Autor: Niska Carrera

El camino a la escuela

  • ¡Alicia! Ponte el abrigo que vamos a llegar tarde.

Como cada mañana, mi madre expulsa la colección de frases que descansan en su cabeza, mientras da color a sus labios en el espejo del baño.

  • ¡Yaa me lo he puestooo!.

Sin emitir ninguna respuesta, termina de colorear su boca de rojo. En realidad, creo que necesita soltar todas esas palabras hasta tener el cerebro vacío. Si no lo hace, esperarán al peor momento para salir, que sin duda será alguno en que esté delante su pesado jefe.

  • Vamos que llegamos tarde.

Sale del cuarto de baño y el sonido de sus zapatos asusta a Garfield, que desaparece debajo del sofá sin despedirse. Se envuelve en su abrigo de pelo y se mira por última vez en el espejo que hay junto a la entrada. Sonríe satisfecha y me agarra la mano para salir a la calle, atestada del bullicio de un nuevo día de escuela.

Es invierno y el viento golpea mi cara tan fuerte que tengo que apretar mi mejilla contra el suave abrigo de mamá. No he traído los guantes, pero no digo nada porque siempre se enfada cuando se me olvidan las cosas. Si guardo la mano en el bolsillo podré llegar al colegio sin perder los dedos. Otros niños pegados a sus padres caminan entre nosotras hacia el mismo lugar. A veces, mamá les saluda con un leve movimiento de cabeza, y otras, hace como si no se conocieran. Creo que es culpa del frío. Al crecer, las personas tienen que cerrar la boca para que el viento no les congele la garganta. Por eso nunca se hablan, a pesar de verse todos los días.

Seguimos caminando y me fijo en el suelo. El dibujo de una flor se esparce por algunos adoquines salteados. Una flor que tiempo atrás creció en ese lugar hasta que las pisadas de miles de zapatos la incrustaron en la piedra. Decido encomendar esa misma tarea a mis botas para que su dibujo no se esfume. Comienzo a saltar sobre ellas, una tras otra. El viento ya no me molesta. Sigo saltando agarrada a mamá, pero de pronto, las flores se acaban. Me detengo y busco a mi alrededor, hasta que veo las líneas de un dibujo solitario al borde de la acera. Cojo impulso y me lanzo hacia allí, pero mi brazo, incapaz de alargarse, se queda atrapado entre los dedos de mamá mientras la flor se aleja de mi vista.

  • ¿Qué haces? ¿Cuantas veces te he dicho que no te acerques a la carretera?
  • Solo quería…
  • Deja de hacer el tonto. ¿No te he contado la historia del hijo del panadero?
  • Sí mamá.

A pesar de que ya he escuchado la historia cientos de veces, mamá continúa con su relato. Creo que, al igual que con sus frases de cada mañana, si no lo deja salir quedará dando tumbos en su cabeza y no la dejará pensar.

  • El niño del panadero nunca se estaba quieto. Siempre andaba haciendo el tonto como tú. Hasta que un día, jugando a escapar de su padre, se acercó demasiado a la carretera y el espejo retrovisor del autobús escolar le propinó tal golpe que no se pudo hacer nada por él.

Tras contar su historia respira satisfecha y acelera el paso. Desde ese momento dejo de pisar las flores y me dedico a ver cómo otros niños impiden que su dibujo desaparezca. Al fin, llegamos al semáforo que está en frente de la escuela. Mamá siempre dice que si no fuera por ese semáforo casi podría ir sola al colegio, pero sé que no lo dice de verdad.

Esperamos a que la niña de verde nos deje cruzar mientras compruebo que los dedos en mi bolsillo no se han congelado. El viento sigue soplando con fuerza y los adultos agachan sus cabezas al tiempo que los niños abren la boca tratando de masticarlo. Un grito transformado en un “hola” atraviesa la carretera y levanta la cabeza de mamá. La madre de Laura agita su brazo contra el viento mientras sonríe. Mamá la imita sin darse cuenta de que, justo en ese momento, el autobús del colegio va a pasar por delante de nosotras. El pecho se me aprieta contra el cuerpo y mis labios comienzan a temblar como en los días de playa sin sol. Estrujo con fuerza su mano y tiro de ella hacia atrás para salvarla. Su cuerpo se balancea, y uno de los ruidosos zapatos se enreda con mi bota de charol hasta desprenderse de su pie, que se aleja del suelo. En su caída hacia atrás, suelta mi mano y su recién peinado pelo se desmonta contra el borde de una farola. La gente grita a mi alrededor. Están contentos porque la he salvado. Recojo el zapato que se ha quedado atrapado entre mis pies y me acerco a ella. Permanece tumbada con los ojos cerrados y los labios de color. Me agacho despacio y le susurro al oído:

  • Te he salvado, mamá.

Pero su boca permanece sellada para impedir que el viento frío se cuele entre sus dientes y le congele la garganta.

Neopsicosis

Al introducir el pie en la bañera, un escalofrío recorrió su cuerpo hasta hacerla estremecer. Desde que había llegado a ese hotel, Marion no había conseguido entrar en calor. Norman le había dicho que lo arreglaría, pero el frío continuaba enquistado en cada una de las paredes del viejo edificio. Abrió el grifo despacio y el agua comenzó a salir. Cuando el vapor le empañó la vista, cerró los ojos y se dejó envolver por su calidez. Pudo oír cómo sus músculos se despertaban poco a poco. El agua limpiaba el frío de su piel y los nervios que la habían acompañado todo el camino se deslizaban por el desagüe. Pensó en el dinero que guardaba bajo la cama y en su nueva vida con Sam.

El roce de la cortina mojada en la espalda le hizo abrir los ojos. Una sombra afilada se dibujaba en la tela con una danza desafiante. El frío regresó de nuevo y le congeló todos los músculos, y en el momento en que la tela desapareció de su vista, pudo ver su propio rostro reflejado en el brillante filo de un cuchillo. Tras él, los candentes ojos de Norman la miraban sin ver. Lo empujó con todas sus fuerzas hasta que la cortina se interpuso entre ellos arropando la convulsa caída. El cuchillo salió disparado y, después de rebotar con el frío cuerpo de Marion, se perdió tras un cesto de mimbre. Norman, aturdido, trataba de sujetarla, pero su resbaladiza piel se le escurría entre los dedos. Marion se arrastró tratando de alcanzar la puerta, pero el robusto brazo de Norman sujetó su pie. Incapaz de seguir, Marion se giró. Norman trataba de incorporarse. De su boca, ríos de saliva furiosa terminaban de empaparle la piel. Tras reunir todas las fuerzas que el miedo le permitía, Marion lanzó un desesperado golpe con la pierna libre. La embestida se incrustó en el descompuesto rostro de Norman. La mano dejó de apretar y su cabeza inició un violento viaje hacia el borde de la bañera que dejó a la vista sus partes más secretas. La sangre comenzó a brotar de sus ojos hasta salpicar el pie desnudo de Marion. Se apartó aterrada. Los latidos de su corazón se le escapaban por la garganta al compás de la sangre que la cabeza de Norman despedía. Marion se levantó y alcanzó la puerta como pudo. Pero en el momento de abrirla, el contenido de su estómago apareció por sorpresa y tuvo que detenerse para dejarlo salir. De rodillas, se arrastró por la habitación y alcanzó su ropa. Se vistió a pesar de la resistencia que los brazos le ofrecían. Buscó debajo de la cama el dinero envuelto en periódico que iba a cambiar su vida. Lo guardó y salió al trote del hotel. La niebla de la noche le impedía ver y el frío seguía incrustado en su piel como clavos ardientes. Corrió a trompicones hasta el coche pero, en el momento en que sus dedos estaban a punto de alcanzarlo, un fuerte dolor en el cráneo la cegó y convirtió la huida en oscuridad.

Un profundo olor a cera comenzó a colarse entre sus sueños. Un agudo pinchazo atravesaba ese olor desde la base de su cabeza. Trató de abrir los ojos pero el dolor era tan fuerte que se negaban a hacerlo. Quiso gritar pero algo se lo impedía. Sus labios permanecían pegados. Trató de mover la mano para liberar su voz pero no fue capaz. Algo la sujetaba con fuerza. Intentó abrir los ojos de nuevo. Poco a poco, una borrosa imagen fue adentrándose en su interior. La amarillenta luz de una vela se le clavó en las pupilas. Trató de gritar de nuevo pero no pudo. Abrió un poco más los ojos y miró a su alrededor. Su cuerpo permanecía inmóvil, adherido con cinta a una silla. No, no era una silla. Una mecedora le devolvía un cálido movimiento de rechazo a cada uno de sus intentos de fuga. A su alrededor, la tenue luz que brotaba de la vela se depositaba desganada en los muebles de una vieja habitación. Un armario oscuro de madera era la única compañía de una antigua cama cuidada al detalle.

El chirrido de la puerta le estrujó el estómago. Marion quedó paralizada mientras el tablón de madera se deslizaba despacio acompañado de las quejas del metal que lo sujetaba. Cuando llegó a su final, una silueta se dibujó ante ella. Comenzó a temblar a pesar de que el frío ya la había abandonado. La figura inició un suave movimiento hasta que la tenue luz se depositó en su rostro. Una anciana de mirada gris y arrugas encrespadas observó a Marion con decisión. Comenzó a arrastrar sus pesados pies mientras la luz creaba sombras imposibles en los surcos de su cara. Marion quiso gritar de nuevo pero solo pudo aullar en silencio. La anciana se detuvo y, con un movimiento aun más lento que sus pasos, introdujo la mano en el bolsillo. Marion trataba de soltarse pero, a cada movimiento, la mecedora le devolvía su rechazo con un armonioso baile. Cuando los torcidos dedos de la anciana aparecieron ante sus ojos, el brillante reflejo de unas tijeras rasgó la poca esperanza que le quedaba. La anciana se agachó despacio y acercó el frío metal al rostro de Marion. Su olor decrépito se mezclaba con el sabor de las lágrimas que se le colaban en la boca. Cerró los ojos. El sonido del primer corte atravesó la estancia, pero Marion no sintió dolor. Otro corte rasgó el silencio pero continuó sin sentir nada. Abrió los ojos sin entender. Las encrespadas arrugas permanecían a escasos centímetros de ella. La anciana sujetaba las tijeras con los retorcidos dedos que se afanaban en su tarea. Un mechón de pelo negro se descolgó de la frente de Marion hasta depositarse en su mano. El metal continuó rasgando el silencio hasta cubrirle todo el cuerpo con su mutilado cabello. Cuando no hubo nada más que cortar, la anciana se incorporó y sonrió. Sus dientes amarillos se fundieron con la luz de la estancia.

  • Ahora tú serás mi Norman.- Y abandonó la habitación mientras el frío regresaba de nuevo al cuerpo de Marion.

Juguete roto

Me despierto con el sonido de unos pesados pasos sobre mí. Esta noche me ha dejado dormir. Abro los ojos muy despacio. Una tenue luz se filtra entre las rejas de la pequeña ventana que nunca consigo alcanzar. Las motas de polvo ejecutando una hipnótica danza la atraviesan. La gélida estancia se ilumina suavemente dibujando los contornos de mi cama. Esa cama es lo único que me cobija entre estas cuatro frías paredes. Al tratar de incorporarme un dolor atraviesa mi brazo. En mis muñecas unos vendajes de color pardo se descuelgan dispares. Las marcas que la anterior cuerda ha grabado en ellas siguen vivas. Ahora la cuerda ya no está. Ese ha sido uno de mis regalos. Me levanto. Con las piernas entumecidas me arrastro hasta alcanzar el orinal que descansa en el fondo del cuarto. Agachada, apoyo la espalda en la húmeda pared de cemento. El sonido de la orina que se estrella contra el metal chirría en mis oídos. Al finalizar, trato de regresar a mi refugio, pero las piernas se sublevan y, como un árbol recién talado, me desplomo contra el suelo. El golpe penetra en mí y recorre cada uno de mis dormidos huesos como un huracán. La respiración me abandona y las lágrimas emergen. Pero soy incapaz de gritar. Clavada en el suelo escucho esos pesados pasos que se acercan. El sonido del cerrojo rompe el vacío de la estancia y la puerta se abre. Ahí está el. Se inclina disgustado y con sus grandes manos me recoge sin esfuerzo. Me acuesta con cuidado y me besa en la frente.

-No te muevas. Ahora vuelvo.- dicen sus abismales ojos negros.

Sin cerrar la puerta oigo de nuevo sus pasos. Pasos que se alejan, que se detienen, y que, al fin, regresan. Se acerca a mi y, con delicadeza, comienza a quitarme la ropa. Como quien acicala una hermosa flor, comienza a limpiar mi magullada piel. No me resisto. Algo me dice que antes lo habría hecho. Pero ahora eso queda muy atrás. Mi cuerpo tiembla. Cada roce de su mano va matando lo poco que queda de mí. Al terminar me envuelve de nuevo con ese viejo camisón. Se tumba a mi lado y me abraza.

-Tienes que tener más cuidado. No se que sería de mí sin mi juguetito.

Permanece tumbado. Su respiración errática se estampa contra mi pecho. Al fin, se levanta y se marcha. El sonido del cerrojo vuelve a romper el vacío de la habitación. Sus pasos se alejan. El silencio se instala de nuevo. Miro la diminuta ventana. Quizá tenga razón. Quizá solo soy un juguete, porque al igual que el, no siento nada.

El Bosque

Como cada mañana, Antón salió de casa, se montó en su anticuado Seat y se dispuso a recorrer los treinta kilómetros que lo separaban de su preciado trabajo en la granja. Hacía un par de días que la primavera había empezado su faena y parecía que su mayor aliado, el sol, había llegado para quedarse. La carretera, siempre desierta a esas horas, deleitaba a su único invitado con el brillante verde de sus campos. Siempre conducía con la radio apagada y la ventanilla abierta. Si alguien le hubiese preguntado el porqué, habría inventado cualquier excusa para no reconocer que, en realidad, lo hacía para sentir el ronco sonido de ese viejo trasto. Pero esa mañana, en la única cuesta que interrumpía todo el recorrido, el motor comenzó a atragantarse. Redujo la velocidad hasta casi detener el vehículo y agudizó el oído. El motor se había callado. Echó el freno de mano y bajó. Abrió el capó con cuidado y analizó la situación. Había arreglado ese coche tantas veces que conocía cada centímetro de su engranaje. Todo estaba en orden. Suspiró. Estaba a unos pocos metros del final de la cuesta, lo empujaría hasta allí para tratar de encenderlo.

Cuando se disponía a llevar a cabo su plan, escuchó unas risitas festivas que provenían del interior del bosque que se extendía a su lado. Se acercó. Parecían risas de chiquillos. Se adentró despacio entre los árboles y, como una ráfaga de viento fugaz, las vio. Dos pequeñas e inverosímiles figuras corretearon ante sus ojos, una tras otra, desapareciendo un instante después. Su corazón bombeaba tan deprisa que parecía querer escapar a través de sus oídos. Se apoyó en un árbol y trató de recuperar el aliento. Se limpió los ojos con fuerza y volvió a fijar la vista en el profundo bosque. Las dos figuras se precipitaron veloces de nuevo entre risas, pero esta vez, se plantaron frente a él en menos de lo que dura un pestañeo. Le observaron inquisitivas. Antón, invadido por el pánico, trató de retroceder, pero una gran piedra frustró su torpe intento llevándole hasta el suelo.

– ¿Qué….sois?- preguntó.

No contestaron. Trataba de procesar lo que sus ojos estaban viendo. Ante sí, dos pequeños cuerpos le analizaban curiosos. Disponían de piernas, brazos, cabeza, ojos, y todo lo que un ser humano debe de tener, pero no medían más de treinta centímetros. Eran como personas reducidas. Cubrían sus figuras con hojas de distintos tipos y tamaños, lo que las hacía parecer un ramo colgado al revés. En sus redondos y azules ojos se apreciaba la molestia que su presencia les causaba. En un imperceptible movimiento, una de las pequeñas criaturas trepó por su pierna y regresó junto a su compañera tan veloz que Antón ni siquiera tuvo tiempo de notar el cosquilleo de esas manitas en su bolsillo. Cuando se dio cuenta, la pequeña criatura se encontraba frente a él con su cartera en la mano. Con gran trabajo comenzaron a sacar todo lo que había dentro de ese pequeño billetero que a ellas les resultaba tan aparatoso. Antón era incapaz de reaccionar. Trató de escapar de allí pero su cuerpo se negaba a acompañarle. De pronto las dos pequeñas criaturas comenzaron a saltar y reírse con esa festiva melodía que le había guiado hasta allí. Danzaban emocionadas y sus risotadas cada vez eran más elevadas. Al fin, tratando de contener su alegría, se acercaron a él.

Continuaba recostado en el suelo con los brazos apoyados en la piedra que había interrumpido su escapada. El sudor de su espalda iba cambiando poco a poco el color de su camisa. La actitud de esas dos personitas había cambiado. Ahora lo miraban fijamente y con sus diminutas manos sujetaban una fotografía que le mostraban entusiasmadas. En esa foto solo se veía a Antón agachado al lado de un enorme perro. Era Rocky, el mastín de la granja. Una de las criaturas, con un curioso y delicado movimiento, comenzó a hacerle señas que le invitaban a seguirlas hasta lo más profundo del bosque. Se acercaron despacio a él para ayudarle a levantarse, pero el miedo tomó las riendas de su cuerpo y, a cuatro patas y desesperado, salió de allí tan rápido como pudo. Corrió sin mirar atrás hasta que una atrevida rama se cruzó en su camino y todo se tornó en oscuridad.

Desde lejos, la melodía de una vieja canción country llegó hasta sus oídos. El conocido olor de su viejo trasto le hizo abrir los ojos. Estaba sentado en su coche, con el motor en marcha y la radio encendida. Por la ventanilla bajada entraba una brisa suave que atemperaba sus ideas. Estaba aturdido y le dolía un poco la cabeza. Pensó en lo que había pasado. Se había quedado dormido. Era la primera vez que le ocurría. Abrió la guantera, sacó una botella de agua y bebió un extenso trago. Se refrescó la cara, apagó la radio y emprendió el camino a la granja. Seguía un poco aturdido pero el aire fresco que azotaba su frente hizo que a su llegada se encontrara mucho mejor. Bebió otro trago de agua, y riéndose del mal sueño que había tenido, bajó del coche. Caminó por el sendero que llevaba hasta la entrada y vio a Rocky sentado junto a la escalera. Le observaba inmóvil. Su pelo negro resplandecía con el reflejo del sol. En sus ojos contempló un brillo que Antón no supo descifrar. Rocky se incorporó muy despacio y arrastrando sus robustas patas se detuvo frente a el.

– Antón, creo que tenemos que hablar.

Final

Sentado en el coche patrulla, no podía pensar en nada. Observé por la ventanilla el cerrado cielo de la ciudad a punto de abrirse y liberar toda su esencia. La niebla se entrelazaba entre los edificios impidiendo ver su fin. La gente, apresurada, huía de la inminente tormenta con la cabeza baja, sin fijar la vista en nada más que sus otoñales zapatos.

Parados en un semáforo, el tráfico me pareció más tedioso que de costumbre. Miré al conductor, un joven con un uniforme que aun olía a nuevo. Percatándose, me preguntó complaciente si me encontraba bien. Asentí y volví a mirar a través de la ventanilla. El verde reflejo del semáforo chocó contra el cristal fracturándose en las grandes gotas que se deslizaban sobre el mismo. El sonido a claxon se mezclaba con las pisadas aceleradas sobre la acera mojada.

Al fin el vehículo se detuvo en la entrada del hospital. El agua rebotaba enfurecida en el suelo. Permanecí inmóvil contemplando la puerta hasta que la lluvia cubrió el cristal de mis gafas por completo. Tomé aire y, sin ver nada, entré. En el ascensor una mujer con un uniforme verde tres tallas más grande de lo esperado me miró con desconfianza. Avergonzado, dirigí la vista al espejo. Frente a mi un hombre con la nariz rota y calado hasta los huesos me devolvió la mirada agotado.

-Soy policía -dije, y salí del ascensor sin esperar respuesta alguna.

En el pasillo, contagiado por ese olor a hospital, una horrible sensación se fue formando en mi estómago y al llegar a la habitación una arcada brotó de mi garganta. Como pude, abrí la puerta. Ahí estaba. Rígido, petrificado, como un cadáver que se resiste a serlo. El brillante metal de unas esposas asomaba por debajo de la sábana hasta amarrarse a la barandilla de la cama. Un colgante con un crucifijo dorado reposaba en su pecho descubierto, contemplándome con aire burlón. Sus ojos abiertos no miraban nada y su boca no oponía resistencia a la cánula que de ella se desprendía. En su cabeza, un vendaje cubría el lugar donde la bala le había alcanzado. Bala que yo había disparado la noche anterior dando caza al monstruo.

Julia ya no está…

La tarde estaba a punto de partir. El sol comenzaba a acurrucarse bajo su sábana de terciopelo azul. Pescadores cansados y quemados por el sol apilaban sus pequeñas barcas para regresar al descanso del hogar. Un vivaracho perro de ébano corría feliz formando imposibles dibujos sobre la arena, perseguido por un niño incapaz de alcanzarle. El agua tranquila componía una pausada melodía interrumpida por el canto de las gaviotas. Un par de jóvenes corrían sudorosos entre risas por el paseo teniendo que esquivar a una pareja de enamorados entregados a un beso eterno. Grandes barcos se posaban a lo lejos como pequeñas manchas sobre el horizonte. Y yo, sentado en ese descolorido banco de recuerdos tan felices, contemplaba toda la escena sin ser parte de ella.

– Estas aquí. Todos te estamos buscando.

– Lo siento, no puedo hacerlo.

– Tenemos que irnos. El funeral va a empezar. Julia hubiese querido que estuvieses allí.

– Julia ya no está.

– Tienes que intentarlo. Por los niños. Te necesitan.

– Me quedaré aquí.

– No estás solo, ¿lo sabes, no?

– Pero Julia ya no está.