aquella desnuda y pálida piel a surcar de nuevo las oscuras aguas del río. Había tratado de secarlo sin éxito y, envuelto en el arrugado traje, había emprendido el camino hasta la silueta de edificios tristes. Pero nada más llegar a la entrada, las manos de un guardia de un tamaño acorde a los enormes rascacielos lo habían expulsado a golpes. El Señor Negro no había llegado a comprender el porqué, pero claro, el Señor Negro nunca podría saber que el olor que desprenden los habitantes del otro lado del río es repudiado en cualquier lugar menos allí. Pero lo que sí había comprendido era que salir de debajo del puente era imposible. Había nacido allí y allí debía morir. Así había sido siempre.

Pero esa noche el Señor Negro tenía frío. Aunque el frío era siempre el mismo, había días que entraba con más fuerza a través de sus botas destartaladas. Hacía ya unos meses que había escuchado la historia de la Ciudad Blanca; un lugar dónde siempre hacía sol y cada ciudadano era libre de perseguir sus sueños y ganarse la vida con lo que de verdad le gustaba. Aunque el Señor Negro nunca se había parado a pensar en lo que realmente quería, pero decidió que ya lo descubriría al llegar a la Ciudad Blanca.

Se levantó sobre las congeladas plantas de sus pies y se balanceó sobre ellas hasta que recuperaron su movimiento. Cogió el trozo de pan raído, cubrió su pelo grasiento con la capucha del anorak y comenzó a andar. Bordeó la ribera del río con los ojos entrecerrados por la humedad cortante, sin ver la silueta de edificios grises que se burlaban de su hazaña. Caminó hasta que el río se hizo más pequeño y los altos edificios perdieron su tamaño entre árboles secos. Siguió su marcha con gélidos pasos, hasta que un puesto de policía se dibujó ante sus ojos. Dos agentes vestidos de gris custodiaban una calle vacía. El Señor Negro se detuvo aterrado. ¿Le dejarían pasar? Suspiró. No le quedaba nada que perder. Reanudó su arrastrado paso y se bajó la capucha hasta los dientes. Caminó hasta dejar atrás aquellas botas grises, que continuaron con su aburrida conversación como si él no existiera. Y la realidad era que no existía. Si alguno de los habitantes del otro lado del río decidía abandonar la ciudad, era un problema menos.

Arrastró sus pies helados durante horas hasta que no pudo más y se resguardó bajo una roca. Durmió entre sueños de la Ciudad Blanca. Despertó al amanecer sobre un suelo de nieve derretida. Dio un mordisco al trozo de pan raído y continuó la marcha. Caminó sobre suelos grises, marrones, húmedos, secos, hasta que llegó a un suelo de verde hierba que dio descanso a las plantas de sus pies. Se tumbó sobre aquel esponjoso manto y durmió al calor de un sol brillante.

Se levantó renovado y siguió su camino. Una sonrisa comenzaba a distorsionar la forma habitual de sus comisuras. Deslizó sus pies hasta que unos enormes edificios de cristal devolvieron la luz del sol a sus entrecerradas pupilas. Había llegado a la Ciudad Blanca. Las historias que había oído se quedaban cortas. Era el lugar más hermoso que había visto en su mísera vida. Formas geométricas de colores se dibujaban a cada reflejo de los rayos de sol hasta desplomarse sobre la brillante hierba. Una inaudita lágrima de felicidad se escapó entre las pestañas del Señor Negro. Se deslizó por el campo sin dejar de sonreir y llegó a la entrada de la Ciudad Blanca. Un puesto de policía de mármol blanquecino custodiaba el paso. Dos agentes charlaban entre risas. El Señor Negro caminó con pisada firme. Pero justo en el instante en que sus botas destartaladas llegaban a la altura de los animados agentes, una voz seca estremeció las plantas de sus pies.

  • ¡Alto ahí! Deténgase ahora mismo.

Sin tiempo para responder, el Señor Negro se vio arrastrado por fuertes brazos hasta un furgón policial de un blanco tan brillante que le rasgaba las pupilas. Y justo antes de que cerraran la puerta, la voz seca retumbó de nuevo y se estrelló contra todas sus esperanzas.

  • Otro que se intenta colar. Llevadlo de vuelta al agujero del que ha salido.

El efecto pelota

Tom

Aquella mañana de primavera Tom se levantó antes de que sonara la primera alarma del despertador. Siempre tenía que sonar unas cuantas veces para que comenzara a reaccionar y no conseguía despertarse del todo hasta que la voz de su madre rebotaba en las paredes de la habitación. Pero aquella noche había dormido poco. La sola idea de ver la cara de sus amigos cuando les enseñara la nueva pelota que le habían regalado, le había hecho dormir a medias. Se levantó de un brinco y salió del cuarto. Corrió hasta la cocina y vio a su madre, aun en bata, terminando de preparar el desayuno.

  • ¿Pero qué ven mis ojos?- dijo la mujer asombrada. -¿Será que mi niño se está haciendo mayor y ya no necesita que lo despierten?

Se acercó a Tom y le dio un beso en la frente.

  • ¿Puedo llevar la pelota al colegio?
  • Ahh, ya entiendo. Se trata de eso. No me parece una buena idea.
  • Porfi, porfi, porfi… Te prometo que solo voy a jugar en el recreo.

La mujer suspiró. Terminó de calentar la leche y cogió los cereales. Miró a Tom con ternura y no pudo resistirse a aquellos ojos negros llenos de ilusión.

  • Está bien. Pero como me entere de que juegas con ella en clase vas a estar castigado por el resto de tus días.
  • Te lo prometo. Sólo la sacaré en el patio para que todos puedan verla.
  • De acuerdo. Venga, termina de comer y ve a vestirte.

La emoción que ocupaba su pequeño estómago casi le impide terminarse el desayuno. Pero no podía enfadar a su madre. Bebió de mala gana los últimos tragos de leche y fue a vestirse. Al terminar, cogió la pelota entre sus manos y la miró embelesado. Todos sus colores favoritos se plasmaban en ella como el más bello de los arcoiris.

La labor de introducir la pelota en la mochila le resultó más complicada de lo que esperaba. Incluso tuvo que guardar el estuche en el bolsillo de la chaqueta para conseguir cerrar la cremallera. Equipado para el gran día de escuela, se despidió de su madre y salió a la calle.

A cada paso que daba se le ocurría un nuevo juego con el que disfrutar de la preciada pelota con sus amigos. No podía estar más feliz. Iba a ser la envidia de todos. Era la pelota más bonita que había visto. De hecho, pensó que, mientras esperaba a que el semáforo de enfrente de la iglesia cambiara de color, podía contemplar su tesoro una vez más. Se quitó la mochila con cuidado y abrió la cremallera. Extrajo la pelota y el arcoiris de colores hizo brillar sus pupilas. Se estremeció de felicidad. Pero con la emoción, Tom se olvidó de cerrar la cremallera y los libros, ansiosos por participar de la bella contemplación, comenzaron a precipitarse al suelo uno tras otro. Las manos de Tom, asustadas por el desastre, soltaron la pelota sin querer y ésta salió botando acelerada hacia la carretera. Tom se abalanzó tras ella, pero una mano tiró de él con fuerza justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Tom no tuvo tiempo de contestar al hombre que lo sujetaba. Con la boca abierta, vio como un perro enorme saltaba hacia la carretera detrás de su querida pelota interrumpiendo el camino de un sorprendido ciclista que perdió el control hasta acabar estampado contra el trasero de una mujer que asomaba de la puerta de la iglesia.

Alfred

Alfred trató de esconderse bajo la sábana mientras la lengua húmeda de Jack embadurnaba todo su rostro. Quería dormir un poco más, pero el perro que ocupaba gran parte de la cama se ponía muy insistente cuando llegaba la hora de salir. Alfred podía soportar las babas por un tiempo, pero los latigazos que la cola del enorme animal infligía a sus pantorrillas le hacían claudicar. Se levantó resignado y fue al baño tratando de no tropezar con Jack. Se lavó la cara y decidió que lo mejor sería esperar hasta volver del paseo para tomarse tranquilo el café. Sería un paseo corto. Se puso lo primero que encontró en los pies de la cama y salieron a la calle. Caminaron despacio casi a la par mientras Jack olía cada árbol que se encontraba a su paso para proceder a su marcaje con un chorro de dominio.

Al llegar a la puerta de la iglesia, Alfred decidió que ya era suficiente y llamó a Jack. El perro lo miró sin moverse y encogió su trasero. La puerta de la iglesia era el lugar perfecto para soltar lastre. Alfred suspiró. Esperó a que Jack terminara sus deposiciones y extrajo la bolsa para envolver el regalo de su perro. Pero justo en el momento en que se agachaba, vio una pelota que saltaba acelerada de las manos de un niño parado en el semáforo. Jack emitió un ladrido y empezó a correr, pero Alfred no pudo ver más que al niño siguiendo los pasos de la pelota. Sin pensar en el perro, saltó hacia el crío y tiró de él con todas sus fuerzas justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Sin tiempo para propinar la oportuna reprimenda al niño, Alfred vio como su enorme perro saltaba al carril bici haciendo perder el control a un sorprendido ciclista que terminaría estampado contra el trasero de una señora que asomaba por la puerta de la iglesia.

– Señora Walcott

Antes de salir el sol, la Señora Walcott ya estaba terminando de arreglarse. Le gustaba ser la primera en llegar a la iglesia, aunque tuviera que esperar a que abrieran las puertas. Hoy era un día especial ya que, al fin, había conseguido ser la cantante principal del coro. Aunque las malas lenguas afirmaban que ella había tenido algo que ver en el repentino abandono de la anterior cantante, la Señora Walcott no lo veía de ese modo. Ella no había hecho más que sacar a relucir ciertos desvíos de la joven que no se correspondían con una dama de bien. Según ella, le había hecho un favor a la parroquia.

Se puso con dificultad el traje azul de seda que había llevado a la boda de su sobrina y unos zapatos beige de charol comprados hace unos años que nunca habían salido de su caja. Pero aquel era el día. Iba a cantar en primera fila y debía estar deslumbrante.

Cuando el primer rayo de sol de primavera asomó por la ventana, la Señora Walcott terminó de colocar en su cabello el tocado hecho a mano con plumas de pavo real que no utilizaba desde joven. Se acabó de retocar con su discreto pintalabios rosado y miró el reloj. Aun faltaba una hora para que comenzara la misa. Sacó las partituras de canto y se puso a ensayar una vez más frente al espejo. Estaba espléndida.

Cuando llegó el momento, dobló las hojas con cuidado y las guardó en su pequeño bolso de mano. Como el sol ya calentaba lo suficiente, decidió salir sin abrigo para que toda la ciudad pudiera contemplar su precioso atuendo. A cada paso que daba, su pecho aumentaba un centímetro de orgullo. Era incapaz de disimular una pequeña sonrisa en la comisura de sus labios rosados mientras sujetaba el bolso con fuerza, por si algún atrevido ladrón se atrevía a fastidiarle el día. Cuando le faltaban unos metros para llegar a la iglesia, vio al párroco abrir las puertas. Perfecto, no tendría que esperar. Pero justo cuando faltaban unos pocos pasos, la inoportuna bocina de un camión le hizo pegar un brinco. Sus recién estrenados zapatos se elevaron por un instante del suelo y completaron su aterrizaje en una superficie demasiado blanda. Miró hacia abajo y su estómago se encogió. Las heces más grandes que había visto jamás se desparramaban sobre el impoluto charol de sus pies. Un grito blasfemo se escapó entre sus dientes. Miró a su alrededor y vio al causante de su desdicha corriendo como una bestia hacia la carretera. “Ojalá lo atropelle un camión” pensó. Trató de calmarse y sacó un pañuelo de su pequeño bolso. Caminó los dos pasos que faltaban para llegar a la iglesia, sin mirar el estropicio de sus pies, y subió el par de escalones de la entrada. Se agachó sin pensar en lo apretada que le quedaba la falda y se dispuso a limpiar el desastre. Pero justo en el momento en que el pañuelo iba a tocar la punta del zapato, un fuerte golpe en su trasero la hizo estamparse de narices contra la recién abierta puerta de la iglesia. Y lo único que alcanzó a ver antes de desmayarse fueron las plumas de pavo real girando sin control en la rueda de una bicicleta.

La incompetencia del mundo

Empezó a llover justo en el momento en que el viejo zapato camuflado en betún de Tom pisó la acera. Apretó los puños con fuerza y unas letras enfurecidas se escurrieron entre sus dientes mientras subía de nuevo a por un paraguas. Con el maletín de piel que le había acompañado en los últimos meses aferrado a su pecho, regresó a la calle. Emprendió el camino hacia la última editorial que le quedaba por visitar en la ciudad. Era su gran momento. Por fin había conseguido una cita con la Señora Malcott. Esa mujer sabía lo que hacía y no dejaría escapar a un tipo como él. Al fin y al cabo había escrito la mejor novela de la historia.

En ninguna de las otras editoriales de la ciudad se habían dignado a leer más de dos páginas de su gran obra. ¡Pero qué iban a saber esos mequetrefes incapaces de escribir hasta su propio nombre! Su capacidad intelectual digna del chimpancé más ignorante les impedía apreciar la obra maestra que tenían ante sí. La última de ellas se había atrevido a decirle que su vocabulario le recordaba al de un niño de diez años. ¡Qué disparate! Pero había tenido su merecido. Tras esperarla a la salida de la editorial, encumbrada en sus tacones de diva y con un abrigo que envolvía su desfachatez, había visto cómo se subía a un vehículo de un color que ofendería hasta al más tuerto de los ciegos. Al día siguiente, con la justicia de su lado, Tom había tenido que transformar ese horrible color en un papel de lija rematado con unas llantas sin aire.

Caminó pegado a las fachadas de los edificios de piedra que componían la ciudad sin esquivar a los paraguas que se cruzaban en su camino. La editorial se encontraba lejos de su casa pero Tom no podía permitirse coger un taxi, y el transporte público era una opción que ni siquiera se planteaba. Las gotas de lluvia que se deslizaban apuradas por sus zapatos comenzaban a cambiar de color el bajo de su pantalón. Justo en el momento en que llegó a su destino dejó de llover.

Entró en el enorme edificio de mármol y se acercó al exuberante mostrador tras el que se escondía una joven con un moño adherido a la nuca.

  • Buenos días. Soy Tom Elderton. Tengo una cita con la Señora Malcott.

La joven agachó su moño y movió los dedos con rapidez sobre el teclado del ordenador.

  • Lo siento Señor Elderton, va a tener que esperar. Ahora mismo la Señora Malcott está en una reunión. Cuando termine podrá atenderle.
  • ¿En una reunión? ¡Pero si había quedado conmigo!.
  • Lo siento. Puede esperar en esa sala. Le aviso cuando pueda recibirle.

Tom no daba crédito. ¡Qué falta de seriedad! ¿Hacerlo esperar a él? Otra palabra de difícil audición se escurrió entre sus dientes. Dio media vuelta y se dirigió a la sala de sillones blancos donde otras personas esperaban con paciencia. Se sentó y abrió el maletín. Un seco manuscrito de más de cuatrocientas páginas asomó al exterior. Sonrió satisfecho. Era una obra maestra. “Su” obra maestra. Cada vez que leía el título, un cosquilleo de placer recorría su espalda desde la nuca hasta donde empiezan las partes menos nobles del hombre. “La incompetencia del mundo”. Cuando se le había ocurrido había comprendido que acababa de escribir algo magnífico. A su lado, un individuo de edad ya no deseada golpeaba la punta de su zapato contra el suelo de mármol. En los brazos sostenía una carpeta de gran tamaño y las gafas se le empañaban con cada embestida de su aliento.

  • ¿Es usted escritor?
  • Sí- respondió Tom.
  • He venido a enseñarle a la Señora Malcott mi nueva novela. Es una gran mujer. Confió en mí cuando más lo necesitaba. Si no fuese por ella habría abandonado.

Tom no contestó. Estudió al individuo que tenía ante sí. Definitivamente el mundo se había vuelto loco. A día de hoy cualquiera podía publicar un libro. Miró a otro lado e ignoró las palabras que emergían bajo las empañadas gafas de aquel hombre. Gente embutida en trajes a medida se intercalaba con aspirantes a escritor de medio pelo bajo el torneado techo del edificio. Se empezaba a poner nervioso. Ante un gesto discreto de la joven de recepción, el hombre de lentes encapotadas se levantó hasta perderse entre la multitud. Las manos de Tom comenzaban a sudar sin control. Su ansiedad iba en aumento. En cuanto esa tal Señora Malcott leyera su obra se iba arrepentir de haberlo hecho esperar.

Tras un tiempo que se le hizo eterno, la joven del moño se acercó a él.

  • Señor Elderton, acompáñeme por favor. La Señora Malcott ya puede recibirlo.

La joven le guió hasta la puerta de un ascensor de tamaño exagerado para una sola persona. Al llegar a la tercera planta, un largo pasillo le indicó el camino hasta una gran puerta de madera que enmarcaba el nombre de la mujer que le sacaría de la ruina. Golpeó con sus nudillos bajo la placa chapada en oro hasta que una voz ronca le invitó a entrar. El estilo clásico de la estancia contrastaba con el resto del edificio. Una gran mesa oscura de roble ocultaba parte del cuerpo de aquella mujer entrada en carnes. El cabello rizado se descolgaba sobre sus hombros rodeando unas gafas de color rojizo a juego con sus labios.

  • Encantada de conocerle Señor Elderton. He oído hablar de usted.
  • Es un placer.
  • Ha llegado a mis oídos que ha visitado a algunos de mis compañeros de profesión.
  • Es cierto. Pero ninguno tiene su capacidad para apreciar una obra maestra.

La Señora Malcott se rio. Con un movimiento suave se quitó las gafas y las apoyó junto una figura maciza de un elefante que hacía la función de pisapapeles.

  • Verá, he de serle sincera. Tengo entendido que su obra carece de la calidad necesaria para ser publicada, pero no es mi estilo valorar un escrito sin antes haberlo visto.
  • No sé quien le ha podido decir semejante disparate, pero le aseguro que ésta es la mejor obra que ha pasado por sus manos.

La irritación de Tom comenzaba a manifestarse en su rostro. Esa pandilla de chimpancés no estaba preparada para una obra de tal magnitud.

  • De acuerdo, déjeme ver el manuscrito.

Tom abrió el maletín y extrajo el montón de folios con cuidado. La Señora Malcott se puso de nuevo sus lentes y comenzó a inspeccionar las hojas con detalle. Tras leer el título, el rostro de arrugas incipientes de la mujer no mostró ninguna reacción. Continuó leyendo la primera página pero su cara permaneció impasible. La idea de que, a pesar de su fama, se encontraba ante otra editora mediocre comenzó a formarse en la mente de Tom. Cuando terminó de leer, la Señora Malcott dejó el manuscrito y un profundo suspiro se escapó de sus labios.

  • Lo siento Señor Elderton. No es lo que estamos buscando.

Aquellas palabras se deslizaron por los oídos de Tom hasta posarse en la boca de su estómago. Su corazón comenzó a latir con furia y la sangre bombeada se le acumulaba en las sienes. Sus dientes trataban de contener con fuerza la rabia que pugnaba por salir al exterior.

  • Sé que es difícil para usted escuchar esto, pero su obra no dispone de la calidad que busco para mis publicaciones.
  • ¡Tonterías! ¡Es usted igual que el resto!
  • Tranquilícese Señor Elderton. Entiendo que sea frustrante para usted.
  • ¡Sus cerebros de monos les impide ver lo que tienen delante! Siempre centrados en escritores de tres al cuarto y cuando tienen ante sí una obra maestra no la saben ver. Pero esto no va a quedar así.

Tom se incorporó y dio un fuerte golpe en la mesa que hizo retroceder a la Señora Malcott.

  • Si no se tranquiliza llamaré a seguridad.
  • ¿A seguridad?- Tom se rio.- Soy el mejor escritor de este tiempo y usted es una zorra a la que solo le importa el dinero.
  • Ya está bien. Se acabó. No pienso aguantar esto.

La mujer se levantó de su mesa con decisión. Las sienes de Tom latían cada vez con más intensidad. Ríos de saliva enfurecida escapaban de su boca al compás de insultos imposibles de escribir. En un movimiento involuntario su mano rozó el pisapapeles y supo lo que tenía que hacer. Sin darle tiempo a su cerebro para reaccionar, lo agarró con fuerza y dejó que el pelo rizado de la Señora Malcott envolviera al macizo elefante con un violento abrazo. El cuerpo de la mujer se detuvo en seco y una mirada de sorpresa atravesó el cristal de sus gafas hasta clavarse en las sienes de Tom. Las flácidas carnes de su figura comenzaron un lento descenso hacia el suelo al tiempo que la sangre ocultaba aquellos ojos desconcertados.

La impetuosa respiración de Tom golpeaba su pecho sin tregua. Los ojos vacíos de la Señora Malcott le observaban desde el suelo a través del torcido cristal de sus gafas. Tom cogió el manuscrito y salió corriendo del despacho. Los latidos de su cabeza resonaban aun más en el ascensor de tamaño excesivo. Ella se lo había buscado. ¿Porqué nadie tenía el valor de reconocer su obra? ¿Qué era lo que les daba tanto miedo? ¿Aceptar que él era mejor que el resto? Se limpió el sudor de su frente con la manga de la gabardina y el bombeo de su cabeza comenzó a descender al mismo tiempo que el ascensor.

En el momento en que llegó al hall y la puerta inició su lento movimiento de apertura, el estridente sonido de una alarma atravesó el suelo de mármol. Un hombre corpulento de uniforme azul extendió su brazo y le señaló sin compasión. Tom empezó a correr a empujones entre la gente embutida en trajes. Pudo ver al mequetrefe de gafas empañadas chocando contra el suelo a su paso. Al salir a la calle la lluvia le golpeó de nuevo. Miró hacia atrás. Varios hombres de azul corrían tras él. Tom aceleró su marcha y sujetó el maletín con fuerza. Gente apresurada abarrotaba la calle y le bloqueaba el paso. Bajó sus zapatos de betún de la acera y corrió con todas sus fuerzas para cruzar al otro lado donde una parada de metro le ofrecía la salvación. Con el agua mojando sus pies y el latido de sus sienes al máximo, no escuchó el sonido del claxon de un taxi que se dirigía hacia él sin remedio. Tras un golpe seco que Tom no llegó a oír, un chillido desesperado se escurrió entre sus dientes y atravesó los cientos de folios que ejecutaban en el aire una danza perfecta antes de desaparecer bajo la lluvia.

El último día

El día que decidí abandonar este mundo fue el peor día de mi vida. Esa mañana me levanté a las ocho en punto, como de costumbre. Desayuné un tazón de leche con cacao y me permití el capricho de comerme un trozo de pastel de zanahoria que había comprado el día anterior para la ocasión. Al terminar fui al baño. Lavé a conciencia mis zonas más inaccesibles y dejé mi cuerpo perfecto para ser examinado por un forense. Terminada esta labor, abrí el armario y descolgué mi mejor traje. A pesar de lo mucho que me gustaba, solo había podido lucirlo en la boda de mi hermana cinco años atrás. Me peiné, me puse perfume y salí dirección al trabajo.

Caminé tranquilo hasta la parada de autobús y tomé la línea roja habitada por esas caras familiares que me acompañaban a diario. Bajé de él con vitalidad y subí a la oficina. La mañana transcurrió entre cuentas y números hasta que finalicé el informe trimestral de la compañía. Además, dejé preparado todo lo necesario para que Andrés, mi ayudante, pudiera hacer el del siguiente trimestre en caso de que no encontraran un sustituto a tiempo.

Satisfecho con mi trabajo, recogí la mesa y salí de la oficina sin despedirme. Decidí regresar caminando y contemplar por última vez la ciudad que me había llevado hasta dónde estoy. Ya en casa, y a pesar de que el hambre empezaba a hablarme, decidí no comer nada. Las cosas importantes se hacen mejor con el estómago vacío.

Abrí el cajón de la cómoda y cogí la cuerda que había comprado la semana anterior en las rebajas del centro comercial. Me detuve delante del espejo y volví a peinarme, me coloqué el traje y me despedí de mí mismo. Acerqué la silla al centro de la habitación y me subí a ella. Hice el nudo que había aprendido días atrás, después de muchos intentos dadas mis pocas artes para estos tipos de tareas. Deslicé la cuerda a través de una de las vigas que adornaban el techo, pasé la soga a través de mi cabeza y sentí su áspero tacto erizando mi piel.

Pero justo en el momento en que me disponía a dar el salto, el teléfono móvil comenzó a sonar extendiendo su repetitiva melodía por toda la casa. Decidí esperar a que regresara el silencio. No me gustan las interrupciones. Al finalizar retomé mi tarea. Cuando estaba a punto de saltar por segunda vez, la melodía del teléfono fijo hizo su aparición, y antes de que terminara, el teléfono móvil se unió a ella regalándome entre ambas un concierto no deseado. Irritado, me quité la soga y bajé de la silla. Uno ya no puede ni quitarse la vida tranquilo.

Cogí el teléfono y respondí.

  • Diga?
  • Jaime, soy Fernando. Necesito que me hagas un informe de contabilidad de Frante Asociados. Para hoy. Es importante.
  • Jefe, es que hoy…. ¿No lo puede hacer Andrés?
  • Es el cumpleaños de su hija. Venga hombre, que a ti no te cuesta nada. Me lo envías por correo y listo. Gracias y hasta mañana.

Colgó el teléfono antes de que pudiera responder. ¿Porqué me sale siempre todo al revés? Enojado me subí a la silla, deshice el perfecto nudo que había conseguido y deslicé la cuerda a través de la viga de madera. Me bajé y devolví el asiento a la esquina de la habitación dónde solía estar.

El hambre volvió a atacar de nuevo tratando de hacerse hueco entre las bendiciones con las que me estaba acordando de la familia de mi Jefe. Como el hombre organizado que soy, en casa no había dejado nada que se pudiera comer; así que tuve que bajar al supermercado a comprarme un sándwich. Mientras esperaba en la cola, entretenido en las largas uñas de la cajera que se interponían entre sus dedos y el teclado, escuché mi nombre. Miré hacia atrás y vi a una mujer redonda que, emocionada, me hacía señas con sus aun más redondos brazos. Era Alicia, la mejor amiga de mi madre.

  • Jaime! Querido, espérame cuando acabes que quiero decirte una cosa.

Asentí y vi emerger su satisfecha sonrisa entre las arrugas de su rostro. Pagué el sándwich de pollo con monedas sueltas y esperé a que Alicia terminara.

  • Jaime, mi niño. Pero qué guapo estás!!!

Se acercó y me estrujó contra ella, al compás de sus encadenados besos que se entrelazaban con los robustos arpones de su barbilla, para terminar ambos incrustados en mi cara.

  • ¡Qué casualidad! Me alegro mucho de verte. Justo ayer me encontré con tu madre y estuvimos hablando de ti. Hemos decidido que necesitas una mujer en tu vida.
  • Es que yo……
  • Espera, que aun no he terminado, hombre. Hemos pensado que tienes que conocer a mi sobrina. Os vais a llevar muy bien. Hoy viene a cenar a casa. Es la oportunidad ideal para que os conozcáis.
  • No creo que pueda ir, tengo trabajo…
  • Anda, anda. Sé de buena tinta que no tienes muchos compromisos. No te puedes negar. Llamaré a tu madre y vendrá también. Será algo informal.

Asentí resignado.

  • Venga, venga, así es como debe ser. Y no te asustes hijo, que las mujeres no mordemos. Ahora ayúdame a llevar las bolsas al coche.

Cargué con las bolsas tratando de no gritar. La tensión comenzaba a revolotear en mi interior hasta trepar y acomodarse en mis mandíbulas. ¡Tenía que haber ignorado el móvil! Me despedí de ella y traté de esquivar, sin éxito, las estocadas de sus besos. Hundido en mis pensamientos, regresé a casa.

Al llegar, decidí quitarme el traje hasta regresar de la dichosa cena. Solo faltaba que una mancha atrevida corrompiera su finalidad. Me puse una ropa de diario y comencé a redactar el informe. Tuve que detenerme en varias ocasiones y realizar los ejercicios de respiración recomendados por mi psicóloga. Las tareas inacabadas me alteran en exceso. Tras unas horas, y después de sortear breves ataques de ansiedad, terminé el documento y se lo envié al Jefe.

Me lavé la cara, bajé a la calle y me subí en el autobús de casa de Alicia para terminar con todo cuanto antes. Durante el trayecto, continué con los ejercicios que me había enseñado la psicóloga, pero mi corazón había decidido viajar más rápido que yo mismo. Las manos, empeñadas en llevarme la contraria, expulsaban litros de agua hasta convertir a mis dedos en un horrible Shar Pei. Llegué a la parada y bajé del autobús. Nervioso y con la piel bañada en sudor, comencé a cruzar la calle, hasta que un fuerte pitido me estrujó el cerebro y me hizo detenerme. El muñeco rojo del semáforo me miró con censura, mientras un enorme camión se abalanzaba sobre mí al compás de su bocina. Lo último que mis ojos pudieron contemplar fue una oxidada matrícula que corría veloz para incrustarse en mi cara.

¡¡¡¡¡Y yo con mi mejor traje en el armario!!!!!

El imponente Roble

Hacía un frío ofensivo. Tom sujetaba el hacha con fuerza mientras terminaba de cortar el tronco de aquel viejo árbol. Los surcos de sus marchitas manos se resistían a acoplarse al mango de madera tallado por él mismo. Cada vez tenía que desplazarse más lejos para conseguir leña y su cuerpo se lo reprochaba un poco más en cada viaje; sobre todo, porque que frente a su cabaña se erguía un imponente roble que le bastaría para aguantar todo el invierno. Pero ese árbol no podía tocarlo.

El quejido que acompañó al golpe definitivo hizo que un solitario cuervo alzara su vuelo hasta perderse en el cielo gris. Tom soltó el hacha y agarró el último tronco. Arrastrando sus destartaladas botas lo dejó en la carreta junto al resto de sus camaradas. Se frotó las manos y, al envolverlas con su cálido aliento, pudo oír el crujido de sus dedos . El invierno apenas había empezado pero el frío agarrotaba sus huesos hasta convertirlo en un viejo inútil. Y eso es lo que era.

Comenzó a empujar la carreta de regreso a la cabaña. Su largo abrigo importunaba el descanso de las últimas hojas de otoño que cubrían el sendero, y sus enemigas las piedras se afanaban en su lucha por impedirle el paso. Tuvo que detenerse unas cuantas veces para apaciguar sus deteriorados pulmones. Al llegar, la desvencijada cabaña le observó con lástima. Tiempo atrás le había odiado por lo ocurrido, pero ahora no podía hacer otra cosa que sentir compasión de ese viejo encorvado que, al menos, la mantenía caliente. Dejó la carreta bajo su perforada cubierta y cogió un par de troncos. Miró al imponente roble, y una única lágrima descendió por los badenes de su enrojecida mejilla. Sus raíces envolvían una vida pasada. La única en la que Tom había sido feliz.

Entró en la cabaña y sus pesadas botas lo remolcaron hasta la chimenea. Tiró los troncos a un lado y, sin prestar atención a los quejidos de su espalda, se quitó el abrigo. Una hoja intrusa se desprendió del mismo y le observó con atención mientras encendía la hoguera que devolvería el vigor a sus huesos.

Amparado por la calidez de la lumbre se dejó caer en su sillón. La coreografía de las llamas le recordó a ella. La vio sentada frente a él, con sus ojos oscuros de animal indefenso. Cada noche, con voz trémula, ella le recitaba los versos del único libro que había en la cabaña. Vio su tez blanca adornada por los imposibles dibujos que el fuego plasmaba sobre su piel, como peces de colores flotando en un estanque japonés. Hasta vio el descuidado cabello con el que ella cubría su rostro cada vez que la tocaba. Cerró los ojos y un doloroso suspiro se escapó de su interior. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que ella lo había abandonado. Hacía ya una eternidad que había dejado de contar. Pero, cada día frente al fuego, su ingenuo rostro aparecía ante él como si nunca se hubiese ido.

El repicar de la lluvia lo sacó de su ensoñación. Masculló entre dientes. La madera se mojaría si la dejaba bajo aquella acribillada techumbre. Apoyó ambas manos en el sillón y, con las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó. Una sacudida le atravesó el pecho y le dejó sin aliento. Apoyó su mano sobre la chimenea y de entre sus labios se escapó un sordo bramido. Un afilado torbellino emergió de su corazón hasta su brazo izquierdo. La vio a ella en el sillón, sonriendo. Era la primera vez que lo hacía, y supo que era el fin.

Se sujetó fuertemente el pecho y comenzó a arrastrarse hasta la puerta. Tenía que ir junto a ella. En su mente se dibujó el día en que la vio por primera vez. El sol acababa de salir y ella corría por el parque, acompañada en su vaivén por el baile de su trenza. Al verla, otro torbellino había atravesado su pecho. Con un calculado movimiento había simulado tropezarse con ella y ésta le había devuelto su inocente sonrisa. Ahí había empezado todo.

Sus piernas se doblegaron y cayó al suelo. Su corazón se resquebrajaba pero debía continuar. Se arrastró hasta la puerta. Sus quejidos resonaban en las paredes hasta apagarse en lo profundo de la montaña. Soltó su pecho por un momento y estiró el brazo lo máximo que pudo para alcanzar el astillado pomo de madera. Se le escurrió varias veces entre los dedos hasta que al fin consiguió vencerle. Se arrojó al exterior y su frente se estrelló contra el empapado suelo. Ni siquiera sintió dolor. Miró a su derecha. Ahí estaba ella. Descansaba bajo las raíces del imponente roble, cuyas solemnes ramas la habían protegido tanto de los crudos inviernos como de los tormentosos veranos. Tom lo había cuidado con esmero todo ese tiempo para que no cesara nunca en su labor. Recordó la primera vez que la llevó a la cabaña. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, se habían abierto sorprendidos por la belleza del lugar. Los cuervos les habían acompañado con su vuelo de bienvenida y ella se había estremecido con su melodioso canto. Al entrar en la engalanada cabaña, dispuesta para la ocasión, se había quedado sin palabras. En ese momento, al ver su piel iluminada por el calor del hogar, Tom se había dado cuenta de que ella era a quién había estado buscando toda su vida.

Recobró fuerzas. Ya no sentía el brazo izquierdo pero tenía que llegar hasta ella. Con el otro brazo comenzó a deslizarse por el suelo y descendió los dos escalones que daban acceso a la cabaña. Sus guturales lamentos se diluían con el traqueteo de la lluvia. El barro que comenzaba a emerger se entrelazaba entre sus arqueados dedos. Le parecía llevar arrastrándose una eternidad aunque el imponente roble semejaba estar cada vez más lejos. Dejó caer su rostro sobre el espeso barro. En su boca se filtró el mismo sabor que había probado la noche en que la había perdido, a pesar de que la lluvia de aquella ocasión no tenía nada que ver con esta. La de aquella noche había sido una lluvia fría de final de primavera. Una lluvia que había calado en su interior y nunca se había marchado.

Aquella noche, y en un momento de descuido que siempre se reprocharía, ella se había escabullido hacia lo profundo del bosque y había emprendido su huida bajo la tormenta. Tom, sorprendido por la traición, había tenido que salir precipitado en su busca. Ambos habían corrido sobre la furiosa montaña sorteando sus resbaladizas embestidas. La había alcanzado una vez en la oscuridad de la noche, pero el odioso barro le había hecho resbalar y ella se había zafado de sus brazos. Habían continuado su ciega carrera hasta que él la había alcanzado por segunda vez, sin darse cuenta de la delicadeza de su escuálida figura, la cual había comenzado a caer hasta depositarse en una afilada piedra que había teñido de rojo sus descuidados cabellos, terminando así con su huida.

Continuó tratando de empujar su enmohecido cuerpo hasta el enorme roble que había sido su aliado, pero sus piernas no respondieron. Dejó de moverse. Ella descansaba a tan solo unos metros pero no podía llegar hasta allí. Pudo ver como el imponente roble rompía en una carcajada perversa, al tiempo que la vieja cabaña le susurraba que todo había terminado. Cerró los ojos y dejó que la lluvia acariciara su frente. El dolor había desaparecido. Y justo un instante antes de que la montaña lo engullera para siempre, pudo verla corriendo en aquel parque acompañada por el vaivén de su trenza.

El camino a la escuela

  • ¡Alicia! Ponte el abrigo que vamos a llegar tarde.

Como cada mañana, mi madre expulsa la colección de frases que descansan en su cabeza, mientras da color a sus labios en el espejo del baño.

  • ¡Yaa me lo he puestooo!.

Sin emitir ninguna respuesta, termina de colorear su boca de rojo. En realidad, creo que necesita soltar todas esas palabras hasta tener el cerebro vacío. Si no lo hace, esperarán al peor momento para salir, que sin duda será alguno en que esté delante su pesado jefe.

  • Vamos que llegamos tarde.

Sale del cuarto de baño y el sonido de sus zapatos asusta a Garfield, que desaparece debajo del sofá sin despedirse. Se envuelve en su abrigo de pelo y se mira por última vez en el espejo que hay junto a la entrada. Sonríe satisfecha y me agarra la mano para salir a la calle, atestada del bullicio de un nuevo día de escuela.

Es invierno y el viento golpea mi cara tan fuerte que tengo que apretar mi mejilla contra el suave abrigo de mamá. No he traído los guantes, pero no digo nada porque siempre se enfada cuando se me olvidan las cosas. Si guardo la mano en el bolsillo podré llegar al colegio sin perder los dedos. Otros niños pegados a sus padres caminan entre nosotras hacia el mismo lugar. A veces, mamá les saluda con un leve movimiento de cabeza, y otras, hace como si no se conocieran. Creo que es culpa del frío. Al crecer, las personas tienen que cerrar la boca para que el viento no les congele la garganta. Por eso nunca se hablan, a pesar de verse todos los días.

Seguimos caminando y me fijo en el suelo. El dibujo de una flor se esparce por algunos adoquines salteados. Una flor que tiempo atrás creció en ese lugar hasta que las pisadas de miles de zapatos la incrustaron en la piedra. Decido encomendar esa misma tarea a mis botas para que su dibujo no se esfume. Comienzo a saltar sobre ellas, una tras otra. El viento ya no me molesta. Sigo saltando agarrada a mamá, pero de pronto, las flores se acaban. Me detengo y busco a mi alrededor, hasta que veo las líneas de un dibujo solitario al borde de la acera. Cojo impulso y me lanzo hacia allí, pero mi brazo, incapaz de alargarse, se queda atrapado entre los dedos de mamá mientras la flor se aleja de mi vista.

  • ¿Qué haces? ¿Cuantas veces te he dicho que no te acerques a la carretera?
  • Solo quería…
  • Deja de hacer el tonto. ¿No te he contado la historia del hijo del panadero?
  • Sí mamá.

A pesar de que ya he escuchado la historia cientos de veces, mamá continúa con su relato. Creo que, al igual que con sus frases de cada mañana, si no lo deja salir quedará dando tumbos en su cabeza y no la dejará pensar.

  • El niño del panadero nunca se estaba quieto. Siempre andaba haciendo el tonto como tú. Hasta que un día, jugando a escapar de su padre, se acercó demasiado a la carretera y el espejo retrovisor del autobús escolar le propinó tal golpe que no se pudo hacer nada por él.

Tras contar su historia respira satisfecha y acelera el paso. Desde ese momento dejo de pisar las flores y me dedico a ver cómo otros niños impiden que su dibujo desaparezca. Al fin, llegamos al semáforo que está en frente de la escuela. Mamá siempre dice que si no fuera por ese semáforo casi podría ir sola al colegio, pero sé que no lo dice de verdad.

Esperamos a que la niña de verde nos deje cruzar mientras compruebo que los dedos en mi bolsillo no se han congelado. El viento sigue soplando con fuerza y los adultos agachan sus cabezas al tiempo que los niños abren la boca tratando de masticarlo. Un grito transformado en un “hola” atraviesa la carretera y levanta la cabeza de mamá. La madre de Laura agita su brazo contra el viento mientras sonríe. Mamá la imita sin darse cuenta de que, justo en ese momento, el autobús del colegio va a pasar por delante de nosotras. El pecho se me aprieta contra el cuerpo y mis labios comienzan a temblar como en los días de playa sin sol. Estrujo con fuerza su mano y tiro de ella hacia atrás para salvarla. Su cuerpo se balancea, y uno de los ruidosos zapatos se enreda con mi bota de charol hasta desprenderse de su pie, que se aleja del suelo. En su caída hacia atrás, suelta mi mano y su recién peinado pelo se desmonta contra el borde de una farola. La gente grita a mi alrededor. Están contentos porque la he salvado. Recojo el zapato que se ha quedado atrapado entre mis pies y me acerco a ella. Permanece tumbada con los ojos cerrados y los labios de color. Me agacho despacio y le susurro al oído:

  • Te he salvado, mamá.

Pero su boca permanece sellada para impedir que el viento frío se cuele entre sus dientes y le congele la garganta.

Juguete roto

Me despierto con el sonido de unos pesados pasos sobre mí. Esta noche me ha dejado dormir. Abro los ojos muy despacio. Una tenue luz se filtra entre las rejas de la pequeña ventana que nunca consigo alcanzar. Las motas de polvo ejecutando una hipnótica danza la atraviesan. La gélida estancia se ilumina suavemente dibujando los contornos de mi cama. Esa cama es lo único que me cobija entre estas cuatro frías paredes. Al tratar de incorporarme un dolor atraviesa mi brazo. En mis muñecas unos vendajes de color pardo se descuelgan dispares. Las marcas que la anterior cuerda ha grabado en ellas siguen vivas. Ahora la cuerda ya no está. Ese ha sido uno de mis regalos. Me levanto. Con las piernas entumecidas me arrastro hasta alcanzar el orinal que descansa en el fondo del cuarto. Agachada, apoyo la espalda en la húmeda pared de cemento. El sonido de la orina que se estrella contra el metal chirría en mis oídos. Al finalizar, trato de regresar a mi refugio, pero las piernas se sublevan y, como un árbol recién talado, me desplomo contra el suelo. El golpe penetra en mí y recorre cada uno de mis dormidos huesos como un huracán. La respiración me abandona y las lágrimas emergen. Pero soy incapaz de gritar. Clavada en el suelo escucho esos pesados pasos que se acercan. El sonido del cerrojo rompe el vacío de la estancia y la puerta se abre. Ahí está el. Se inclina disgustado y con sus grandes manos me recoge sin esfuerzo. Me acuesta con cuidado y me besa en la frente.

-No te muevas. Ahora vuelvo.- dicen sus abismales ojos negros.

Sin cerrar la puerta oigo de nuevo sus pasos. Pasos que se alejan, que se detienen, y que, al fin, regresan. Se acerca a mi y, con delicadeza, comienza a quitarme la ropa. Como quien acicala una hermosa flor, comienza a limpiar mi magullada piel. No me resisto. Algo me dice que antes lo habría hecho. Pero ahora eso queda muy atrás. Mi cuerpo tiembla. Cada roce de su mano va matando lo poco que queda de mí. Al terminar me envuelve de nuevo con ese viejo camisón. Se tumba a mi lado y me abraza.

-Tienes que tener más cuidado. No se que sería de mí sin mi juguetito.

Permanece tumbado. Su respiración errática se estampa contra mi pecho. Al fin, se levanta y se marcha. El sonido del cerrojo vuelve a romper el vacío de la habitación. Sus pasos se alejan. El silencio se instala de nuevo. Miro la diminuta ventana. Quizá tenga razón. Quizá solo soy un juguete, porque al igual que el, no siento nada.