Autor: Niska Carrera

Primera cita

Cuando la melodía del teléfono móvil atravesó el bolsillo del pantalón de Sara, el libro de Filosofía que descansaba bajo su brazo resbaló hasta estamparse contra la deportiva morada que le habían regalado por Navidades. En la pantalla, la imagen de su madre esperaba sonriente una respuesta.

  • Hola mamá. Estoy saliendo de clase.- contestó mientras salvaba a Platón y a su pandilla de ser engullidos por las desgastadas escaleras del instituto.
  • Solo quería saber cómo te había ido en el examen.
  • Bien, mamá.
  • Me alegro mucho, hija. Ya sólo nos queda uno más para graduarte. Estoy muy orgullosa de ti. ¿Que quieres que te prepare para cenar?
  • Mamá, ¿lo has olvidado? He quedado con Fran.
  • Ah, es verdad. ¿Estás segura de que quieres ir?
  • Pero ¿qué dices? Claro que estoy segura.
  • Sólo me preocupo por ti. Ten mucho cuidado.
  • Vale ya, mamá.
  • Si no te sientes preparada puedes venir a casa.
  • ¿Preparada? Si por fin me ha invitado a salir.
  • Está bien. Que te diviertas. Pero si te sientes incómoda llámame e iré a buscarte.
  • Vale, nos vemos después. Adiós.

Colgó el teléfono y guardó la preocupada voz de su madre en el bolsillo del pantalón vaquero. Bajó las escaleras y salió del edificio de ladrillo que la había retenido los últimos años. Un examen más y se olvidaría por completo de esas paredes pintadas de crueldad adolescente. El cargante sol de verano se imponía con fuerza ante la agotada primavera, y decenas de cuerpos novatos refrescaban sus espaldas en la hierba sin arreglar del jardín. De pronto vio a Fran. Charlaba animado con otros dos jóvenes de su clase bajo la sombra de uno de los almendros del parque. Se acercó nerviosa.

  • Sara, ¿ya has salido? ¿Que tal te fue?
  • Mejor de lo que esperaba, la verdad.
  • Sabía que te saldría bien.

Fran bajó la vista y una sonrisa se escapó avergonzada por la comisura de sus labios.

  • ¿Estás lista para ir a ver la última de John Carpenter?
  • No sé si lista es la palabra, pero sí.

Emprendieron el viaje hasta el centro comercial mientras se alejaban de la mirada curiosa de los dos jóvenes bajo el almendro. Durante el camino, Fran echaba a volar sus palabras mientras Sara asentía sin dejar de prestar atención. No se le daba bien hablar. Se detuvieron en el semáforo frente al centro comercial. El sol comenzaba a perder su fuerza y una brisa suave se colaba entre los cantos de los pájaros. Cuando el sonido del monigote verde les invitó a cruzar, Fran tomó la mano de Sara con dulzura mientras una sonrisa aterradora se dibujaba en su rostro. Sara se estremeció y se liberó asustada.

  • ¿Estás bien?- preguntó Fran sin rastro de esa cruel sonrisa.

Sara asintió y continuó caminando a su lado. El cielo comenzó a oscurecerse bajo nubes de un gris furioso y los pájaros cesaron su voz. Cuando llegaron a la puerta, Fran deslizó su mano sobre el hombro de Sara para invitarla a entrar. Volvió a estremecerse pero, en el momento en que intentó alejarse, la mano apretó con más fuerza. Miró a su hombro y comprobó que aquello que la retenía ya no era una mano. Unos dedos torcidos coronados por garras afiladas bañadas en sangre se hundían en su piel. Un dolor agudo le recorrió la espalda hasta el fondo del estómago. Miró a Fran pero su rostro había desaparecido. Ante ella, unos ojos enormes sobresalían de unos rasgos deformados por decenas de llagas que escupían un líquido denso y amarillento. Las palabras alegres de Fran se habían convertido en charcos de saliva que huían de unos colmillos ansiosos hasta depositarse en la delicada piel de Sara. Un grito se le escapó de la garganta y empujó a aquella cosa con todas sus fuerzas. Consiguió soltarse de esa garra pero sus pies no se pusieron de acuerdo y su huida finalizó en el suelo.

Un rugido feroz bañado en saliva se escapó de aquella cosa empujado por su áspera lengua y atravesó el cielo gris. Los brazos de Fran comenzaron a hincharse y su pecho emprendió una violenta fuga a través de los jirones de su camiseta. Heridas abiertas se dibujaban en él y desgarraban sus ropajes. Sara no podía moverse. Con un último rugido la enorme lengua devoró por completo el inocente cuerpo de Fran. Una inmensa bestia con la piel inundada por cráteres de pus furiosos comenzó a acercarse a Sara. Cuando la colérica saliva de aquellos colmillos le salpicó el rostro y la cortante lengua desgarró su mejilla, un chillido incontrolado le atravesó el estómago. Sin pensarlo, Sara lanzó su pierna contra el monstruo y la deportiva morada se hundió en uno de los agujeros de su pecho hasta que la enorme lengua retrocedió. Sara se arrastró por el suelo hasta que sus pies llegaron a un acuerdo y la empujaron a correr. Entró en el centro comercial tratando de pedir ayuda pero no había nadie. El silencio se rompía por el estruendo de su respiración. Corrió entre escaparates vacíos hasta que un nuevo rugido atravesó el aire y se estrelló en los cristales de las tiendas desiertas convirtiéndolos en una lluvia afilada. Sara miró hacia atrás. La bestia había duplicado su tamaño. Se precipitaba hacia ella subida en sus cuatro patas haciendo estremecer el suelo a cada zancada. Corrió hasta llegar a los baños. Entró y se escondió en uno de ellos. Cerró la puerta y se subió a la taza del váter. Las lágrimas manaban por sus mejillas sin rumbo y su pecho se afanaba en controlar el ritmo desbocado de su corazón.

Un golpe seco en la puerta del baño la paralizó. Otro golpe hizo que su pecho perdiera el control de sus latidos. Uno tras otro, los golpes se iban dibujando en la fina puerta que la separaba de lo que antes había sido Fran. Grietas cada vez más grandes deformaban esa puerta y daban paso a aquella lengua bañada en odio. Cuando el último trozo de madera desapareció ante ella, Sara cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas.

  • ¡Sara! ¿Puedes oírme? ¡Sara! Por favor, mírame. Soy mamá.¡Sara!

Sara abrió los ojos despacio. La bestia había desaparecido. La puerta del baño estaba intacta y los ojos húmedos de su madre le hablaban preocupados.

  • Sara, mi niña. Soy yo. Todo va a estar bien.
  • ¿Mamá? Había una bestia…

Rompió a llorar y se desplomó entre los brazos de su madre.

  • Está bien cariño. Nos vamos a casa.

Hundida en su cálido pecho se dejó llevar. Salieron del baño y vio el rostro aterrorizado de Fran. Se abrazó con fuerza a ese pecho y cerró los ojos.

  • Fran era un monstruo…
  • Lo sé mi niña, lo sé. Algún día todo cambiará. Pero es demasiado pronto aun.
  • No lo entiendo…
  • Lo harás. Con el tiempo recordarás y serás capaz de hacerlo. Y cuando estés preparada podrás salir otra vez con un buen chico. Pero aun no es el momento.
  • Quiero irme a casa…

Su madre la abrazó con fuerza y salieron del centro comercial ante las miradas desconcertadas de decenas de jóvenes. El sol se posó sobre ellas mientras los pájaros cantaban alborotados por la llegada del verano. Sara giró la cabeza y vio a Fran a lo lejos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras su rostro de niño asustado se despedía de ella.

El gato

  • Jack, pásame el vino.
  • Y una mierda.
  • Venga, no seas así, que hoy no he sacado nada.
  • Te jodes. He estado todo el día aguantando a las viejas de la iglesia para conseguir la pasta. Ya te avisé de que no fueras a pedir al mercado. Son unas ratas.
  • Venga tío, solo un trago.
  • Hay que joderse.

Jack dio un buen trago al cartón aplastado de vino y se lo pasó a Tom con recelo. La luz de una sirena rebotó en las paredes del estrecho callejón hasta iluminar el ansia agrietada de los labios de Tom.

  • Ehhh, no te lo acabes, cabrón!

Jack le arrebató el cartón de las mugrientas manos mientras Tom cazaba con la lengua las gotas que intentaban agazaparse entre su barba.

  • Hoy escuché a unos tipos hablando en el mercado de algo muy raro sobre un gato.- dijo Tom
  • ¿Un gato?
  • Sí. Decían que si metes a un gato y un bote de veneno en una caja no sabes si está vivo o muerto hasta que la abres.
  • Pues vaya par de listos.
  • Y hasta ese momento las dos cosas pasan a la vez. Vida y muerte.
  • Nadie puede estar vivo y muerto al mismo tiempo.
  • ¿Cómo lo sabes si no lo ves?
  • Pues porque lo sé.

Jack se escurrió debajo del cartón húmedo hasta cubrir su cuerpo. Tom continuó hablando.

  • Y he pensado que a lo mejor todo existe sólo porque lo vemos.
  • Sí claro. Si fuera así dejaría de oler tu apestoso culo cuando cierro los ojos.
  • Piénsalo. Si no hay nadie mirando ¿cómo sabemos que una cosa existe?
  • Venga ya. Si eso fuese cierto nosotros no existiríamos.
  • Porque si tu metes al gato en la caja y no hay nadie que lo vea no sabrán si está vacía.
  • Joder, mañana te dejo la puerta de la iglesia para que saques algo que se te está yendo la olla.
  • Le he estado dando vueltas toda la tarde y creo que en realidad nada existe. Todo lo que hay está en nuestra cabeza. Y cada uno de nosotros lo ve a su manera. Por tanto hay tantas realidades como personas en el mundo.
  • No sé tú, pero yo preferiría ver que estoy en una cama.
  • Creo que no funciona así.
  • Venga Tom, duérmete ya y deja de pensar tonterías.

Jack terminó el último trago de vino y tiró el cartón contra la pared. Un maullido atravesó el callejón y un gato negro salió espantado hasta esconderse debajo de uno de los contenedores. Sus dos brillantes ojos fijaron la vista en el par de vagabundos que se ocultaban entre cartones.

  • Mira Tom, tu gato.
  • Voy a por él. Busca una caja.

La noche del lobo

En el momento en que cruzo la puerta y hundo los pies en la noche, los grillos cesan su canto. La parpadeante luz de las farolas da paso por momentos a la claridad de la luna llena. El martilleo de mis tacones atraviesa el silencio hasta perderse en la profundidad del bosque. Continúo mi viaje hasta que un afilado aullido silencia mis pasos. Las farolas están a punto de llegar a su fin para dar la bienvenida a provocadores árboles que se retuercen bajo la luz de la luna. Unas suaves pisadas sobre las hojas del estrenado otoño emergen entre los troncos hasta convertirse en dos círculos de fuego que me miran desafiantes. Permanezco inmóvil mientras un inmenso lobo negro como el asfalto se detiene ante mí. Pienso en correr pero esos ojos me lo impiden. Saben lo que voy a hacer. De pronto, el fuego de su mirada se desvanece y la bestia oculta de nuevo sus pisadas sobre las hojas del otoño. Cuando el miedo libera mis músculos, emprendo de nuevo el camino hasta que el martilleo de mis tacones se pierde en una débil melodía que traspasa las inquietas ramas. Estoy cerca. Mi corazón comienza a latir más deprisa. Me detengo cuando el cielo se tiñe de rojo por el brillo de un enorme cartel que se descuelga sobre una fachada de piedra mugrienta. En su entrada, una manada de furiosos lobos y ojos incandescentes me rodean indicándome el camino.

Cuando la puerta se abre, un olor a miedo y desolación invade mis pulmones. Figuras de las que no consigo ver su rostro se mueven agónicas a mi alrededor al ritmo de tambores invisibles, intentando huir de algo que no puedo comprender. Los latidos de mi corazón se intercalan con la percusión de esos tambores que resuenan en cada una de las sangrantes paredes. De pronto mis ojos se detienen en Él. Está sentado en un trono de piedra enmohecida que se alza sobre esas figuras sin rostro. Unos colmillos voraces asoman entre sus labios pero la persistente melodía me impide oír lo que dice. Me acerco despacio mientras esquivo a esas figuras que me observan extasiadas. Cuando llego hasta Él, sus ojos negros como el alquitrán se levantan tranquilos hasta que su enorme tamaño hace que me sienta más pequeña que nunca a su lado. Sus torcidos y largos dedos me acarician el rostro y limpian una solitaria lágrima que se ha escabullido entre mis pestañas. La música me retumba en el pecho y mi respiración se ahoga en ella. A pesar del miedo y del dolor que desgarran mi cuerpo, deslizo la mano hasta sentir el frío tacto del acero que se esconde bajo mi espalda. Justo en el momento en que sus labios se unen a los míos dejo que el puñal atraviese su torso. Decenas de aullidos desolados silencian el repicar de los tambores y todo se desvanece a mi alrededor mientras sus ojos se vacían ante mí. El grito de rabia que se escapa de mis entrañas me lleva de nuevo al punto de partida.

Camino por la estrecha acera del pueblo bajo la tenue luz de las farolas que parpadean a mi paso. La luna resplandece con intensidad y el canto de los grillos acompaña la suave brisa de principios de otoño. El ruido de mis pisadas se pierde entre los murmullos que emergen de las ventanas de hogares con vida. Un gato negro como la noche interrumpe mi paso y dos ojos brillantes se pierden despavoridos en la oscuridad del bosque. Las casas se desvanecen y dan la bienvenida a una pequeña carretera que se desliza con calma hasta llegar al único bar del pueblo. Mi corazón late aterrado al compás de la melodía de los grillos que se enreda entre los tranquilos árboles que acompañan mi viaje. Continúo mi camino guiada por la luz de la luna hasta que las letras torcidas del cartel luminoso me indican el final de mi trayecto. Un grupo de hombres charlan animados en la puerta del bar y sus risas exageradas se entrelazan con la indescifrable música que brota del interior. La luz rojiza ilumina la fila de coches aparcados entre los que se encuentra el suyo. Los hombres se apartan sin reparar en mí y me adentro en el local. El olor a alcohol y a humanidad impregna la melodía que se pierde entre las alteradas voces de la multitud. Un grupo de jóvenes juega al billar entre risas. Recorro el lugar con la mirada hasta que mis ojos se detienen en Él. La vieja barra de madera sostiene su equilibrio mientras intenta comunicarse con la camarera ya entrada en años. Mi respiración se vuelve más intensa y retumba en mi cabeza apagando las voces del exterior. Sus ojos ebrios y a medio abrir se transforman cuando ven mi rostro. Una ráfaga de furia los atraviesa por un instante hasta hundirse de nuevo en un océano de alcohol. Me acerco despacio mientras el bullicio intercalado con la música aplaca las embestidas de mi aliento. Balbuceos indescifrables se pierden entre sus temblorosos labios mientras una lágrima solitaria se escabulle entre mis pestañas. Cierro los ojos y dejo que unas mortales palabras broten desde el fondo de mi espalda y atraviesen su torso.

  • Quiero el divorcio.

La incompetencia del mundo

Empezó a llover justo en el momento en que el viejo zapato camuflado en betún de Tom pisó la acera. Apretó los puños con fuerza y unas letras enfurecidas se escurrieron entre sus dientes mientras subía de nuevo a por un paraguas. Con el maletín de piel que le había acompañado en los últimos meses aferrado a su pecho, regresó a la calle. Emprendió el camino hacia la última editorial que le quedaba por visitar en la ciudad. Era su gran momento. Por fin había conseguido una cita con la Señora Malcott. Esa mujer sabía lo que hacía y no dejaría escapar a un tipo como él. Al fin y al cabo había escrito la mejor novela de la historia.

En ninguna de las otras editoriales de la ciudad se habían dignado a leer más de dos páginas de su gran obra. ¡Pero qué iban a saber esos mequetrefes incapaces de escribir hasta su propio nombre! Su capacidad intelectual digna del chimpancé más ignorante les impedía apreciar la obra maestra que tenían ante sí. La última de ellas se había atrevido a decirle que su vocabulario le recordaba al de un niño de diez años. ¡Qué disparate! Pero había tenido su merecido. Tras esperarla a la salida de la editorial, encumbrada en sus tacones de diva y con un abrigo que envolvía su desfachatez, había visto cómo se subía a un vehículo de un color que ofendería hasta al más tuerto de los ciegos. Al día siguiente, con la justicia de su lado, Tom había tenido que transformar ese horrible color en un papel de lija rematado con unas llantas sin aire.

Caminó pegado a las fachadas de los edificios de piedra que componían la ciudad sin esquivar a los paraguas que se cruzaban en su camino. La editorial se encontraba lejos de su casa pero Tom no podía permitirse coger un taxi, y el transporte público era una opción que ni siquiera se planteaba. Las gotas de lluvia que se deslizaban apuradas por sus zapatos comenzaban a cambiar de color el bajo de su pantalón. Justo en el momento en que llegó a su destino dejó de llover.

Entró en el enorme edificio de mármol y se acercó al exuberante mostrador tras el que se escondía una joven con un moño adherido a la nuca.

  • Buenos días. Soy Tom Elderton. Tengo una cita con la Señora Malcott.

La joven agachó su moño y movió los dedos con rapidez sobre el teclado del ordenador.

  • Lo siento Señor Elderton, va a tener que esperar. Ahora mismo la Señora Malcott está en una reunión. Cuando termine podrá atenderle.
  • ¿En una reunión? ¡Pero si había quedado conmigo!.
  • Lo siento. Puede esperar en esa sala. Le aviso cuando pueda recibirle.

Tom no daba crédito. ¡Qué falta de seriedad! ¿Hacerlo esperar a él? Otra palabra de difícil audición se escurrió entre sus dientes. Dio media vuelta y se dirigió a la sala de sillones blancos donde otras personas esperaban con paciencia. Se sentó y abrió el maletín. Un seco manuscrito de más de cuatrocientas páginas asomó al exterior. Sonrió satisfecho. Era una obra maestra. “Su” obra maestra. Cada vez que leía el título, un cosquilleo de placer recorría su espalda desde la nuca hasta donde empiezan las partes menos nobles del hombre. “La incompetencia del mundo”. Cuando se le había ocurrido había comprendido que acababa de escribir algo magnífico. A su lado, un individuo de edad ya no deseada golpeaba la punta de su zapato contra el suelo de mármol. En los brazos sostenía una carpeta de gran tamaño y las gafas se le empañaban con cada embestida de su aliento.

  • ¿Es usted escritor?
  • Sí- respondió Tom.
  • He venido a enseñarle a la Señora Malcott mi nueva novela. Es una gran mujer. Confió en mí cuando más lo necesitaba. Si no fuese por ella habría abandonado.

Tom no contestó. Estudió al individuo que tenía ante sí. Definitivamente el mundo se había vuelto loco. A día de hoy cualquiera podía publicar un libro. Miró a otro lado e ignoró las palabras que emergían bajo las empañadas gafas de aquel hombre. Gente embutida en trajes a medida se intercalaba con aspirantes a escritor de medio pelo bajo el torneado techo del edificio. Se empezaba a poner nervioso. Ante un gesto discreto de la joven de recepción, el hombre de lentes encapotadas se levantó hasta perderse entre la multitud. Las manos de Tom comenzaban a sudar sin control. Su ansiedad iba en aumento. En cuanto esa tal Señora Malcott leyera su obra se iba arrepentir de haberlo hecho esperar.

Tras un tiempo que se le hizo eterno, la joven del moño se acercó a él.

  • Señor Elderton, acompáñeme por favor. La Señora Malcott ya puede recibirlo.

La joven le guió hasta la puerta de un ascensor de tamaño exagerado para una sola persona. Al llegar a la tercera planta, un largo pasillo le indicó el camino hasta una gran puerta de madera que enmarcaba el nombre de la mujer que le sacaría de la ruina. Golpeó con sus nudillos bajo la placa chapada en oro hasta que una voz ronca le invitó a entrar. El estilo clásico de la estancia contrastaba con el resto del edificio. Una gran mesa oscura de roble ocultaba parte del cuerpo de aquella mujer entrada en carnes. El cabello rizado se descolgaba sobre sus hombros rodeando unas gafas de color rojizo a juego con sus labios.

  • Encantada de conocerle Señor Elderton. He oído hablar de usted.
  • Es un placer.
  • Ha llegado a mis oídos que ha visitado a algunos de mis compañeros de profesión.
  • Es cierto. Pero ninguno tiene su capacidad para apreciar una obra maestra.

La Señora Malcott se rio. Con un movimiento suave se quitó las gafas y las apoyó junto una figura maciza de un elefante que hacía la función de pisapapeles.

  • Verá, he de serle sincera. Tengo entendido que su obra carece de la calidad necesaria para ser publicada, pero no es mi estilo valorar un escrito sin antes haberlo visto.
  • No sé quien le ha podido decir semejante disparate, pero le aseguro que ésta es la mejor obra que ha pasado por sus manos.

La irritación de Tom comenzaba a manifestarse en su rostro. Esa pandilla de chimpancés no estaba preparada para una obra de tal magnitud.

  • De acuerdo, déjeme ver el manuscrito.

Tom abrió el maletín y extrajo el montón de folios con cuidado. La Señora Malcott se puso de nuevo sus lentes y comenzó a inspeccionar las hojas con detalle. Tras leer el título, el rostro de arrugas incipientes de la mujer no mostró ninguna reacción. Continuó leyendo la primera página pero su cara permaneció impasible. La idea de que, a pesar de su fama, se encontraba ante otra editora mediocre comenzó a formarse en la mente de Tom. Cuando terminó de leer, la Señora Malcott dejó el manuscrito y un profundo suspiro se escapó de sus labios.

  • Lo siento Señor Elderton. No es lo que estamos buscando.

Aquellas palabras se deslizaron por los oídos de Tom hasta posarse en la boca de su estómago. Su corazón comenzó a latir con furia y la sangre bombeada se le acumulaba en las sienes. Sus dientes trataban de contener con fuerza la rabia que pugnaba por salir al exterior.

  • Sé que es difícil para usted escuchar esto, pero su obra no dispone de la calidad que busco para mis publicaciones.
  • ¡Tonterías! ¡Es usted igual que el resto!
  • Tranquilícese Señor Elderton. Entiendo que sea frustrante para usted.
  • ¡Sus cerebros de monos les impide ver lo que tienen delante! Siempre centrados en escritores de tres al cuarto y cuando tienen ante sí una obra maestra no la saben ver. Pero esto no va a quedar así.

Tom se incorporó y dio un fuerte golpe en la mesa que hizo retroceder a la Señora Malcott.

  • Si no se tranquiliza llamaré a seguridad.
  • ¿A seguridad?- Tom se rio.- Soy el mejor escritor de este tiempo y usted es una zorra a la que solo le importa el dinero.
  • Ya está bien. Se acabó. No pienso aguantar esto.

La mujer se levantó de su mesa con decisión. Las sienes de Tom latían cada vez con más intensidad. Ríos de saliva enfurecida escapaban de su boca al compás de insultos imposibles de escribir. En un movimiento involuntario su mano rozó el pisapapeles y supo lo que tenía que hacer. Sin darle tiempo a su cerebro para reaccionar, lo agarró con fuerza y dejó que el pelo rizado de la Señora Malcott envolviera al macizo elefante con un violento abrazo. El cuerpo de la mujer se detuvo en seco y una mirada de sorpresa atravesó el cristal de sus gafas hasta clavarse en las sienes de Tom. Las flácidas carnes de su figura comenzaron un lento descenso hacia el suelo al tiempo que la sangre ocultaba aquellos ojos desconcertados.

La impetuosa respiración de Tom golpeaba su pecho sin tregua. Los ojos vacíos de la Señora Malcott le observaban desde el suelo a través del torcido cristal de sus gafas. Tom cogió el manuscrito y salió corriendo del despacho. Los latidos de su cabeza resonaban aun más en el ascensor de tamaño excesivo. Ella se lo había buscado. ¿Porqué nadie tenía el valor de reconocer su obra? ¿Qué era lo que les daba tanto miedo? ¿Aceptar que él era mejor que el resto? Se limpió el sudor de su frente con la manga de la gabardina y el bombeo de su cabeza comenzó a descender al mismo tiempo que el ascensor.

En el momento en que llegó al hall y la puerta inició su lento movimiento de apertura, el estridente sonido de una alarma atravesó el suelo de mármol. Un hombre corpulento de uniforme azul extendió su brazo y le señaló sin compasión. Tom empezó a correr a empujones entre la gente embutida en trajes. Pudo ver al mequetrefe de gafas empañadas chocando contra el suelo a su paso. Al salir a la calle la lluvia le golpeó de nuevo. Miró hacia atrás. Varios hombres de azul corrían tras él. Tom aceleró su marcha y sujetó el maletín con fuerza. Gente apresurada abarrotaba la calle y le bloqueaba el paso. Bajó sus zapatos de betún de la acera y corrió con todas sus fuerzas para cruzar al otro lado donde una parada de metro le ofrecía la salvación. Con el agua mojando sus pies y el latido de sus sienes al máximo, no escuchó el sonido del claxon de un taxi que se dirigía hacia él sin remedio. Tras un golpe seco que Tom no llegó a oír, un chillido desesperado se escurrió entre sus dientes y atravesó los cientos de folios que ejecutaban en el aire una danza perfecta antes de desaparecer bajo la lluvia.

El último día

El día que decidí abandonar este mundo fue el peor día de mi vida. Esa mañana me levanté a las ocho en punto, como de costumbre. Desayuné un tazón de leche con cacao y me permití el capricho de comerme un trozo de pastel de zanahoria que había comprado el día anterior para la ocasión. Al terminar fui al baño. Lavé a conciencia mis zonas más inaccesibles y dejé mi cuerpo perfecto para ser examinado por un forense. Terminada esta labor, abrí el armario y descolgué mi mejor traje. A pesar de lo mucho que me gustaba, solo había podido lucirlo en la boda de mi hermana cinco años atrás. Me peiné, me puse perfume y salí dirección al trabajo.

Caminé tranquilo hasta la parada de autobús y tomé la línea roja habitada por esas caras familiares que me acompañaban a diario. Bajé de él con vitalidad y subí a la oficina. La mañana transcurrió entre cuentas y números hasta que finalicé el informe trimestral de la compañía. Además, dejé preparado todo lo necesario para que Andrés, mi ayudante, pudiera hacer el del siguiente trimestre en caso de que no encontraran un sustituto a tiempo.

Satisfecho con mi trabajo, recogí la mesa y salí de la oficina sin despedirme. Decidí regresar caminando y contemplar por última vez la ciudad que me había llevado hasta dónde estoy. Ya en casa, y a pesar de que el hambre empezaba a hablarme, decidí no comer nada. Las cosas importantes se hacen mejor con el estómago vacío.

Abrí el cajón de la cómoda y cogí la cuerda que había comprado la semana anterior en las rebajas del centro comercial. Me detuve delante del espejo y volví a peinarme, me coloqué el traje y me despedí de mí mismo. Acerqué la silla al centro de la habitación y me subí a ella. Hice el nudo que había aprendido días atrás, después de muchos intentos dadas mis pocas artes para estos tipos de tareas. Deslicé la cuerda a través de una de las vigas que adornaban el techo, pasé la soga a través de mi cabeza y sentí su áspero tacto erizando mi piel.

Pero justo en el momento en que me disponía a dar el salto, el teléfono móvil comenzó a sonar extendiendo su repetitiva melodía por toda la casa. Decidí esperar a que regresara el silencio. No me gustan las interrupciones. Al finalizar retomé mi tarea. Cuando estaba a punto de saltar por segunda vez, la melodía del teléfono fijo hizo su aparición, y antes de que terminara, el teléfono móvil se unió a ella regalándome entre ambas un concierto no deseado. Irritado, me quité la soga y bajé de la silla. Uno ya no puede ni quitarse la vida tranquilo.

Cogí el teléfono y respondí.

  • Diga?
  • Jaime, soy Fernando. Necesito que me hagas un informe de contabilidad de Frante Asociados. Para hoy. Es importante.
  • Jefe, es que hoy…. ¿No lo puede hacer Andrés?
  • Es el cumpleaños de su hija. Venga hombre, que a ti no te cuesta nada. Me lo envías por correo y listo. Gracias y hasta mañana.

Colgó el teléfono antes de que pudiera responder. ¿Porqué me sale siempre todo al revés? Enojado me subí a la silla, deshice el perfecto nudo que había conseguido y deslicé la cuerda a través de la viga de madera. Me bajé y devolví el asiento a la esquina de la habitación dónde solía estar.

El hambre volvió a atacar de nuevo tratando de hacerse hueco entre las bendiciones con las que me estaba acordando de la familia de mi Jefe. Como el hombre organizado que soy, en casa no había dejado nada que se pudiera comer; así que tuve que bajar al supermercado a comprarme un sándwich. Mientras esperaba en la cola, entretenido en las largas uñas de la cajera que se interponían entre sus dedos y el teclado, escuché mi nombre. Miré hacia atrás y vi a una mujer redonda que, emocionada, me hacía señas con sus aun más redondos brazos. Era Alicia, la mejor amiga de mi madre.

  • Jaime! Querido, espérame cuando acabes que quiero decirte una cosa.

Asentí y vi emerger su satisfecha sonrisa entre las arrugas de su rostro. Pagué el sándwich de pollo con monedas sueltas y esperé a que Alicia terminara.

  • Jaime, mi niño. Pero qué guapo estás!!!

Se acercó y me estrujó contra ella, al compás de sus encadenados besos que se entrelazaban con los robustos arpones de su barbilla, para terminar ambos incrustados en mi cara.

  • ¡Qué casualidad! Me alegro mucho de verte. Justo ayer me encontré con tu madre y estuvimos hablando de ti. Hemos decidido que necesitas una mujer en tu vida.
  • Es que yo……
  • Espera, que aun no he terminado, hombre. Hemos pensado que tienes que conocer a mi sobrina. Os vais a llevar muy bien. Hoy viene a cenar a casa. Es la oportunidad ideal para que os conozcáis.
  • No creo que pueda ir, tengo trabajo…
  • Anda, anda. Sé de buena tinta que no tienes muchos compromisos. No te puedes negar. Llamaré a tu madre y vendrá también. Será algo informal.

Asentí resignado.

  • Venga, venga, así es como debe ser. Y no te asustes hijo, que las mujeres no mordemos. Ahora ayúdame a llevar las bolsas al coche.

Cargué con las bolsas tratando de no gritar. La tensión comenzaba a revolotear en mi interior hasta trepar y acomodarse en mis mandíbulas. ¡Tenía que haber ignorado el móvil! Me despedí de ella y traté de esquivar, sin éxito, las estocadas de sus besos. Hundido en mis pensamientos, regresé a casa.

Al llegar, decidí quitarme el traje hasta regresar de la dichosa cena. Solo faltaba que una mancha atrevida corrompiera su finalidad. Me puse una ropa de diario y comencé a redactar el informe. Tuve que detenerme en varias ocasiones y realizar los ejercicios de respiración recomendados por mi psicóloga. Las tareas inacabadas me alteran en exceso. Tras unas horas, y después de sortear breves ataques de ansiedad, terminé el documento y se lo envié al Jefe.

Me lavé la cara, bajé a la calle y me subí en el autobús de casa de Alicia para terminar con todo cuanto antes. Durante el trayecto, continué con los ejercicios que me había enseñado la psicóloga, pero mi corazón había decidido viajar más rápido que yo mismo. Las manos, empeñadas en llevarme la contraria, expulsaban litros de agua hasta convertir a mis dedos en un horrible Shar Pei. Llegué a la parada y bajé del autobús. Nervioso y con la piel bañada en sudor, comencé a cruzar la calle, hasta que un fuerte pitido me estrujó el cerebro y me hizo detenerme. El muñeco rojo del semáforo me miró con censura, mientras un enorme camión se abalanzaba sobre mí al compás de su bocina. Lo último que mis ojos pudieron contemplar fue una oxidada matrícula que corría veloz para incrustarse en mi cara.

¡¡¡¡¡Y yo con mi mejor traje en el armario!!!!!

Tomasín

Aquel día Lucas se sentía el niño más afortunado del mundo. Más afortunado aun que su primo Andrés, al que Papá Noel le había regalado unos patines con tantas luces que podía usarlos por la noche. Salió al trote del colegio con Tomasín entre sus brazos. Era la mascota de la clase. Un rinoceronte de peluche con un pelo tan suave que podría dormir días enteros abrazado a él, y una pajarita roja alrededor de su ancho cuello que le hacía el más elegante de todos los rinocerontes. Durante el curso, cada niño de su clase se había llevado a Tomasín a casa durante todo un fin de semana, y por fin había llegado su turno. Como su apellido se encontraba entre las últimas letras del abecedario siempre le tocaba esperar al final para todo. Hasta tenía que sentarse al fondo de la clase, a pesar de lo mucho que le gustaba estar cerca de la Señorita Inés.

Tomasín sonreía entre sus brazos. Iba a ser un gran fin de semana. Lo había estado preparando durante meses. Irían juntos al parque y luego a comer un helado. Hasta le había hecho prometer a su madre que los llevaría a casa de tía Marta para enseñárselo a Andrés. Siguió corriendo hasta el final de la calle alzando a Tomasín lo más alto que podía para que pudiera disfrutar de la velocidad tanto cómo él. Pero justo cuando se disponía a girar hacia el callejón que llevaba a su casa, el siempre desatado cordón de su zapato se burló de él por enésima vez, y vio con horror cómo Tomasín salía disparado de sus manos y se dirigía sin remedio a un gran charco de agua que le esperaba con los brazos abiertos. Vio la mirada de terror de Tomasín cuando su cuerpo rebotó contra uno de los contenedores que custodiaban el charco y terminó zambullido de narices en el mismo.

Lucas se levantó sin fijarse siquiera en la sangre que asomaba de su rodilla y corrió veloz para rescatar a Tomasín. El agua negra se había incrustado en cada uno de sus pelillos y toda la elegancia que la pajarita roja le otorgaba se había desvanecido. Comenzó a llorar desconsolado. Las enormes lágrimas le nublaban la vista hasta impedirle ver al pobre Tomasín. Sentado en el suelo tuvo que aguantar a los chicos de quinto curso que, cuando le vieron, comenzaron a reírse y a dirigirle insultos que su madre no le permitía ni pensar.

Cuando al fin se cansaron, le dejaron allí tirado con Tomasín hecho un trapo. Recuperado el aliento, comenzó a incorporarse despacio con cuidado de no hacerle más daño, hasta que una voz le interrumpió:

  • Eh, tú!! ¿Necesitas ayuda?

Se giró para ver de dónde venía esa peculiar voz, pero no vio a nadie.

  • Sí, tú!! El niño que parece un cuadro.
  • ¿Quién es?- preguntó Lucas asustado.
  • Mira dentro del contenedor, ¿quieres?. Que yo solo no puedo salir.

Lucas apretó a Tomasín contra su pecho y comenzó a retroceder poco a poco.

  • No tengas miedo. Puedo ayudar a tu amigo.
  • Pero ¿quién eres?
  • Si te lo dijera no me creerías, por eso es mejor que te acerques y lo veas por ti mismo.

Lucas sujetó más fuerte aun a Tomasín y comenzó a acercarse al enorme cubo verde con pequeños pasos. Intentó abrir la tapa pero era muy pesada para él, y su escasa estatura tampoco ayudaba. Buscó a su alrededor y encontró una vieja caja que nadie usaba desde hacía mucho tiempo. La acercó como pudo al borde, se subió a ella y lo intentó de nuevo. A pesar de sus esfuerzos, con una sola mano no era capaz de abrirlo. Después de mucho pensar, apoyó a Tomasín en una ventana y repitió la operación, ahora con las dos manos. Al fin lo consiguió.

De puntillas, asomó la cabeza a su interior pero no vio nada.

  • ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?- preguntó temeroso.

El montón de basura comenzó a moverse hasta que un par de ojos amarillos y brillantes le apuntaron directamente.

  • Vamos, ayúdame a salir de aquí.
  • ¿Que… eres..?
  • Que soy, que soy, … Sácame de aquí y procura que no te vea nadie.

Lucas levantó la vista y comprobó que estaba solo. Volvió a mirar a aquella extraña criatura. Lo único que podía distinguir era una gran bola de pelo adornada con esos dos encendidos ojos que lo miraban expectantes.

  • Venga muchacho, que no tenemos todo el día.

Al fin metió la mano dentro del contenedor. Al instante notó un pelaje húmedo que trepaba por su brazo. Cuando estuvo fuera, lo dejó en el suelo. La pringosa bola de color marrón comenzó a sacudirse como si de un perro se tratara. No tenía piernas y entre su mugriento pelaje, un par de brazos tan delgados como palillos, parecían estar a punto de desprenderse de su cuerpo en cualquier momento.

  • Hueles muy mal.- dijo Lucas.
  • ¿Que esperabas? ¡¡Llevo días atrapado en este contenedor!!
  • ¿Quien eres? ¿Por qué puedes hablar?
  • Mi nombre es Patapié.
  • Yo me llamo Lucas. ¿Eres un animal?
  • Lo que soy no importa. He escuchado lo que le ha pasado a tu amigo. Parece que no se encuentra muy bien.

Patapié comenzó a rodar y se acercó a la ventana dónde se encontraba Tomasín.

  • Bájalo para que pueda echarle un vistazo.

Lucas obedeció. Tumbó a Tomasín al lado de la parlante criatura que se hacía llamar Patapié y esperó con atención.

  • Vaya, te has dado un buen golpe,Tomasín. ¿Puedes oírme?.
  • ¿Cómo va a oírte? Es un muñeco.

Patapié clavó sus amarillos ojos en él y comenzó a refunfuñar. Luego acercó su diminuta boca al oído de Tomasín y susurró algo que Lucas no pudo entender. Cómo por arte de magia, éste comenzó a respirar. Su mojada tripa se movía despacio al ritmo de cada inspiración. Movió los brazos muy lento y, poco a poco y con la ayuda de Patapié, se incorporó hasta quedar sentado. Con una de sus pezuñas se limpió la cara y luego suspiró.

  • Ay…Me duele todo.
  • ¿Puedes hablar…?- preguntó Lucas asombrado.
  • Claro, todos podemos hablar, aunque nunca lo hagamos.
  • ¿Pero… cómo es posible?.
  • Es nuestro trabajo. Entretenemos a los niños y les damos todo nuestro afecto. Y cuando ya no nos necesitan volvemos a nuestra forma original, que es la que estás viendo ahora mismo.
  • Andrés no se lo va a creer.- dijo Lucas eufórico.
  • No se lo puedes contar a nadie, ¿me oyes?- contestó enfadado Patapié.
  • Pero…
  • Ni pero ni nada. Si se lo cuentas a alguien tendremos que desaparecer. ¿Lo entiendes?.

Lucas bajó la cabeza. A pesar de la decepción de no poder compartir ese increíble descubrimiento con Andrés, tuvo que aceptar. Tomasín se encontraba mucho mejor y consiguió ponerse de pie. Se limpió como pudo con sus pequeñas pezuñas y se ajustó la pajarita.

  • Un buen baño y estaré cómo nuevo.
  • Yo puedo bañarte en casa.- dijo Lucas.
  • Perfecto. Pero con jabón de verdad, y no ese que usáis para la ropa que escuece en los ojos.

Patapié hizo una especie de reverencia a modo de despedida:

  • Cómo veo que todo ha quedado en un susto, ya me puedo ir. Ah, y muchas gracias muchacho por sacarme de ese cubo. Unos desalmados me tiraron hace un par de días y no veía la manera de salir.
  • De nada.- contestó Lucas.- Aunque a ti también te vendría bien un baño.
  • Yo ya no hago esas cosas muchacho. Mejor me voy a casa que estarán preocupados por mí.
  • Espera, ¿Hay más cómo tú? ¿Dónde vives? ¿Puedo ir?- gritó Lucas emocionado.
  • Para el carro muchacho. Eso mejor lo dejamos para otro día.

Sin decir nada más, Patapié comenzó a rodar veloz por el callejón hasta perderse entre unos arbustos. Lucas miró a Tomasín y, tras pedirle permiso, lo tomó entre sus brazos para llevarle a casa.

  • ¿Vas a seguir hablando conmigo?- preguntó Lucas.
  • No debería, mi trabajo es…
  • Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Andrés.

Tomasín se acurrucó contra su pecho y le guiñó uno de sus negros ojos:

  • Creo que por un fin de semana puedo hacer una excepción.

La Gran Batalla

  • Disculpe Señor, ¿está listo? Casi es la hora.
  • Estoy más que listo. Aunque nunca llegaré a entender el porqué de este paripé.
  • Así está escrito desde el inicio de los tiempos, Señor.
  • Muy bien, que empiece el espectáculo.

Dio un último vistazo al espejo y se ajustó el nudo de la corbata. Parecía eufórico. La victoria flotaba en su joven mirada. Le vi terminar de colocarse el pelo y de peinarse las cejas. Arrimé la puerta con cuidado y salí de su camerino para ir al campo de batalla y acomodarme en la pequeña butaca que me había agenciado para disfrutar del gran evento.

La hierba del flotante y cuadrado espacio estaba recién cortada y su olor se escuchaba a través de la algarabía que esperaba ansiosa. Cuatro enormes farolas colocadas en sus cuatro esquinas enfocaban un punto en el medio donde un pedestal de madera encumbraba al Señor Tiempo. Enfundado en su traje dorado miraba impaciente su pequeño reloj de bolsillo. A pesar de que yo lo había intentado más de una vez, sólo el era capaz de descifrar la hora que se escondía entre sus engranajes. Alzó la vista sonriente y apartó su larga y blanca melena para esconder el reloj entre los pliegues de su chaleco. Extendió los brazos y comenzó a hablar:

  • Queridos Amigos. Estamos aquí como cada año para presenciar la Gran Batalla que guiará nuestro destino durante los próximos doce meses. Siempre es un honor para mí presentar este magnífico evento ante ustedes. Les muestro mi más profundo agradecimiento por haber venido. Sin más dilación, procedo a presentar a los magníficos combatientes de este año.

Los aplausos resonaron por todo el campo deleitando el orgullo del Señor Tiempo.

  • Por un lado, es un placer presentarles al, por todos conocido, Señor Año Viejo, que nos ha regalado buenos momentos, aunque, todo hay que decirlo, ha decidido brindarnos alguna que otra calamidad. Unas cuantas más bien. ¡Con todos ustedes, el Señor Año Viejo!

El alboroto bajó de intensidad y la multitud pareció decepcionada. Al fondo del campo una silueta empezó a dibujarse. Un hombre apoyado en un torcido bastón de madera comenzó a arrastrar sus pasos hasta el pedestal del Señor Tiempo. Su pelo gris se confundía con el gris de sus ojos. Las grietas de su piel podían verse desde lejos. Llegó al pedestal e hizo una reverencia.

  • Querido Señor Año Viejo. Me alegra mucho tenerle aquí con nosotros. Han sido doce largos meses donde ha realizado un duro trabajo.
  • Y podría seguir haciéndolo doce meses más. Para variar.
  • Ja,ja,ja,ja… Siempre ha sido usted un bromista. Pero paciencia, esperemos a ver que ocurre en la batalla.

El gentío murmuraba nervioso. El Señor Año Viejo nunca les había gustado y esperaban con ansia despedirse de él esta noche.

  • Bueno, continuemos.- dijo el Señor Tiempo.- El otro de nuestros queridos combatientes es el magnífico y jovial Señor Año Nuevo!!.

La multitud estalló. El campo comenzó a temblar y hasta las hierbas bailaban al son de los aplausos. Por el lado opuesto al que se había manifestado el Señor Año Viejo, un joven salió al trote hacia el pedestal. A cada brinco que dedicaba a su público éste iba enloqueciendo más y más. Gritos de admiración chocaban contra el pecho del joven y le hinchaban de seguridad. Su alisado rostro solo era interrumpido por la confiada sonrisa que lo atravesaba. Y su engominado cabello había decidido permanecer en el sitio que le correspondía para no estropearle semejante ocasión. Llegó al pedestal casi sin aire y saludó al Señor Tiempo.

  • ¡¡¡Bienvenido Señor Año Nuevo!!! Veo que viene con energía para enfrentarse a cualquier cosa.
  • Por supuesto. Hoy es mi noche. Y he de añadir que voy a hacerlo mucho mejor que el presente Señor Año Viejo. Sin ánimo de ofender.

El Señor Año Viejo asintió y le devolvió la mirada con firmeza. El bullicio de la muchedumbre fue interrumpido por el trepidante canto de unas campanas que acallaron a los presentes.

  • La hora ha llegado- gritó el Señor Tiempo.- Aquel que permanezca en pie con el último susurro del tañido de la última campanada será nuestro guía en los meses venideros. ¡¡¡Que dé comienzo La Gran Batalla!!!

El alboroto tomó la palabra al Señor Tiempo y los Señores Año Nuevo y Año Viejo dieron comienzo a su lucha. El Señor Año Nuevo, con sus ágiles y rápidos movimientos, golpeaba una y otra vez al Señor Año Viejo. A cada golpe una ovación recorría el campo hasta manifestarse en la cara del Señor Tiempo. Pero el Señor Año Viejo continuaba en pie apoyado en su bastón de madera. Tañido a tañido, recibía los golpes con la mirada empañada en sangre fija en su adversario. Con el estruendo de la última campanada el Señor Año Viejo cerró los ojos y, apretando los dientes con fuerza, agarró el bastón con las dos manos. El Señor Año Nuevo ni siquiera vio venir el golpe que se asentó en el centro de su garganta y le hizo caer al suelo acompañado por el susurro del último toque de campana.

El silencio corrompió el lugar. El Señor Tiempo fijó su vista aterrado en la tersa cara que yacía sin vida ante sus pies. El Señor Año Viejo, de rodillas y con los ojos aun cerrados, se incorporó apoyándose en su bastón; y, a paso lento, comenzó a abandonar el campo rompiendo el silencio con sus débiles pisadas sobre la hierba que había dejado de bailar.

El Viaje

Al fin había llegado el día. Había visto expectante a muchas de sus hermanas desprenderse de las ramas maternas, siempre felices, para explorar el bosque y vivir miles de aventuras. Ahora era su turno. Con el tiempo se había convertido en una hoja fuerte y sana. Su perfil estrellado enmarcaba su belleza, y su color cobrizo reflejaba los rayos de sol al igual que esas pequeñas monedas que alguna vez había visto brillar a los pies de su madre. Su madre, el “ejemplar de arce más grande conocido”, según le había oído decir a cientos de visitantes a diario. Ésta le había asegurado en múltiples ocasiones que grandes sorpresas la aguardaban, pero ahora que había llegado su día estaba tan emocionada como asustada.|

  • ¿Estás lista?
  • Creo que sí- respondió nerviosa.

Miró hacia abajo y vio a varias de sus hermanas. La esperaban impacientes mientras bailaban y correteaban en círculos coreando su nombre. ¡¡Ari, Ari, Ari!! Cerró sus diminutos ojos y sonrió.

  • Adelante mamá.

La acarició por última vez y, con un chasquido casi imperceptible, soltó su pequeño tallo. Mientras se balanceaba en su camino hacia el mundo, el aire le olía a nuevo e incluso el canto de los pájaros que siempre la habían acompañado, sonaba a una alegre despedida. Se sentía feliz. Sus hermanas continuaban con su danza y ella disfrutaba de cada segundo de su descenso. Pero un capricho del destino hizo que una descarada ráfaga de viento la golpeara por la espalda e interrumpiera su caída con brusquedad. Comenzó a girar sobre sí misma mientras se revolcaba con ese estúpido viento que la zarandeaba sin permitirle defensa alguna. Escuchaba los gritos de sus hermanas cada vez más lejos. Ya no podía verlas. Su cuerpo daba vueltas sin rumbo a merced de esa inoportuna ráfaga que parecía pasarlo en grande. Y tras un último y enérgico empujón, la soltó con fuerza haciendo que su ligero cuerpo saliera despedido hacia el brillante cielo azul. Cerró los ojos. Sus propios chillidos acallaban la voz de sus hermanas y el aire, que le había resultado tan placentero hacía solo un instante, había perdido todo su olor. Cuando al fin fue capaz de abrir los ojos, se arrepintió al momento. Una enorme masa de agua enfurecida se acercaba a ella a gran velocidad para devorarla sin remedio.

Se zambulló en el río. El golpe inicial fue seguido de otros muchos asestados por el rabioso cauce que la empujaba a uno y otro lado. Su frágil cuerpo chocaba con las enormes piedras que recortaban el paso del río. Cada vez que trataba de salir a flote, un nuevo empujón la devolvía al fondo. Estaba aterrada.

  • ¡Agárrate a una piedra!

Le pareció escuchar una voz en la lejanía, pero no podía ver nada. Seguía dando tumbos y su cuerpo golpeaba cada roca con más fuerza que la anterior.

  • ¡Trata de sujetarte a una piedra!- escuchó de nuevo.

Quizás se trataba de su propia voz o quizás era la de su madre tratando de salvarla, pero fuera como fuese intentó seguir su consejo. Cogió fuerzas y asomó la cabeza al exterior por un instante. A menos de un metro, la luz del sol le señaló una redonda y pulida piedra que sobresalía del agua. Entre sacudida y sacudida tomó impulso y dirigió su cuerpo hacia ella. El choque fue tremendo, pero con las puntas de sus manos consiguió adherirse a la roca y aguantó las incesantes embestidas del agua. Como pudo, fue reptando muy despacio por la lisa superficie hasta dejarse caer rendida bajo ese apacible rayo de sol.

  • Te lo dije. Hay que agarrarse a las piedras.

Se incorporó despacio. Una pequeña hoja de roble le observaba sentada sobre una roca uniforme. Su delgado cuerpo se apoyaba sobre un montón de finas ramas cortadas todas del mismo tamaño.

  • ¿Quién eres?- preguntó Ari tratando de recuperar el aliento
  • Me llamo Robie. En menuda te habías metido.-sonrió.
  • Soy Ari. El viento me arrastró hasta el río.
  • Nos ha pasado a todos.
  • Tengo que volver.
  • Eso va a estar complicado. Una vez que llegas aquí no te queda más remedio que avanzar.
  • Pero mis hermanas…
  • Lo siento.

Ari agachó la cabeza y una lágrima se deslizó por su talle abrazando la luz del sol. Había esperado ese momento toda su vida, explorar el mundo junto a sus hermanas, pero ese mundo la había apaleado.

  • Anímate amiga. Que no está todo perdido.
  • ¿Qué quieres decir?
  • He oído que más adelante las aguas se calman y muchas de las nuestras viven ahí. Solo tenemos que cruzar este agitado tramo y todo irá bien.
  • ¿Y cómo lo vamos a conseguir?
  • Pues con trabajo y mucha paciencia. ¿Ves estas ramas?
  • Sí.
  • Se las he ido robando al río poco a poco. Hay que estar muy atento porque pasan cuando menos te lo esperas. Pero una vez que tenga las necesarias podré hacer una barca y cruzar hasta el otro lado.
  • ¿Con una barca?
  • En efecto. Pero no con una cualquiera. Tienes que elegir bien las ramas, cuidarlas y mimarlas para que no se rompan. Solo unas ramas bien hechas pueden construir la barca perfecta.
  • No sé si puedo hacerlo.
  • Podrás. ¿O prefieres rendirte y ver cómo el río sigue su camino?

Ari asintió. En su situación no le quedaba más remedio que avanzar. Tras descansar para recobrar fuerzas se puso a trabajar duro para construir su barca. Con unas largas hierbas que consiguió arrancar del fondo del agua, fabricó un lazo tal y como Robie le había enseñado. Desde ese momento se dedicó a su obra sin descanso. Cada vez que una solitaria rama pasaba a trompicones frente a ella, lanzaba con fuerza su verde lazo y el río no tenía más remedio que ceder. Permanecía al acecho en todo momento, y cuando el sol dejaba paso a la luna, charlaba con Robie entre risas hasta que el sueño les vencía. Y así se fueron sucediendo distintos soles y distintas lunas hasta que una mañana Robie la despertó.

  • Ari, despierta.
  • ¿Qué ocurre?
  • He terminado mi barca. Ha llegado el momento.
  • ¿Ya? Si esperas un poco podremos marcharnos juntos.
  • Lo siento amiga, cada uno tiene que hacer su camino solo. Aunque seguro que nos volveremos a encontrar cuando las aguas estén tranquilas.

Tras una graciosa reverencia, Robie emprendió su camino saltando sobre las embestidas del río hasta que desapareció de su vista. Ari se sintió sola de nuevo. Recordó a sus hermanas, felices. Pero tenía que continuar. Siguió robando ramas al cauce día tras día. Las tallaba y las lijaba una a una con mucho cuidado, y luego las amontonaba en un rincón de su pulida roca. Cuando al fin alcanzó un número suficiente para construir su barca, se afanó en ello. Unió cada rama con mucho cuidado con las resistentes hierbas del fondo del río, y fue dando forma a su salvación. Terminó poco antes del anochecer de un día como tantos. Esa noche durmió de un tirón.

Despertó con la primera claridad de la mañana. Parecía que el sol no tenía intención de salir a despedirse. Echó un último vistazo a su alrededor y lanzó el bote al agua al tiempo que se lanzaba dentro. A cada salto, la barca vibraba hasta hacer palpitar su tallo. Esquivaba las afiladas rocas manejando con ímpetu el timón. Luchó contra el río durante un tiempo interminable hasta que sintió el cansancio del mismo en la fuerza de sus embestidas. Incluso las piedras parecían haberse rendido. Continuó navegando cada vez más despacio hasta que el agua descansó agotada. En ese momento, el sol asomó su rayo para contemplar su gran logro.

Se tumbó en la barca y respiró aliviada. Permaneció un rato así mientras se secaba al calor del sol, hasta que comenzó a oír unas carcajadas irregulares que se perdían entre los árboles de la orilla. Se levantó y vio a un grupo de hojas que saltaban de barca en barca jugando a un juego desconocido para ella. Se deslizó sobre el río muy despacio hasta allí.

  • Hola- dijo vacilante.

Una hoja de sauce detuvo su carrera y la miró con curiosidad.

  • Hola. Veo que eres nueva por aquí. ¿Cómo te llamas?
  • Ari.
  • Un placer Ari. Soy Saúl. Ven a jugar con nosotros.

La hoja de sauce estiró su mano y le ayudó a saltar a su barca. En ese momento Ari sintió algo que nunca había sentido. Pasó la tarde jugando con las demás hojas sin separarse de Saúl. Y así continuó pasando todas las tardes que le siguieron, entre juegos y miradas cómplices mientras sus barcas se deslizaban sobre el río a un ritmo imperceptible. No había mucho qué hacer por allí. A veces tenían que sortear tormentas, otras, evitar los ataques de algún pájaro que se empeñaba en hacer el nido con sus ligeros cuerpos. Pero con Saúl se sentía segura. Alguna que otra vez se aventuraban a saltar a la orilla y explorar la vida de los árboles. Pero pronto volvían a su cauce, dónde eran felices. Al llegar la noche arrimaban sus barcas y dormían sintiéndose cerca.

Una mañana de sol como otra de tantas, Saúl le propuso a Ari construir una barca más grande para navegar juntos sobre el cauce del río. Ella aceptó sin dudar. Desde ese día, continuaron el viaje por aquellas sosegadas aguas ante la mirada de cientos de soles y cientos de lunas. Conocieron a un gran número de hojas de distintas ramas, hojas que iban y venían, algunas para quedarse a su lado y otras para un aislado momento de deleite. Un día se encontró a Robie flotando con regocijo sobre el agua calma. Se le veía feliz. Charlaron hasta que salió la luna, y con la llegada del amanecer, Robie siguió su camino. Y así, casi sin darse cuenta, fueron dejando atrás las aguas tranquilas.

Una fría tarde de lluvia, permanecían al cobijo de su barca sin hablar de nada. Sus cuerpos habían perdido el color de antaño y pequeñas cicatrices de felicidad se dibujaban sobre él. La barca comenzó a desviarse del camino, pero la espesa niebla que descansaba sobre el río les impedía ver el cauce. La lluvia rebotaba en el agua con ímpetu y su murmullo hizo que les fuera imposible escuchar el amenazante rumor de lo que se acercaba. Mientras, ambos, ajenos a todo y abrazados para entrar en calor, esperaban que amainase. Una voz a lo lejos trató de advertirles:

  • ¡Salid de ahí! ¡La cascada!

Pero cuando el sonido de esas palabras atravesó la lluvia, ya era demasiado tarde. Un enorme tronco afilado emergió de entre la niebla y golpeó su barca haciéndola saltar en pedazos. La parte delantera de la misma desapareció de su vista. Saúl se levantó veloz y trató de virar el trozo de timón que permanecía en pie, pero el obcecado tronco repitió su ataque y Saúl salió despedido por el borde de la barca. Ari se abalanzó tras él y consiguió alcanzarlo, pero sus manos ya no tenían la fuerza con la que había vencido a aquel furioso río tiempo atrás, y Saúl se le escapaba atraído por la fuerza de la corriente. Entre lágrimas, pudo ver cómo su última sonrisa se difuminaba entre la niebla antes de desaparecer engullido por la cascada.

Ari se hundió en lo que quedaba de la barca y cerró los ojos con fuerza a la espera de ser arrastrada con Saúl. Pero nada de eso ocurrió. La lluvia amainó y el sol apareció como si nada hubiese pasado. Las mismas hojas que habían tratado de avisarla se acercaron hasta ella e hicieron girar los restos de madera de vuelta al cauce del río. Ni siquiera las miró. Sentada en la destartalada barca se dejó llevar al igual que los trozos de rama que una vez le había robado al agua. Más soles y más lunas emergieron en el cielo pero ella permaneció oculta a sus miradas. Sin darse cuenta, el río se fue haciendo más grande mientras la barca se hacía cada vez más pequeña. Ya no había ramas, ni piedras, ni troncos, solo una lenta corriente de agua que la empujaba hacia el horizonte cada vez más cercano. Una noche clara, las ramas que quedaban de su querida barca comenzaron a separarse y se hundieron en el brillante reflejo de la luna llena. Y Ari, al igual que había hecho al desprenderse del viejo arce, se desprendió de su barca para iniciar su descenso hacia la oscuridad del océano.

El imponente Roble

Hacía un frío ofensivo. Tom sujetaba el hacha con fuerza mientras terminaba de cortar el tronco de aquel viejo árbol. Los surcos de sus marchitas manos se resistían a acoplarse al mango de madera tallado por él mismo. Cada vez tenía que desplazarse más lejos para conseguir leña y su cuerpo se lo reprochaba un poco más en cada viaje; sobre todo, porque que frente a su cabaña se erguía un imponente roble que le bastaría para aguantar todo el invierno. Pero ese árbol no podía tocarlo.

El quejido que acompañó al golpe definitivo hizo que un solitario cuervo alzara su vuelo hasta perderse en el cielo gris. Tom soltó el hacha y agarró el último tronco. Arrastrando sus destartaladas botas lo dejó en la carreta junto al resto de sus camaradas. Se frotó las manos y, al envolverlas con su cálido aliento, pudo oír el crujido de sus dedos . El invierno apenas había empezado pero el frío agarrotaba sus huesos hasta convertirlo en un viejo inútil. Y eso es lo que era.

Comenzó a empujar la carreta de regreso a la cabaña. Su largo abrigo importunaba el descanso de las últimas hojas de otoño que cubrían el sendero, y sus enemigas las piedras se afanaban en su lucha por impedirle el paso. Tuvo que detenerse unas cuantas veces para apaciguar sus deteriorados pulmones. Al llegar, la desvencijada cabaña le observó con lástima. Tiempo atrás le había odiado por lo ocurrido, pero ahora no podía hacer otra cosa que sentir compasión de ese viejo encorvado que, al menos, la mantenía caliente. Dejó la carreta bajo su perforada cubierta y cogió un par de troncos. Miró al imponente roble, y una única lágrima descendió por los badenes de su enrojecida mejilla. Sus raíces envolvían una vida pasada. La única en la que Tom había sido feliz.

Entró en la cabaña y sus pesadas botas lo remolcaron hasta la chimenea. Tiró los troncos a un lado y, sin prestar atención a los quejidos de su espalda, se quitó el abrigo. Una hoja intrusa se desprendió del mismo y le observó con atención mientras encendía la hoguera que devolvería el vigor a sus huesos.

Amparado por la calidez de la lumbre se dejó caer en su sillón. La coreografía de las llamas le recordó a ella. La vio sentada frente a él, con sus ojos oscuros de animal indefenso. Cada noche, con voz trémula, ella le recitaba los versos del único libro que había en la cabaña. Vio su tez blanca adornada por los imposibles dibujos que el fuego plasmaba sobre su piel, como peces de colores flotando en un estanque japonés. Hasta vio el descuidado cabello con el que ella cubría su rostro cada vez que la tocaba. Cerró los ojos y un doloroso suspiro se escapó de su interior. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que ella lo había abandonado. Hacía ya una eternidad que había dejado de contar. Pero, cada día frente al fuego, su ingenuo rostro aparecía ante él como si nunca se hubiese ido.

El repicar de la lluvia lo sacó de su ensoñación. Masculló entre dientes. La madera se mojaría si la dejaba bajo aquella acribillada techumbre. Apoyó ambas manos en el sillón y, con las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó. Una sacudida le atravesó el pecho y le dejó sin aliento. Apoyó su mano sobre la chimenea y de entre sus labios se escapó un sordo bramido. Un afilado torbellino emergió de su corazón hasta su brazo izquierdo. La vio a ella en el sillón, sonriendo. Era la primera vez que lo hacía, y supo que era el fin.

Se sujetó fuertemente el pecho y comenzó a arrastrarse hasta la puerta. Tenía que ir junto a ella. En su mente se dibujó el día en que la vio por primera vez. El sol acababa de salir y ella corría por el parque, acompañada en su vaivén por el baile de su trenza. Al verla, otro torbellino había atravesado su pecho. Con un calculado movimiento había simulado tropezarse con ella y ésta le había devuelto su inocente sonrisa. Ahí había empezado todo.

Sus piernas se doblegaron y cayó al suelo. Su corazón se resquebrajaba pero debía continuar. Se arrastró hasta la puerta. Sus quejidos resonaban en las paredes hasta apagarse en lo profundo de la montaña. Soltó su pecho por un momento y estiró el brazo lo máximo que pudo para alcanzar el astillado pomo de madera. Se le escurrió varias veces entre los dedos hasta que al fin consiguió vencerle. Se arrojó al exterior y su frente se estrelló contra el empapado suelo. Ni siquiera sintió dolor. Miró a su derecha. Ahí estaba ella. Descansaba bajo las raíces del imponente roble, cuyas solemnes ramas la habían protegido tanto de los crudos inviernos como de los tormentosos veranos. Tom lo había cuidado con esmero todo ese tiempo para que no cesara nunca en su labor. Recordó la primera vez que la llevó a la cabaña. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, se habían abierto sorprendidos por la belleza del lugar. Los cuervos les habían acompañado con su vuelo de bienvenida y ella se había estremecido con su melodioso canto. Al entrar en la engalanada cabaña, dispuesta para la ocasión, se había quedado sin palabras. En ese momento, al ver su piel iluminada por el calor del hogar, Tom se había dado cuenta de que ella era a quién había estado buscando toda su vida.

Recobró fuerzas. Ya no sentía el brazo izquierdo pero tenía que llegar hasta ella. Con el otro brazo comenzó a deslizarse por el suelo y descendió los dos escalones que daban acceso a la cabaña. Sus guturales lamentos se diluían con el traqueteo de la lluvia. El barro que comenzaba a emerger se entrelazaba entre sus arqueados dedos. Le parecía llevar arrastrándose una eternidad aunque el imponente roble semejaba estar cada vez más lejos. Dejó caer su rostro sobre el espeso barro. En su boca se filtró el mismo sabor que había probado la noche en que la había perdido, a pesar de que la lluvia de aquella ocasión no tenía nada que ver con esta. La de aquella noche había sido una lluvia fría de final de primavera. Una lluvia que había calado en su interior y nunca se había marchado.

Aquella noche, y en un momento de descuido que siempre se reprocharía, ella se había escabullido hacia lo profundo del bosque y había emprendido su huida bajo la tormenta. Tom, sorprendido por la traición, había tenido que salir precipitado en su busca. Ambos habían corrido sobre la furiosa montaña sorteando sus resbaladizas embestidas. La había alcanzado una vez en la oscuridad de la noche, pero el odioso barro le había hecho resbalar y ella se había zafado de sus brazos. Habían continuado su ciega carrera hasta que él la había alcanzado por segunda vez, sin darse cuenta de la delicadeza de su escuálida figura, la cual había comenzado a caer hasta depositarse en una afilada piedra que había teñido de rojo sus descuidados cabellos, terminando así con su huida.

Continuó tratando de empujar su enmohecido cuerpo hasta el enorme roble que había sido su aliado, pero sus piernas no respondieron. Dejó de moverse. Ella descansaba a tan solo unos metros pero no podía llegar hasta allí. Pudo ver como el imponente roble rompía en una carcajada perversa, al tiempo que la vieja cabaña le susurraba que todo había terminado. Cerró los ojos y dejó que la lluvia acariciara su frente. El dolor había desaparecido. Y justo un instante antes de que la montaña lo engullera para siempre, pudo verla corriendo en aquel parque acompañada por el vaivén de su trenza.

En la fría noche

La noche en que puse fin a su vida la ciudad se había cubierto de blanco. El frío rebotaba en mi ventana empañando la vista del exterior. La nieve se mantenía intacta, ajena a pisadas extrañas que alteraran su reposo. Solo un pequeño vehículo, también blanco, se deslizaba sobre ella sin hacer ruido. Apagué el cigarro, me puse el lujoso abrigo que él me había regalado y me sumergí en la invernal noche. El viento golpeaba mi cara con sus afiladas uñas y solo se oían los sordos quejidos de la nieve ante las embestidas de mis tacones. Llegué a la puerta del club pasados unos minutos. La espalda de Billy taponaba la entrada y con sus enormes brazos mantenía el orden de la inexistente cola.

  • Buenas noches Señorita Swan. Hoy llega usted pronto.- Su nariz enrojecida se balanceó sobre su sonrisa.
  • En noches como esta es mejor estar en compañía.

Asintió y esos brazos me invitaron a entrar. Al apartar la pesada cortina de terciopelo rojo, el aroma a tabaco y alcohol me reconfortó. El cálido sonido del saxofón de Miles atravesaba toda la sala deleitando a los pocos oídos allí presentes. Me quité el abrigo y me senté en la barra.

  • Hola Molly, necesito algo fuerte para entrar en calor.

Molly se dio la vuelta y agarró la botella de bourbon del último estante. Su corto vestido dejaba ver más de lo que la moral permite. Golpeó el hielo con las pinzas salpicando su notable escote, lo que hizo que un hombre sentado al fondo estallara en una carcajada que enturbió el suave sonido del cuarteto de jazz. A pesar de su menudez, Molly se movía con la gracia de un pequeño cervatillo y encandilaba a todo aquel que se acercaba a su jaula. Y ella lo sabía.

Dejó el vaso frente a mí y comenzó a llenarlo mientras yo me encendía un cigarrillo.

  • Señorita Swan, debo decirle algo.
  • ¿Que ocurre Molly?

Terminó de servir el bourbon y cerró la botella. Miró a su alrededor y se humedeció los labios. El humo del cigarrillo se interponía entre nosotras.

  • Esta tarde vino un tipo muy raro. Quería hablar con el Señor Bellini. Estaba muy alterado.
  • En este club, de tipos raros vamos sobradas. ¿Sabes que quería?
  • Lo único que sé es que era algo sobre su usted. Luego se encerraron en el despacho del Señor y no pude oír nada más.
  • ¿ De mí? Qué raro. ¿Sabes quién era?
  • No, nunca le había visto. Era bastante alto, con una gabardina negra hasta los pies. Y llevaba el pelo recogido en un moño como una vieja.

Algo se estremeció en mi interior. Había visto a ese tipo antes. ¿Pero dónde? Mierda. En el cementerio.

  • Seguro que no es nada. ¿Has visto al Señor?
  • No ha salido de su despacho desde entonces. Marco y Antonelli se llevaron a ese tipo por la puerta de atrás y no les he vuelto a ver. Me temo que no ha terminado bien.
  • Gracias Molly.

Di la última calada al cigarrillo y lo apagué con calma. Una estridente melodía brotaba del saxofón de Miles y no me permitía pensar con claridad. Estaba perdida. El día anterior, antes de que la nieve hubiera llegado a la ciudad, había ido al cementerio. Le había dicho a Bellini que tenía cita en la peluquería. Carlo, el viejo chófer, me había llevado al salón de belleza. Una vez allí, y a cambio de una generosa propina, me habían enseñado una salida trasera. Tras cambiarme de ropa, me había escabullido hasta la tumba de mi padre. Era su aniversario. Nunca faltaba a la cita. En el cementerio el frío atacaba con tal fuerza que hasta los muertos echaban de menos los rayos de sol. Solo un pequeño grupo de personas a lo lejos asistía a un funeral. Había sacado una pequeña camelia del bolso y la había dejado sobre el pesado mármol que retenía a mi padre. Un par de lágrimas se habían escapado de mis ojos hasta mis heladas mejillas. El sonido de unos pasos había interrumpido mi llanto, y una gabardina negra coronada por un moño se había fijado en mí antes de continuar su camino hacia el alejado entierro. Yo había secado mis lágrimas y había emprendido el camino de vuelta al salón de belleza. Carlo ni se había inmutado.

Y ahora ese hombre había estado en el club. Estoy segura de que me había reconocido y, movido por la curiosidad, se había acercado a la tumba de mi padre. Allí había visto su nombre, atónito. Y aunque no hubiese sido capaz de resolver el rompecabezas al completo, eso había bastado para venir a contárselo a Bellini. Y él había averiguado el resto.

Las gotas de sudor comenzaron a recorrer mi espalda. El cargado ambiente del club se depositó en el fondo de mis pulmones como una roca. Con un escaso dominio de mis movimientos terminé el bourbon de un trago. Uno de los hombres de Bellini, del que no recordaba su nombre, comenzó a caminar hacia mí al compás de las notas de Miles. Su seria mirada no se cruzó con ninguna otra del bar.

  • Señorita Swan, el Señor Bellini la llama. Acompáñeme por favor.

Todo mi cuerpo temblaba. Me levanté y cogí el abrigo con ambas manos. El estruendo de mis latidos silenció la música del club. Caminé despacio junto a esa seria mirada. El calor que ascendía desde mis piernas hasta la nuca me hizo recordar aquella noche de verano. Me acordé de mi padre. Yo tenía 12 años. Golpes atronadores me habían despertado. Minutos después descubriría que eran disparos. Mi madre había corrido hasta mí y me había sacado de la cama. Mi padre, armado y fuera de sí, nos gritaba entre disparo y disparo. Yo no podía oírle. Sombras negras volaban por toda la casa como las moscas sobre la miel. Entre destello y destello mi padre nos empujaba hacia la salida. Su cara encendida con venas de fuego nos escupía palabras que yo no llegaba a entender. Recuerdo salir de la casa, dejando a mi padre atrás y correr. Correr sin mirar al suelo. Correr sin parar hasta llegar al bosque. Descalzas y con los pies ensangrentados. Y seguir corriendo durante una eternidad.

Era el mismo miedo que sentía en ese momento. Subimos la escalera y nos detuvimos ante su puerta. Tres golpes secos resonaron en mi cabeza, cerré los ojos y la puerta se abrió.

– Hola querida. Vaya, hoy estás preciosa.

Limpié el sudor de mis manos en el costoso abrigo y respiré hondo.

  • Hola, mi amor. ¿Cómo ha ido el día?- pregunté tratando de controlar mi voz.
  • Ya sabes, lo de siempre. Lidiando con esta panda de inútiles.- Sonrió con frialdad.

El matón de seria mirada salió del despacho y cerró la puerta. Apreté con fuerza los dientes y comencé a acercarme a él con un sensual movimiento. Dejé el abrigo en uno de los sillones y rodeé la gran mesa de roble que se interponía entre nosotros. Me subí el vestido y, como una mujer entregada, me senté a horcajadas en su regazo. Comenzó a manosear mi pecho y mis labios se posaron en los suyos con deseo. Su respiración empezaba a perder el control. En ese momento deslicé mi mano bajo su mesa. Ahí estaba. El frío tacto del metal me estremeció por un segundo. Mis labios continuaban ahondando en los suyos mientras mi mano sujetaba firme el revólver. Muy despacio lo acerqué a mi muslo y lo introduje por debajo del liguero. Sus manos seguían estudiando mis pechos y sus jadeos comenzaban a alzar el vuelo. De pronto se detuvo.

  • Vayamos a otro sitio a terminar con esto.- dijo limpiándose la boca.

Me incorporé de sus rodillas y me coloqué el vestido con cuidado. Me sujetó del brazo con firmeza hasta la puerta.

  • Espera, mi abrigo.
  • A dónde vamos no te va a hacer falta.

Salimos del despacho y la música regresó de nuevo. Comenzamos a bajar la escalera hasta la barra de Molly. Me miró preocupada. Giramos a la izquierda y atravesamos el almacén. El miedo que había sentido hacía unos instantes se había agazapado y mi cuerpo permanecía alerta. Volví a pensar en aquella noche. Habíamos dejado de correr y una destartalada cabaña nos daba cobijo en el bosque. El calor se escurría entre la madera de sus paredes hasta incrustarse en mi ropa. Mi padre había entrado al trote, ensangrentado y exhausto. Nos habíamos abrazado y llorado. Recuerdo a la perfección sus palabras: “ Tranquila. Sé lo que hay que hacer. Les haré creer que estamos muertos”. Me había besado en la frente y se había ido de la misma forma en que había llegado. No le volvimos a ver.

  • ¿A dónde vamos?- pregunté.

No contestó. Seguimos el camino hasta una gran puerta de hierro que daba a la parte de atrás del club. La abrió y suspiró.

  • Sal.

Me mantuve inmóvil.

  • ¡Que salgas te he dicho!- gritó empujándome con rabia.

Me zambullí en la noche y el frío me golpeó como un huracán.

  • ¿Sabes? Estaba loco por ti Maggie Swan. Aunque debería llamarte Marieta Visconti.

Permanecí en silencio. Todo mi cuerpo temblaba, no sé si debido al miedo o al viento helado que me atravesaba como un puñal. Por ambos quizás.

  • Tu padre. Que gran cabrón. Consiguió engañarnos a todos. ¿Cómo lo hizo? ¿Eh?

Me agarró del cuello con fuerza.

  • Cuando me lo cargué lloraba como un niño. ¿Sabes?. Que gran actor el hijo de puta. ¿En qué estabas pensando? ¿En vengar su muerte?- Soltó una carcajada.

Comenzó a apretar mi cuello con más intensidad y su aliento calentó mis mejillas. No podía hablar. Bajé mi mano despacio hasta mi muslo y noté el metal del revólver en mis entumecidos dedos. Estaba caliente. Agarré la empuñadura con la poca fuerza que me quedaba. Bellini continuaba hablando entre risas. Una comedida admiración se escabullía entre sus dientes cada vez que nombraba a mi padre. Mi garganta se estrechaba cada vez más. Levanté mi mano como pude y apunté a la nuca de Bellini. Cuando el sonido del disparo reventó mis tímpanos, su mano dejó de apretar. Su mirada se apagó sin entender porqué y su cuerpo se desplomó como una rojiza hoja de otoño corrompiendo la tranquila nieve de invierno.

Sin pensarlo empecé a correr. Y seguí corriendo y corriendo durante una eternidad.