Crimen

Zapatos de tacón rojos

La música se desliza sutil entre corbatas de dudosa reputación y lentejuelas ornamentales. Las bandejas de canapés se pasean bajo lámparas despampanantes al compás de risas desenfadadas. Tres agudos toques contra un cristal detienen la danza y Martinelli atraviesa el silencio. Un aplauso emocionado estalla y se estrella contra su torso. Los tres toques de cristal tienen que intervenir de nuevo y, al fin, Martinelli comienza a hablar.

  • Queridos amigos míos, es un placer contar de nuevo con vosotros en la Gala Benéfica de Milky Way Asociados. A la mayoría os conozco bien y sé, a ciencia cierta, que puedo contar con vuestra generosidad para superar la recaudación del año anterior…

Mientras la voz de Martinelli resuena en las paredes de la sala, unos zapatos de tacón rojos, apoyados en una columna, aguardan a que llegue su momento. A pesar de que siempre le han encantado, esos zapatos aprietan ahora los pies de Jessica como una soga que asciende hasta el centro de su pecho. Apura la copa de champán para tratar de aliviar el sudor de su espinazo. Conoce bien a Martinelli y sabe que, tras su discursito, se mezclará con los presentes y se dejará alabar y dar palmaditas en la espalda. Y en ese momento, sus matones se mezclarán con él y Jessica aprovechará la oportunidad.

El discurso se le hace eterno. Las palabras fluyen pausadas de la boca de Martinelli y Jessica coge otra copa de una bandeja que pasa a su lado. Mira la puerta que debe atravesar. Uno de aquellos matones la cubre casi al completo. Hace tiempo que la idea de huir de allí se ha asentado en sus entrañas. Sabe dónde está el dinero, que aunque es una nimiedad comparado con todo lo que posee Martinelli, será suficiente para huir lejos de él. Apura de nuevo la copa de champán y la deposita en una de las bandejas justo en el momento en que el discurso termina. El aplauso emocionado irrumpe de nuevo en el salón y Martinelli desciende los tres escalones que le llevan a su alabanza. Jessica se separa de la columna y comienza a caminar despacio. El matón de la puerta inicia su movimiento para acercarse a Martinelli. Jessica se desliza entre los presentes sin dejar de mirar la salida. Tiene que pararse a saludar a algunos de esos charlatanes que tanto odia mientras se disfraza con su mejor sonrisa. La puerta sigue vacía pero debe ser más rápida. Siente que el tiempo se le escapa entre aquellas corbatas embaucadoras. Al fin, llega y se detiene junto al pomo. Mira a Martinelli. Habla animado con uno de los oficiales de la Fiscalía. Ojalá se pudra en el infierno. Ojalá se pudran todos.

Da un último vistazo y gira el pomo. Se escabulle en el pasillo que lleva al despacho de Martinelli y espera unos segundos para asegurarse de que nadie la ha visto. La puerta permanece cerrada a su espalda. Da un fuerte suspiro y los apretados zapatos de tacón comienzan su carrera hasta el dinero. Habrá unos doscientos mil dólares. Esa misma tarde vio cómo Martinelli los guardaba en la caja fuerte mientras tenía que darle un forzoso masaje en los pies. Sabe la contraseña. Martinelli se la ha dicho hace tiempo. Confía en ella.

Corre por el pasillo hasta adentrarse en el despacho. Al cerrar la puerta, las voces del salón se apagan. Se agacha y ve la caja fuerte. Con cuidado, teclea los números de la libertad con la punta de sus uñas rojas. La puertecilla se abre. Los billetes devuelven el reflejo de la luz de la noche. Coge el bolso que esa misma tarde ha dejado a propósito en el sillón y guarda el botín. Las manos empiezan a temblarle, pero los años con Martinelli le han enseñado a mitigar el miedo. Al fondo de la caja fuerte un revólver la señala. Sin pensar, lo coge y lo guarda en el bolso para esquivar su mirada acusadora. Está tardando demasiado. Debe darse prisa. En el momento en que Martinelli se de cuenta de que no está… No quiere ni pensarlo.

Coge uno de los abrigos del perchero y sale del despacho apresurada. El eco de los zapatos resuenan por el pasillo y rebotan en su cráneo. Corre hacia el lado contrario a las eufóricas voces. Ve la puerta que da acceso al jardín trasero. Lo atravesará y llegará al garaje. Esa misma tarde ha estado allí. Ha escondido las llaves de uno de los coches que nunca se usan en la guantera y lo ha dejado abierto. Con el trajín de la Gala, nadie la ha visto.

Galopa durante una eternidad hasta que alcanza la salida. Abre la puerta y el aire de la invernal noche le atraviesa las medias. Sale y sus tacones se hunden en la nieve. Empieza a andar. El frío se adentra por sus poros iluminado por las despampanantes lámparas que asoman por las ventanas. Intenta correr, pero los apretados zapatos rojos emprenden una encarnizada lucha con el suelo blanco. Y la nieve lleva las de ganar. Se desliza sobre el cubierto jardín lo más rápido que puede. Ve el garaje a lo lejos a través de los copos que caen con fuerza. Allí está su salvación. Entre tanto coche, ni se fijarán en ella. Además, esa noche la vigilancia corre a cargo de Luca. Y, a esas horas, ya estará borracho.

Continúa su infructuosa carrera. El garaje se acerca despacio. De pronto, una voz furiosa corta el cielo y los zapatos de tacón rojos se detienen aterrados. Martinelli grita de nuevo con más fuerza, pero Jessica es incapaz de girarse. Los copos de nieve se han detenido y se mantienen suspendidos en el aire. La parsimonia de las voces que emergen a través de las ventanas se congela en el firmamento. El frío inunda el pecho de Jessica y sus manos aprietan el bolso hasta el dolor.

  • ¿Creías que te ibas a salir con la tuya?

La voz de Martinelli explota en las sienes de Jessica. Sin pensar, mete la mano en el bolso y acaricia el revólver. Debe intentarlo. Martinelli no dudará en matarla. Lo que más odia en el mundo es la traición.

  • ¡Maldita zorra! Cuando me avisaron esta tarde de tus jueguecitos en el garaje, no quería creerlo. Pero aquí estamos.

Jessica sujeta el revólver con firmeza. De un brinco, gira su cuerpo pero los zapatos de tacón rojos se rebelan y permanecen clavados en la nieve. Pierde el equilibrio y sus pies se liberan de esos apretados tacones. En su descenso hacia al suelo, puede ver la estela de una bala que atraviesa despacio los copos de nieve. Y, justo en ese momento, el tiempo se detiene bajo la tibia luz de las despampanantes lámparas.

Alas Rotas

El día que su abuela le trajo la última pieza del bombardero Boeing B-29 de la Segunda Guerra Mundial, Martinelli fue incapaz de terminar el trozo de pastel que había robado de la bandeja del horno. Tras muchos meses de espera, al fin el juguete que se había convertido en su mundo estaba completo. Había pasado tardes enteras contemplando aquella estructura metálica para averiguar si el resultado final coincidiría con la imagen que guardaba escondida debajo de su colchón. Como cada lunes, esperaba el regreso de su abuela del mercado con el suplemento semanal de aeromodelismo oculto entre los pliegues de su mandil. Pero Martinelli siempre tenía que esperar a que la mujer terminara de hacer la comida. Una gran variedad de platos con los que trataba de saciar los estómagos de su padre y aquellos amigos suyos que siempre le habían dado miedo. Un grupo de hombres ostentosos que entre humo y risas exageradas contaban unas historias que Martinelli no alcanzaba a entender. Mientras tanto, su primo Marco, nacido un mes más tarde que él, se impregnaba de esas mismas historias y jugaba a imitar a cada uno de esos seres extravagantes en la soledad de su habitación.

Cada vez que esa panda de individuos invadía el salón de la casa, Martinelli corría a escabullirse bajo la mesa de la cocina al amparo de los pies de su abuela. Cuando al fin se decidían a regresar a sus quehaceres con los estómagos llenos, Martinelli asomaba su rechoncha nariz sobre la mesa a la espera del pícaro guiño que le invitaba a salir a jugar.

Pero aquella mañana de lunes fue distinta. Martinelli esperó la llegada de su abuela pegado al cristal de la ventana como de costumbre. Pero cuando su padre y la pandilla llegaron en tropel aplastando el silencio, corrió hasta la cocina. Tras hacer una visita fugaz a los pasteles del horno, se acurrucó debajo de la mesa. Al poco rato los pies de su abuela cargados de bolsas aparecieron ante sus ojos. Se movieron despacio entre los muebles hasta detenerse ante él.

  • Hola pequeño. Ya tengo lo que te faltaba.

Martinelli asomó la nariz y abrió los ojos hasta que le dolieron las pestañas.

  • Toma. Guárdalo bien hasta que esos brutos se vayan.

Martinelli agarró la pequeña pieza entre sus dedos y la miró emocionado. Esperó sin quitarle la vista de encima hasta que su abuela le hizo la esperada señal. Salió volando hasta llegar a la caja que guardaba debajo de su cama y montó con cuidado la última pieza de la aeronave. La agarró despacio con sus pequeñas manos y corrió a mostrarle a su abuela su tesoro al completo. La mujer lo miró con ternura y lo besó en la frente.

  • Aprovecha ahora y ve a jugar al jardín.

Martinelli salió disparado y se dejó llevar por el viento que mecía las alas de su nuevo compañero. Corrió entre las flores y dio vueltas hasta dejarse caer sobre la hierba fresca de primavera. Pero de pronto, el sonido violento de un motor interrumpió su vuelo. Uno tras otro, coches de distintos colores se fueron deteniendo frente al jardín. A pesar de que trató de correr, la visión de su padre le paralizó los pies. Agarró la aeronave con las dos manos y la escondió detrás de la espalda. Pero su padre detuvo su vista en él y se acercó con curiosidad.

  • ¿Que haces, niño?
  • Nada, señor.
  • ¿Que escondes ahí detrás?
  • No es nada, señor.
  • No mientas. Déjame ver.

El hombre zarandeó el delgado brazo de Martinelli y la aeronave chocó contra el suelo justo en el momento en que los labios del pequeño comenzaban a temblar.

  • ¿Qué cojones es esto?
  • Solo es un juguete, señor.
  • ¿Un juguete? Esto es una mierda de nenazas.

Martinelli no pudo evitar la estampida de lágrimas que brotaron a través de sus pupilas mientras su padre contemplaba el bombardero con repulsión.

  • ¿Estás llorando por un avión de mierda? ¿Quieres ver lo qué hago yo con tu avión?

El hombre tiró la pequeña aeronave al suelo. Su puntiagudo zapato de terciopelo se dejó llevar y la pisoteó con furia hasta convertirla de nuevo en las piezas solitarias del suplemento semanal.

  • Así aprenderás a ser un hombre de verdad y no dejarme en ridículo delante de la gente. Y ahora lárgate que no quiero verte delante.

Martinelli corrió entre lágrimas hasta los pies de su abuela mientras las carcajadas de esos hombres le atravesaban el pecho. Lloró durante días hasta que sus lágrimas se acabaron, al igual que se fueron acabando las visitas a escondidas a la cocina. Una tarde de verano su abuela se acercó a él y le enseñó con disimulo la primera pieza de un avión de combate de la guerra de Vietnam.

  • Mira pequeño. El del quiosco me ha dado esto para ti.
  • No lo quiero.
  • Pero, ¿lo has visto bien? Tiene cañones.
  • Yo no juego con esas cosas. No soy una nenaza.

Sin esperar la respuesta de los ojos tristes de su abuela, Martinelli salió con paso lento hacia el jardín. Con la cabeza agachada, escuchó las reglas del nuevo juego que su primo Marco se había inventado y se dejó llevar.

En la fría noche

La noche en que puse fin a su vida la ciudad se había cubierto de blanco. El frío rebotaba en mi ventana empañando la vista del exterior. La nieve se mantenía intacta, ajena a pisadas extrañas que alteraran su reposo. Solo un pequeño vehículo, también blanco, se deslizaba sobre ella sin hacer ruido. Apagué el cigarro, me puse el lujoso abrigo que él me había regalado y me sumergí en la invernal noche. El viento golpeaba mi cara con sus afiladas uñas y solo se oían los sordos quejidos de la nieve ante las embestidas de mis tacones. Llegué a la puerta del club pasados unos minutos. La espalda de Billy taponaba la entrada y con sus enormes brazos mantenía el orden de la inexistente cola.

  • Buenas noches Señorita Swan. Hoy llega usted pronto.- Su nariz enrojecida se balanceó sobre su sonrisa.
  • En noches como esta es mejor estar en compañía.

Asintió y esos brazos me invitaron a entrar. Al apartar la pesada cortina de terciopelo rojo, el aroma a tabaco y alcohol me reconfortó. El cálido sonido del saxofón de Miles atravesaba toda la sala deleitando a los pocos oídos allí presentes. Me quité el abrigo y me senté en la barra.

  • Hola Molly, necesito algo fuerte para entrar en calor.

Molly se dio la vuelta y agarró la botella de bourbon del último estante. Su corto vestido dejaba ver más de lo que la moral permite. Golpeó el hielo con las pinzas salpicando su notable escote, lo que hizo que un hombre sentado al fondo estallara en una carcajada que enturbió el suave sonido del cuarteto de jazz. A pesar de su menudez, Molly se movía con la gracia de un pequeño cervatillo y encandilaba a todo aquel que se acercaba a su jaula. Y ella lo sabía.

Dejó el vaso frente a mí y comenzó a llenarlo mientras yo me encendía un cigarrillo.

  • Señorita Swan, debo decirle algo.
  • ¿Que ocurre Molly?

Terminó de servir el bourbon y cerró la botella. Miró a su alrededor y se humedeció los labios. El humo del cigarrillo se interponía entre nosotras.

  • Esta tarde vino un tipo muy raro. Quería hablar con el Señor Bellini. Estaba muy alterado.
  • En este club, de tipos raros vamos sobradas. ¿Sabes que quería?
  • Lo único que sé es que era algo sobre su usted. Luego se encerraron en el despacho del Señor y no pude oír nada más.
  • ¿ De mí? Qué raro. ¿Sabes quién era?
  • No, nunca le había visto. Era bastante alto, con una gabardina negra hasta los pies. Y llevaba el pelo recogido en un moño como una vieja.

Algo se estremeció en mi interior. Había visto a ese tipo antes. ¿Pero dónde? Mierda. En el cementerio.

  • Seguro que no es nada. ¿Has visto al Señor?
  • No ha salido de su despacho desde entonces. Marco y Antonelli se llevaron a ese tipo por la puerta de atrás y no les he vuelto a ver. Me temo que no ha terminado bien.
  • Gracias Molly.

Di la última calada al cigarrillo y lo apagué con calma. Una estridente melodía brotaba del saxofón de Miles y no me permitía pensar con claridad. Estaba perdida. El día anterior, antes de que la nieve hubiera llegado a la ciudad, había ido al cementerio. Le había dicho a Bellini que tenía cita en la peluquería. Carlo, el viejo chófer, me había llevado al salón de belleza. Una vez allí, y a cambio de una generosa propina, me habían enseñado una salida trasera. Tras cambiarme de ropa, me había escabullido hasta la tumba de mi padre. Era su aniversario. Nunca faltaba a la cita. En el cementerio el frío atacaba con tal fuerza que hasta los muertos echaban de menos los rayos de sol. Solo un pequeño grupo de personas a lo lejos asistía a un funeral. Había sacado una pequeña camelia del bolso y la había dejado sobre el pesado mármol que retenía a mi padre. Un par de lágrimas se habían escapado de mis ojos hasta mis heladas mejillas. El sonido de unos pasos había interrumpido mi llanto, y una gabardina negra coronada por un moño se había fijado en mí antes de continuar su camino hacia el alejado entierro. Yo había secado mis lágrimas y había emprendido el camino de vuelta al salón de belleza. Carlo ni se había inmutado.

Y ahora ese hombre había estado en el club. Estoy segura de que me había reconocido y, movido por la curiosidad, se había acercado a la tumba de mi padre. Allí había visto su nombre, atónito. Y aunque no hubiese sido capaz de resolver el rompecabezas al completo, eso había bastado para venir a contárselo a Bellini. Y él había averiguado el resto.

Las gotas de sudor comenzaron a recorrer mi espalda. El cargado ambiente del club se depositó en el fondo de mis pulmones como una roca. Con un escaso dominio de mis movimientos terminé el bourbon de un trago. Uno de los hombres de Bellini, del que no recordaba su nombre, comenzó a caminar hacia mí al compás de las notas de Miles. Su seria mirada no se cruzó con ninguna otra del bar.

  • Señorita Swan, el Señor Bellini la llama. Acompáñeme por favor.

Todo mi cuerpo temblaba. Me levanté y cogí el abrigo con ambas manos. El estruendo de mis latidos silenció la música del club. Caminé despacio junto a esa seria mirada. El calor que ascendía desde mis piernas hasta la nuca me hizo recordar aquella noche de verano. Me acordé de mi padre. Yo tenía 12 años. Golpes atronadores me habían despertado. Minutos después descubriría que eran disparos. Mi madre había corrido hasta mí y me había sacado de la cama. Mi padre, armado y fuera de sí, nos gritaba entre disparo y disparo. Yo no podía oírle. Sombras negras volaban por toda la casa como las moscas sobre la miel. Entre destello y destello mi padre nos empujaba hacia la salida. Su cara encendida con venas de fuego nos escupía palabras que yo no llegaba a entender. Recuerdo salir de la casa, dejando a mi padre atrás y correr. Correr sin mirar al suelo. Correr sin parar hasta llegar al bosque. Descalzas y con los pies ensangrentados. Y seguir corriendo durante una eternidad.

Era el mismo miedo que sentía en ese momento. Subimos la escalera y nos detuvimos ante su puerta. Tres golpes secos resonaron en mi cabeza, cerré los ojos y la puerta se abrió.

– Hola querida. Vaya, hoy estás preciosa.

Limpié el sudor de mis manos en el costoso abrigo y respiré hondo.

  • Hola, mi amor. ¿Cómo ha ido el día?- pregunté tratando de controlar mi voz.
  • Ya sabes, lo de siempre. Lidiando con esta panda de inútiles.- Sonrió con frialdad.

El matón de seria mirada salió del despacho y cerró la puerta. Apreté con fuerza los dientes y comencé a acercarme a él con un sensual movimiento. Dejé el abrigo en uno de los sillones y rodeé la gran mesa de roble que se interponía entre nosotros. Me subí el vestido y, como una mujer entregada, me senté a horcajadas en su regazo. Comenzó a manosear mi pecho y mis labios se posaron en los suyos con deseo. Su respiración empezaba a perder el control. En ese momento deslicé mi mano bajo su mesa. Ahí estaba. El frío tacto del metal me estremeció por un segundo. Mis labios continuaban ahondando en los suyos mientras mi mano sujetaba firme el revólver. Muy despacio lo acerqué a mi muslo y lo introduje por debajo del liguero. Sus manos seguían estudiando mis pechos y sus jadeos comenzaban a alzar el vuelo. De pronto se detuvo.

  • Vayamos a otro sitio a terminar con esto.- dijo limpiándose la boca.

Me incorporé de sus rodillas y me coloqué el vestido con cuidado. Me sujetó del brazo con firmeza hasta la puerta.

  • Espera, mi abrigo.
  • A dónde vamos no te va a hacer falta.

Salimos del despacho y la música regresó de nuevo. Comenzamos a bajar la escalera hasta la barra de Molly. Me miró preocupada. Giramos a la izquierda y atravesamos el almacén. El miedo que había sentido hacía unos instantes se había agazapado y mi cuerpo permanecía alerta. Volví a pensar en aquella noche. Habíamos dejado de correr y una destartalada cabaña nos daba cobijo en el bosque. El calor se escurría entre la madera de sus paredes hasta incrustarse en mi ropa. Mi padre había entrado al trote, ensangrentado y exhausto. Nos habíamos abrazado y llorado. Recuerdo a la perfección sus palabras: “ Tranquila. Sé lo que hay que hacer. Les haré creer que estamos muertos”. Me había besado en la frente y se había ido de la misma forma en que había llegado. No le volvimos a ver.

  • ¿A dónde vamos?- pregunté.

No contestó. Seguimos el camino hasta una gran puerta de hierro que daba a la parte de atrás del club. La abrió y suspiró.

  • Sal.

Me mantuve inmóvil.

  • ¡Que salgas te he dicho!- gritó empujándome con rabia.

Me zambullí en la noche y el frío me golpeó como un huracán.

  • ¿Sabes? Estaba loco por ti Maggie Swan. Aunque debería llamarte Marieta Visconti.

Permanecí en silencio. Todo mi cuerpo temblaba, no sé si debido al miedo o al viento helado que me atravesaba como un puñal. Por ambos quizás.

  • Tu padre. Que gran cabrón. Consiguió engañarnos a todos. ¿Cómo lo hizo? ¿Eh?

Me agarró del cuello con fuerza.

  • Cuando me lo cargué lloraba como un niño. ¿Sabes?. Que gran actor el hijo de puta. ¿En qué estabas pensando? ¿En vengar su muerte?- Soltó una carcajada.

Comenzó a apretar mi cuello con más intensidad y su aliento calentó mis mejillas. No podía hablar. Bajé mi mano despacio hasta mi muslo y noté el metal del revólver en mis entumecidos dedos. Estaba caliente. Agarré la empuñadura con la poca fuerza que me quedaba. Bellini continuaba hablando entre risas. Una comedida admiración se escabullía entre sus dientes cada vez que nombraba a mi padre. Mi garganta se estrechaba cada vez más. Levanté mi mano como pude y apunté a la nuca de Bellini. Cuando el sonido del disparo reventó mis tímpanos, su mano dejó de apretar. Su mirada se apagó sin entender porqué y su cuerpo se desplomó como una rojiza hoja de otoño corrompiendo la tranquila nieve de invierno.

Sin pensarlo empecé a correr. Y seguí corriendo y corriendo durante una eternidad.

Neopsicosis

Al introducir el pie en la bañera, un escalofrío recorrió su cuerpo hasta hacerla estremecer. Desde que había llegado a ese hotel, Marion no había conseguido entrar en calor. Norman le había dicho que lo arreglaría, pero el frío continuaba enquistado en cada una de las paredes del viejo edificio. Abrió el grifo despacio y el agua comenzó a salir. Cuando el vapor le empañó la vista, cerró los ojos y se dejó envolver por su calidez. Pudo oír cómo sus músculos se despertaban poco a poco. El agua limpiaba el frío de su piel y los nervios que la habían acompañado todo el camino se deslizaban por el desagüe. Pensó en el dinero que guardaba bajo la cama y en su nueva vida con Sam.

El roce de la cortina mojada en la espalda le hizo abrir los ojos. Una sombra afilada se dibujaba en la tela con una danza desafiante. El frío regresó de nuevo y le congeló todos los músculos, y en el momento en que la tela desapareció de su vista, pudo ver su propio rostro reflejado en el brillante filo de un cuchillo. Tras él, los candentes ojos de Norman la miraban sin ver. Lo empujó con todas sus fuerzas hasta que la cortina se interpuso entre ellos arropando la convulsa caída. El cuchillo salió disparado y, después de rebotar con el frío cuerpo de Marion, se perdió tras un cesto de mimbre. Norman, aturdido, trataba de sujetarla, pero su resbaladiza piel se le escurría entre los dedos. Marion se arrastró tratando de alcanzar la puerta, pero el robusto brazo de Norman sujetó su pie. Incapaz de seguir, Marion se giró. Norman trataba de incorporarse. De su boca, ríos de saliva furiosa terminaban de empaparle la piel. Tras reunir todas las fuerzas que el miedo le permitía, Marion lanzó un desesperado golpe con la pierna libre. La embestida se incrustó en el descompuesto rostro de Norman. La mano dejó de apretar y su cabeza inició un violento viaje hacia el borde de la bañera que dejó a la vista sus partes más secretas. La sangre comenzó a brotar de sus ojos hasta salpicar el pie desnudo de Marion. Se apartó aterrada. Los latidos de su corazón se le escapaban por la garganta al compás de la sangre que la cabeza de Norman despedía. Marion se levantó y alcanzó la puerta como pudo. Pero en el momento de abrirla, el contenido de su estómago apareció por sorpresa y tuvo que detenerse para dejarlo salir. De rodillas, se arrastró por la habitación y alcanzó su ropa. Se vistió a pesar de la resistencia que los brazos le ofrecían. Buscó debajo de la cama el dinero envuelto en periódico que iba a cambiar su vida. Lo guardó y salió al trote del hotel. La niebla de la noche le impedía ver y el frío seguía incrustado en su piel como clavos ardientes. Corrió a trompicones hasta el coche pero, en el momento en que sus dedos estaban a punto de alcanzarlo, un fuerte dolor en el cráneo la cegó y convirtió la huida en oscuridad.

Un profundo olor a cera comenzó a colarse entre sus sueños. Un agudo pinchazo atravesaba ese olor desde la base de su cabeza. Trató de abrir los ojos pero el dolor era tan fuerte que se negaban a hacerlo. Quiso gritar pero algo se lo impedía. Sus labios permanecían pegados. Trató de mover la mano para liberar su voz pero no fue capaz. Algo la sujetaba con fuerza. Intentó abrir los ojos de nuevo. Poco a poco, una borrosa imagen fue adentrándose en su interior. La amarillenta luz de una vela se le clavó en las pupilas. Trató de gritar de nuevo pero no pudo. Abrió un poco más los ojos y miró a su alrededor. Su cuerpo permanecía inmóvil, adherido con cinta a una silla. No, no era una silla. Una mecedora le devolvía un cálido movimiento de rechazo a cada uno de sus intentos de fuga. A su alrededor, la tenue luz que brotaba de la vela se depositaba desganada en los muebles de una vieja habitación. Un armario oscuro de madera era la única compañía de una antigua cama cuidada al detalle.

El chirrido de la puerta le estrujó el estómago. Marion quedó paralizada mientras el tablón de madera se deslizaba despacio acompañado de las quejas del metal que lo sujetaba. Cuando llegó a su final, una silueta se dibujó ante ella. Comenzó a temblar a pesar de que el frío ya la había abandonado. La figura inició un suave movimiento hasta que la tenue luz se depositó en su rostro. Una anciana de mirada gris y arrugas encrespadas observó a Marion con decisión. Comenzó a arrastrar sus pesados pies mientras la luz creaba sombras imposibles en los surcos de su cara. Marion quiso gritar de nuevo pero solo pudo aullar en silencio. La anciana se detuvo y, con un movimiento aun más lento que sus pasos, introdujo la mano en el bolsillo. Marion trataba de soltarse pero, a cada movimiento, la mecedora le devolvía su rechazo con un armonioso baile. Cuando los torcidos dedos de la anciana aparecieron ante sus ojos, el brillante reflejo de unas tijeras rasgó la poca esperanza que le quedaba. La anciana se agachó despacio y acercó el frío metal al rostro de Marion. Su olor decrépito se mezclaba con el sabor de las lágrimas que se le colaban en la boca. Cerró los ojos. El sonido del primer corte atravesó la estancia, pero Marion no sintió dolor. Otro corte rasgó el silencio pero continuó sin sentir nada. Abrió los ojos sin entender. Las encrespadas arrugas permanecían a escasos centímetros de ella. La anciana sujetaba las tijeras con los retorcidos dedos que se afanaban en su tarea. Un mechón de pelo negro se descolgó de la frente de Marion hasta depositarse en su mano. El metal continuó rasgando el silencio hasta cubrirle todo el cuerpo con su mutilado cabello. Cuando no hubo nada más que cortar, la anciana se incorporó y sonrió. Sus dientes amarillos se fundieron con la luz de la estancia.

  • Ahora tú serás mi Norman.- Y abandonó la habitación mientras el frío regresaba de nuevo al cuerpo de Marion.