Autor: Niska Carrera

El Cumpleaños

Fermín abre los ojos justo en el momento en que la primera pincelada del amanecer se dibuja en el cielo. El dolor de huesos recorre cada pliegue de su curtida  piel. Se levanta a pesar del quejido de sus caderas y se acerca al armario. En el fondo, una percha olvidada sujeta una funda que ha perdido su color. La abre y un traje, ya pasado de moda, aparece ante sus ojos llenando la habitación de momentos felices. Con él llevó a su hija al altar, ante la mirada de Manuela que era incapaz de apaciguar unas lágrimas que distorsionaban por completo su maquillaje.

            Comienza a vestirse tan rápido como sus torpes manos le permiten. A pesar de que el dolor de su espalda le susurra que vuelva a la cama, Fermín insiste en desafiar a esos huesos desgastados. Es el cumpleaños de Manuela y tiene que ir a verla. No puede dejarla plantada. Nunca lo ha hecho.

            Termina de vestirse. Peina el escaso cabello que cubre sus sienes y se echa el perfume que le regaló Manuela en las últimas Navidades. Se mira al espejo y, por un instante, sus huesos dejan de incordiar y se siente joven otra vez.

            Sale de casa al amparo de los primeros destellos de sol. A esa hora no tendrá problema en encontrar sitio en su cafetería habitual. Como siempre dice Manuela: a quién madruga dios le ayuda. Camina despacio, apoyado en el bastón que calma sus piernas, y toma el desvío hacia la panadería. Como cada año, compra la pequeña tartaleta de manzana que tanto le gusta a Manuela. Pide que se la envuelvan y la joven del mostrador, que ya le conoce, le regala una vela acompañada de una sonrisa. A pesar de tantos años juntos, Manuela no concibe un lugar mejor que esa pequeña cafetería para celebrar su cumpleaños. Ahí fue donde se conocieron y, a pesar de todos los cambios que ha sufrido la ciudad, parece como si ese rincón permaneciera ahí para salvaguardar su amor.

            Fermín sale de la panadería y continúa su camino. A pesar del sol, el aire frío de primeros de otoño se incrusta en sus rodillas. Tiene que detenerse en varias ocasiones para recobrar el aliento, pero la sonrisa de Manuela le hace continuar. Recuerda la primera vez que la vio. Aún eran unos chiquillos, pero desde el primer momento supieron que pasarían la vida juntos.

            Dobla la esquina y ve el pequeño café que acaba de comenzar un nuevo día. Empuja sus caderas hacia allí y el joven camarero, que aún está montando las mesas, le ayuda a subir el escalón de la entrada.

  • Buenos días, Fermín. Hoy ha madrugado mucho.
    • Es un día especial. ¿Ha llegado ya Manuela?
    • Aún no. Pero le acompaño a la mesa y le voy preparando un café para que entre en calor.
    • Gracias. Hoy es su cumpleaños, ¿sabe? Estará al llegar.
    • No se preocupe. Si quiere la llamo para avisarla de que usted ya está aquí.
    • Me haría un gran favor. Muchísimas gracias.

          
  El joven ayuda a Fermín a sentarse y desaparece detrás de la barra. Fermín ve cómo realiza la llamada mientras la emoción del gran día calienta sus entumecidos huesos. Se frota las manos y recoloca, sin necesidad, el traje. Espera mirando con una sonrisa las vidas que discurren a través de la ventana de la cafetería. El joven camarero se acerca y deja el café.

  • ¿Ha hablado con Manuela?- pregunta Fermín impaciente.
    • Sí, viene de camino.

            
El corazón de Fermín se encoge. Saca el pastel de su envoltorio y coloca la vela encima de uno de los trozos de manzana. La enciende con una de las cerillas que lleva en el bolsillo y da un trago al café. De pronto, la puerta se abre. Por un instante la ve. Joven y radiante. Viene apresurada. Nunca le ha gustado llegar tarde. Se acerca a la mesa, y cuando Fermín se fija en su sonrisa, un pinchazo en el fondo del estómago le paraliza los huesos.

  • Papá, menudo susto me has dado. Cuando me he levantado y vi que no estabas…
    • Pero…pero…es su cumpleaños, tenía que venir aquí. ¿Dónde está?
    • Papá, lo siento. Mamá ya no está con nosotros.

            
Las manos de Fermín comienzan a temblar. Manuela le ha dejado y ahora su cabeza también pretende abandonarle.

  • Venga papá, vámonos a casa. Celebraremos allí su cumpleaños.

            
Fermín se deja llevar. El bastón guía sus huesos desgastados entre las mesas sin esfuerzo. Sale de la cafetería y, a través de la ventana, ve cómo la vela se va apagando  hasta perderse entre los primeros visitantes matutinos del café.

Zapatos de tacón rojos

La música se desliza sutil entre corbatas de dudosa reputación y lentejuelas ornamentales. Las bandejas de canapés se pasean bajo lámparas despampanantes al compás de risas desenfadadas. Tres agudos toques contra un cristal detienen la danza y Martinelli atraviesa el silencio. Un aplauso emocionado estalla y se estrella contra su torso. Los tres toques de cristal tienen que intervenir de nuevo y, al fin, Martinelli comienza a hablar.

  • Queridos amigos míos, es un placer contar de nuevo con vosotros en la Gala Benéfica de Milky Way Asociados. A la mayoría os conozco bien y sé, a ciencia cierta, que puedo contar con vuestra generosidad para superar la recaudación del año anterior…

Mientras la voz de Martinelli resuena en las paredes de la sala, unos zapatos de tacón rojos, apoyados en una columna, aguardan a que llegue su momento. A pesar de que siempre le han encantado, esos zapatos aprietan ahora los pies de Jessica como una soga que asciende hasta el centro de su pecho. Apura la copa de champán para tratar de aliviar el sudor de su espinazo. Conoce bien a Martinelli y sabe que, tras su discursito, se mezclará con los presentes y se dejará alabar y dar palmaditas en la espalda. Y en ese momento, sus matones se mezclarán con él y Jessica aprovechará la oportunidad.

El discurso se le hace eterno. Las palabras fluyen pausadas de la boca de Martinelli y Jessica coge otra copa de una bandeja que pasa a su lado. Mira la puerta que debe atravesar. Uno de aquellos matones la cubre casi al completo. Hace tiempo que la idea de huir de allí se ha asentado en sus entrañas. Sabe dónde está el dinero, que aunque es una nimiedad comparado con todo lo que posee Martinelli, será suficiente para huir lejos de él. Apura de nuevo la copa de champán y la deposita en una de las bandejas justo en el momento en que el discurso termina. El aplauso emocionado irrumpe de nuevo en el salón y Martinelli desciende los tres escalones que le llevan a su alabanza. Jessica se separa de la columna y comienza a caminar despacio. El matón de la puerta inicia su movimiento para acercarse a Martinelli. Jessica se desliza entre los presentes sin dejar de mirar la salida. Tiene que pararse a saludar a algunos de esos charlatanes que tanto odia mientras se disfraza con su mejor sonrisa. La puerta sigue vacía pero debe ser más rápida. Siente que el tiempo se le escapa entre aquellas corbatas embaucadoras. Al fin, llega y se detiene junto al pomo. Mira a Martinelli. Habla animado con uno de los oficiales de la Fiscalía. Ojalá se pudra en el infierno. Ojalá se pudran todos.

Da un último vistazo y gira el pomo. Se escabulle en el pasillo que lleva al despacho de Martinelli y espera unos segundos para asegurarse de que nadie la ha visto. La puerta permanece cerrada a su espalda. Da un fuerte suspiro y los apretados zapatos de tacón comienzan su carrera hasta el dinero. Habrá unos doscientos mil dólares. Esa misma tarde vio cómo Martinelli los guardaba en la caja fuerte mientras tenía que darle un forzoso masaje en los pies. Sabe la contraseña. Martinelli se la ha dicho hace tiempo. Confía en ella.

Corre por el pasillo hasta adentrarse en el despacho. Al cerrar la puerta, las voces del salón se apagan. Se agacha y ve la caja fuerte. Con cuidado, teclea los números de la libertad con la punta de sus uñas rojas. La puertecilla se abre. Los billetes devuelven el reflejo de la luz de la noche. Coge el bolso que esa misma tarde ha dejado a propósito en el sillón y guarda el botín. Las manos empiezan a temblarle, pero los años con Martinelli le han enseñado a mitigar el miedo. Al fondo de la caja fuerte un revólver la señala. Sin pensar, lo coge y lo guarda en el bolso para esquivar su mirada acusadora. Está tardando demasiado. Debe darse prisa. En el momento en que Martinelli se de cuenta de que no está… No quiere ni pensarlo.

Coge uno de los abrigos del perchero y sale del despacho apresurada. El eco de los zapatos resuenan por el pasillo y rebotan en su cráneo. Corre hacia el lado contrario a las eufóricas voces. Ve la puerta que da acceso al jardín trasero. Lo atravesará y llegará al garaje. Esa misma tarde ha estado allí. Ha escondido las llaves de uno de los coches que nunca se usan en la guantera y lo ha dejado abierto. Con el trajín de la Gala, nadie la ha visto.

Galopa durante una eternidad hasta que alcanza la salida. Abre la puerta y el aire de la invernal noche le atraviesa las medias. Sale y sus tacones se hunden en la nieve. Empieza a andar. El frío se adentra por sus poros iluminado por las despampanantes lámparas que asoman por las ventanas. Intenta correr, pero los apretados zapatos rojos emprenden una encarnizada lucha con el suelo blanco. Y la nieve lleva las de ganar. Se desliza sobre el cubierto jardín lo más rápido que puede. Ve el garaje a lo lejos a través de los copos que caen con fuerza. Allí está su salvación. Entre tanto coche, ni se fijarán en ella. Además, esa noche la vigilancia corre a cargo de Luca. Y, a esas horas, ya estará borracho.

Continúa su infructuosa carrera. El garaje se acerca despacio. De pronto, una voz furiosa corta el cielo y los zapatos de tacón rojos se detienen aterrados. Martinelli grita de nuevo con más fuerza, pero Jessica es incapaz de girarse. Los copos de nieve se han detenido y se mantienen suspendidos en el aire. La parsimonia de las voces que emergen a través de las ventanas se congela en el firmamento. El frío inunda el pecho de Jessica y sus manos aprietan el bolso hasta el dolor.

  • ¿Creías que te ibas a salir con la tuya?

La voz de Martinelli explota en las sienes de Jessica. Sin pensar, mete la mano en el bolso y acaricia el revólver. Debe intentarlo. Martinelli no dudará en matarla. Lo que más odia en el mundo es la traición.

  • ¡Maldita zorra! Cuando me avisaron esta tarde de tus jueguecitos en el garaje, no quería creerlo. Pero aquí estamos.

Jessica sujeta el revólver con firmeza. De un brinco, gira su cuerpo pero los zapatos de tacón rojos se rebelan y permanecen clavados en la nieve. Pierde el equilibrio y sus pies se liberan de esos apretados tacones. En su descenso hacia al suelo, puede ver la estela de una bala que atraviesa despacio los copos de nieve. Y, justo en ese momento, el tiempo se detiene bajo la tibia luz de las despampanantes lámparas.

La búsqueda de la Ciudad Blanca

El Señor Negro decidió que había llegado la hora de huir justo en el momento en que el manto de nieve gris cubrió el trozo de pan raído que había robado esa mañana. Vivía bajo el puente al otro lado del río. Desde allí podía ver la silueta de los edificios grises que nunca brillaban bajo el apagado sol. Hubo un tiempo en que había soñado con llegar a ellos. Incluso había logrado cruzar el umbral de una de aquellas puertas de cemento gris. Había ocurrido una fría mañana de invierno, aunque a decir verdad, en ese lugar siempre era invierno. Aquella fría mañana, el Señor Negro se afanaba en pescar el sustento del día cuando un cuerpo inerte había aparecido flotando bajo sus cuarteadas manos. El traje negro recién comprado que lo envolvía le había abierto una nueva posibilidad. Le había quitado la vestimenta con cuidado y había enviado aquella desnuda y pálida piel a surcar de nuevo las oscuras aguas del río. Había tratado de secarlo sin éxito y, envuelto en el arrugado traje, había emprendido el camino hasta la silueta de edificios tristes. Pero nada más llegar a la entrada, las manos de un guardia de un tamaño acorde a los enormes rascacielos lo habían expulsado a golpes. El Señor Negro no había llegado a comprender el porqué, pero claro, el Señor Negro nunca podría saber que el olor que desprenden los habitantes del otro lado del río es repudiado en cualquier lugar menos allí. Pero lo que sí había comprendido era que salir de debajo del puente era imposible. Había nacido allí y allí debía morir. Así había sido siempre.

Pero esa noche el Señor Negro tenía frío. Aunque el frío era siempre el mismo, había días que entraba con más fuerza a través de sus botas destartaladas. Hacía ya unos meses que había escuchado la historia de la Ciudad Blanca; un lugar dónde siempre hacía sol y cada ciudadano era libre de perseguir sus sueños y ganarse la vida con lo que de verdad le gustaba. Aunque el Señor Negro nunca se había parado a pensar en lo que realmente quería, pero decidió que ya lo descubriría al llegar a la Ciudad Blanca.

Se levantó sobre las congeladas plantas de sus pies y se balanceó sobre ellas hasta que recuperaron su movimiento. Cogió el trozo de pan raído, cubrió su pelo grasiento con la capucha del anorak y comenzó a andar. Bordeó la ribera del río con los ojos entrecerrados por la humedad cortante, sin ver la silueta de edificios grises que se burlaban de su hazaña. Caminó hasta que el río se hizo más pequeño y los altos edificios perdieron su tamaño entre árboles secos. Siguió su marcha con gélidos pasos, hasta que un puesto de policía se dibujó ante sus ojos. Dos agentes vestidos de gris custodiaban una calle vacía. El Señor Negro se detuvo aterrado. ¿Le dejarían pasar? Suspiró. No le quedaba nada que perder. Reanudó su arrastrado paso y se bajó la capucha hasta los dientes. Caminó hasta dejar atrás aquellas botas grises, que continuaron con su aburrida conversación como si él no existiera. Y la realidad era que no existía. Si alguno de los habitantes del otro lado del río decidía abandonar la ciudad, era un problema menos.

Arrastró sus pies helados durante horas hasta que no pudo más y se resguardó bajo una roca. Durmió entre sueños de la Ciudad Blanca. Despertó al amanecer sobre un suelo de nieve derretida. Dio un mordisco al trozo de pan raído y continuó la marcha. Caminó sobre suelos grises, marrones, húmedos, secos, hasta que llegó a un suelo de verde hierba que dio descanso a las plantas de sus pies. Se tumbó sobre aquel esponjoso manto y durmió al calor de un sol brillante.

Se levantó renovado y siguió su camino. Una sonrisa comenzaba a distorsionar la forma habitual de sus comisuras. Deslizó sus pies hasta que unos enormes edificios de cristal devolvieron la luz del sol a sus entrecerradas pupilas. Había llegado a la Ciudad Blanca. Las historias que había oído se quedaban cortas. Era el lugar más hermoso que había visto en su mísera vida. Formas geométricas de colores se dibujaban a cada reflejo de los rayos de sol hasta desplomarse sobre la brillante hierba. Una inaudita lágrima de felicidad se escapó entre las pestañas del Señor Negro. Se deslizó por el campo sin dejar de sonreir y llegó a la entrada de la Ciudad Blanca. Un puesto de policía de mármol blanquecino custodiaba el paso. Dos agentes charlaban entre risas. El Señor Negro caminó con pisada firme. Pero justo en el instante en que sus botas destartaladas llegaban a la altura de los animados agentes, una voz seca estremeció las plantas de sus pies.

  • ¡Alto ahí! Deténgase ahora mismo.

Sin tiempo para responder, el Señor Negro se vio arrastrado por fuertes brazos hasta un furgón policial de un blanco tan brillante que le rasgaba las pupilas. Y justo antes de que cerraran la puerta, la voz seca retumbó de nuevo y se estrelló contra todas sus esperanzas.

  • Otro que se intenta colar. Llevadlo de vuelta al agujero del que ha salido.

El efecto pelota

Tom

Aquella mañana de primavera Tom se levantó antes de que sonara la primera alarma del despertador. Siempre tenía que sonar unas cuantas veces para que comenzara a reaccionar y no conseguía despertarse del todo hasta que la voz de su madre rebotaba en las paredes de la habitación. Pero aquella noche había dormido poco. La sola idea de ver la cara de sus amigos cuando les enseñara la nueva pelota que le habían regalado, le había hecho dormir a medias. Se levantó de un brinco y salió del cuarto. Corrió hasta la cocina y vio a su madre, aun en bata, terminando de preparar el desayuno.

  • ¿Pero qué ven mis ojos?- dijo la mujer asombrada. -¿Será que mi niño se está haciendo mayor y ya no necesita que lo despierten?

Se acercó a Tom y le dio un beso en la frente.

  • ¿Puedo llevar la pelota al colegio?
  • Ahh, ya entiendo. Se trata de eso. No me parece una buena idea.
  • Porfi, porfi, porfi… Te prometo que solo voy a jugar en el recreo.

La mujer suspiró. Terminó de calentar la leche y cogió los cereales. Miró a Tom con ternura y no pudo resistirse a aquellos ojos negros llenos de ilusión.

  • Está bien. Pero como me entere de que juegas con ella en clase vas a estar castigado por el resto de tus días.
  • Te lo prometo. Sólo la sacaré en el patio para que todos puedan verla.
  • De acuerdo. Venga, termina de comer y ve a vestirte.

La emoción que ocupaba su pequeño estómago casi le impide terminarse el desayuno. Pero no podía enfadar a su madre. Bebió de mala gana los últimos tragos de leche y fue a vestirse. Al terminar, cogió la pelota entre sus manos y la miró embelesado. Todos sus colores favoritos se plasmaban en ella como el más bello de los arcoiris.

La labor de introducir la pelota en la mochila le resultó más complicada de lo que esperaba. Incluso tuvo que guardar el estuche en el bolsillo de la chaqueta para conseguir cerrar la cremallera. Equipado para el gran día de escuela, se despidió de su madre y salió a la calle.

A cada paso que daba se le ocurría un nuevo juego con el que disfrutar de la preciada pelota con sus amigos. No podía estar más feliz. Iba a ser la envidia de todos. Era la pelota más bonita que había visto. De hecho, pensó que, mientras esperaba a que el semáforo de enfrente de la iglesia cambiara de color, podía contemplar su tesoro una vez más. Se quitó la mochila con cuidado y abrió la cremallera. Extrajo la pelota y el arcoiris de colores hizo brillar sus pupilas. Se estremeció de felicidad. Pero con la emoción, Tom se olvidó de cerrar la cremallera y los libros, ansiosos por participar de la bella contemplación, comenzaron a precipitarse al suelo uno tras otro. Las manos de Tom, asustadas por el desastre, soltaron la pelota sin querer y ésta salió botando acelerada hacia la carretera. Tom se abalanzó tras ella, pero una mano tiró de él con fuerza justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Tom no tuvo tiempo de contestar al hombre que lo sujetaba. Con la boca abierta, vio como un perro enorme saltaba hacia la carretera detrás de su querida pelota interrumpiendo el camino de un sorprendido ciclista que perdió el control hasta acabar estampado contra el trasero de una mujer que asomaba de la puerta de la iglesia.

Alfred

Alfred trató de esconderse bajo la sábana mientras la lengua húmeda de Jack embadurnaba todo su rostro. Quería dormir un poco más, pero el perro que ocupaba gran parte de la cama se ponía muy insistente cuando llegaba la hora de salir. Alfred podía soportar las babas por un tiempo, pero los latigazos que la cola del enorme animal infligía a sus pantorrillas le hacían claudicar. Se levantó resignado y fue al baño tratando de no tropezar con Jack. Se lavó la cara y decidió que lo mejor sería esperar hasta volver del paseo para tomarse tranquilo el café. Sería un paseo corto. Se puso lo primero que encontró en los pies de la cama y salieron a la calle. Caminaron despacio casi a la par mientras Jack olía cada árbol que se encontraba a su paso para proceder a su marcaje con un chorro de dominio.

Al llegar a la puerta de la iglesia, Alfred decidió que ya era suficiente y llamó a Jack. El perro lo miró sin moverse y encogió su trasero. La puerta de la iglesia era el lugar perfecto para soltar lastre. Alfred suspiró. Esperó a que Jack terminara sus deposiciones y extrajo la bolsa para envolver el regalo de su perro. Pero justo en el momento en que se agachaba, vio una pelota que saltaba acelerada de las manos de un niño parado en el semáforo. Jack emitió un ladrido y empezó a correr, pero Alfred no pudo ver más que al niño siguiendo los pasos de la pelota. Sin pensar en el perro, saltó hacia el crío y tiró de él con todas sus fuerzas justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Sin tiempo para propinar la oportuna reprimenda al niño, Alfred vio como su enorme perro saltaba al carril bici haciendo perder el control a un sorprendido ciclista que terminaría estampado contra el trasero de una señora que asomaba por la puerta de la iglesia.

– Señora Walcott

Antes de salir el sol, la Señora Walcott ya estaba terminando de arreglarse. Le gustaba ser la primera en llegar a la iglesia, aunque tuviera que esperar a que abrieran las puertas. Hoy era un día especial ya que, al fin, había conseguido ser la cantante principal del coro. Aunque las malas lenguas afirmaban que ella había tenido algo que ver en el repentino abandono de la anterior cantante, la Señora Walcott no lo veía de ese modo. Ella no había hecho más que sacar a relucir ciertos desvíos de la joven que no se correspondían con una dama de bien. Según ella, le había hecho un favor a la parroquia.

Se puso con dificultad el traje azul de seda que había llevado a la boda de su sobrina y unos zapatos beige de charol comprados hace unos años que nunca habían salido de su caja. Pero aquel era el día. Iba a cantar en primera fila y debía estar deslumbrante.

Cuando el primer rayo de sol de primavera asomó por la ventana, la Señora Walcott terminó de colocar en su cabello el tocado hecho a mano con plumas de pavo real que no utilizaba desde joven. Se acabó de retocar con su discreto pintalabios rosado y miró el reloj. Aun faltaba una hora para que comenzara la misa. Sacó las partituras de canto y se puso a ensayar una vez más frente al espejo. Estaba espléndida.

Cuando llegó el momento, dobló las hojas con cuidado y las guardó en su pequeño bolso de mano. Como el sol ya calentaba lo suficiente, decidió salir sin abrigo para que toda la ciudad pudiera contemplar su precioso atuendo. A cada paso que daba, su pecho aumentaba un centímetro de orgullo. Era incapaz de disimular una pequeña sonrisa en la comisura de sus labios rosados mientras sujetaba el bolso con fuerza, por si algún atrevido ladrón se atrevía a fastidiarle el día. Cuando le faltaban unos metros para llegar a la iglesia, vio al párroco abrir las puertas. Perfecto, no tendría que esperar. Pero justo cuando faltaban unos pocos pasos, la inoportuna bocina de un camión le hizo pegar un brinco. Sus recién estrenados zapatos se elevaron por un instante del suelo y completaron su aterrizaje en una superficie demasiado blanda. Miró hacia abajo y su estómago se encogió. Las heces más grandes que había visto jamás se desparramaban sobre el impoluto charol de sus pies. Un grito blasfemo se escapó entre sus dientes. Miró a su alrededor y vio al causante de su desdicha corriendo como una bestia hacia la carretera. “Ojalá lo atropelle un camión” pensó. Trató de calmarse y sacó un pañuelo de su pequeño bolso. Caminó los dos pasos que faltaban para llegar a la iglesia, sin mirar el estropicio de sus pies, y subió el par de escalones de la entrada. Se agachó sin pensar en lo apretada que le quedaba la falda y se dispuso a limpiar el desastre. Pero justo en el momento en que el pañuelo iba a tocar la punta del zapato, un fuerte golpe en su trasero la hizo estamparse de narices contra la recién abierta puerta de la iglesia. Y lo único que alcanzó a ver antes de desmayarse fueron las plumas de pavo real girando sin control en la rueda de una bicicleta.

Menú de Domingo

Lo que les voy a contar puede que suene aterrador en los tiempos de hoy, pero en el pequeño pueblo del interior de Galicia dónde nací era de lo más común. Y diría que lo sigue siendo, aunque cada vez quedan menos habitantes a los que preguntar.

De niña estudiaba en la ciudad, pero, al llegar el viernes, volvía a ese pueblo para visitar a mis abuelos. Luego llegaba el verano y mis padres me soltaban allí y regresaban a sus trabajos, mientras yo disfrutaba de tres meses de libertad junto a mis primos. Mis abuelos se limitaban a darnos de comer y mantenernos con vida. Incluso podíamos pasar toda la semana sin bañarnos, ya que, según decía mi abuelo, “sólo hay que ducharse si vas a recoger patatas”. Todos los domingos del año, como imagino que también pasaba en las casas de ustedes, mi abuela preparaba la comida para toda la familia. Desde que tengo uso de razón, el único menú que recuerdo consistía en conejo guisado con judías y patatas. Era su plato estrella. Pero hasta aquel día no fui consciente del motivo de ese exquisito menú.

En la planta baja de la casa había una pequeña cuadra habitada por animales. La líder era una vieja burra blanca que odiaba a los niños y a la que había que acercarse con mucho cuidado y siempre en presencia de mi abuelo. Sepan ustedes que, en aquellos tiempos, la escasez de maquinaria obligaba a disponer de un animal fuerte para las labores del campo. En las paredes de piedra que rodeaban al robusto animal, decenas de jaulas medio oxidadas acogían conejos de todos los tamaños. Me encantaban. Recuerdo pasar horas mirando las crías recién nacidas sin pelo. Mis primos y yo les dábamos de comer y acariciábamos sus enormes orejas hasta que mi abuela nos echaba de allí.

Debo confesarles que no recuerdo lo que estuve haciendo la mañana de domingo que les voy a contar, ni el motivo por el que me encontraba sola en casa en ese momento, pero mi abuela no tuvo más remedio que usarme a mí. Entró en la cocina. Del bolsillo de la bata de cuadros azul que siempre llevaba puesta, asomaba el mango de madera de un cuchillo enorme. Sus ojos azules, envidia de todos sus herederos, me miraron fijamente.

  • Ven conmigo. Vamos junto a los conejos.

Me levanté veloz y la seguí. Recuerdo pensar la suerte que tenía. Estaba yo sola y así podría dar de comer a los conejos sin que mis primos me molestaran. Imaginen por un momento sus ilusiones de niñez y comprenderán mi emoción. Llegamos a la cuadra y atravesamos los montones de paja del suelo hasta llegar a una jaula. Mi abuela la abrió y sacó un conejo. Yo estaba emocionada. El conejo estaba nervioso.

  • Sujeta las patas.- dijeron sus ojos azules sin inmutarse.

Apreté sus patas delanteras y mi abuela sujetó las traseras. Con un movimiento tan rápido que ni siquiera recuerdo, el mango del cuchillo apareció ante mí y se estampó varias veces en la cabeza del animal. Mis manos comenzaron a temblar aun más que el pobre conejo. Empecé a gritar pero mi abuela siguió a lo suyo. Continuó con su ritual hasta despellejar al pobre bicho. Permanecí inmóvil en medio de la cuadra con el menú en mis manos hasta que mi madre llegó y me relevó de mi puesto. No recuerdo lo que hice después, si lloré o escondí mi miedo, pero el día continuó su curso con normalidad. Mi abuela preparó su guiso de conejo con judías y patatas y toda la familia nos sentamos a la mesa como un domingo normal. Supongo que el resto del día jugué con mi primos e hicimos todo lo que hacíamos siempre. Pero he de decirles una cosa: nunca he vuelto a comer conejo.

La sonrisa olvidada

Las finas partículas de arena salpican mi piel envejecida y se dejan acariciar por la brisa de verano. Brillan bajo la tenue luz del sol al compás de voces difusas que se pierden entre las toallas de colores. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de un castillo efímero importunando la calma de la orilla. Su madre trata de alcanzarlo para que termine un bocadillo a medio comer, reseco ya por el sol. Mientras tanto, yo permanezco tumbado y me dejo llevar por los susurros que resuenan en las rocas como ecos de una vida pasada.

De pronto las voces cesan. Abro los ojos y compruebo que el silencio ha engullido las toallas de colores. El sol se ha retirado tras un manto áspero y gris y la playa ha quedado vacía. Me levanto despacio y miro a mi alrededor. El silencio se desplaza implacable entre las partículas de arena hasta chocar con las olas que comienzan a irritarse. En el horizonte gris, una silueta que me resulta familiar empieza a tomar forma. En el centro de su rostro se va perfilando poco a poco una sonrisa perfecta. Una sonrisa reflejo de tantos momentos vividos y que casi había olvidado. Su cuerpo joven y atlético permanece impasible sobre una pequeña roca que aguanta los ataques del agua embravecida. Ahora la imagen es clara como un amanecer. Su recuerdo se impregna en mi pecho y ya no puedo dejar que se vaya. Debo llegar hasta allí. Ajeno a la bravura del océano, el joven levanta su mano y me suplica que lo alcance.

Recorro la playa desierta buscando algo que me ayude a salvarlo. Mis pies luchan con la arena en cada pisada. Gotas de sudor se deslizan por mi espalda, a pesar de que el verano ha desaparecido del lugar. Busco en cada rincón hasta que encuentro una balsa moribunda que se esconde al amparo de una roca. A cada embestida del mar, un leve quejido se escapa entre sus maderas agrietadas. Me lanzo hacia ella y consigo arrastrar dos tablas marchitas hasta la arena. Me desplomo agotado. Mi cuerpo ya no aguanta como antes. Levanto la vista y lo busco entre las olas. Sigue allí. Su perfecta sonrisa ilumina el gris del horizonte. Me incorporo a duras penas y amarro las maderas con jirones que he arrancado de mi vieja camiseta de playa. El canto encrespado del océano ha enterrado el silencio y las olas danzan ahora a su compás. Arrastro las tablas hacia la orilla y las empujo con todas mis fuerzas hacia el agua. Me abalanzo sobre ellas y me dejo arrastrar. Navego sobre crestas airadas que golpean mi frente. La playa, antes llena de vida, se va perdiendo poco a poco en el gris del cielo. Continúo mi viaje tratando de llegar hasta él, pero las viejas maderas se empeñan en empujarme hacia un acantilado de brazos escarpados. Mientras tanto, su sonrisa permanece a la espera.

Mis manos comienzan a perder fuerza y les resulta imposible seguir la danza del mar. El joven de sonrisa tan conocida se aleja cada vez más mientras las comisuras del acantilado se afanan por abrazarme. No puedo permitirlo. Incapaz de guiar a la vieja madera por el camino correcto, cierro los ojos y la dejo partir hacia su abrazo con las rocas. Mi cuerpo queda a la deriva. Da vueltas sin rumbo y se pierde entre olas agitadas. Emerjo del agua y lucho contra ellas. Lo único que me guía es esa mano suave que debo alcanzar. Me sumerjo otra vez. Braceo. Emerjo. Cada vez estoy más cerca. Emerjo de nuevo. Y al fin respiro.

Mis dedos rozan la punta de su mano. Me agarra con firmeza, pero, justo en ese momento, una ola inoportuna nos zambulle en el agua. Flotamos abrazados y nuestras sonrisas se funden en una sola. El agua se calma y el sol despedaza con fuerza el manto gris que lo oprime. Su calor mece nuestros cuerpos sobre las olas serenas. Cerramos los ojos y nos dejamos llevar hasta la profundidad del océano, convertidos ya en un único ser.

La sonrisa perfecta, dibujada ahora en mi rostro, me acompaña en la oscuridad. Respiro pausado y mi corazón palpita tranquilo. El canto de un gorrión se acopla a mis latidos componiendo una suave melodía. Abro los ojos despacio. El pequeño gorrión está apoyado en una ventana a medio abrir. La luz de un sol cálido se filtra a través de la cortina y surca las arrugas de mi piel con delicadeza. Voces difusas se entrelazan con miradas que comienzo a reconocer. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de una mesa mientras su madre trata de alcanzarlo. Un joven vestido de blanco vierte agua en un vaso y lo deja al lado de un televisor que emite imágenes de una concurrida playa. El niño continúa su carrera hasta que el castillo de juguete que revolotea entre sus manos se desliza y se estrella contra el suelo.

  • Martín, deja ya de hacer el tonto, que vas a despertar al abuelo.

Miro a mi alrededor y las voces difusas se transforman poco a poco en susurros conocidos. La habitación me resulta familiar y una foto en la pared me recuerda mi sonrisa olvidada. La madre de ese niño levanta la cabeza y sus ojos se cruzan con los míos. Ahora los reconozco. Unos ojos que he visto crecer hasta convertirse en esa mujer tan hermosa que tengo frente a mí. Se acercan despacio envueltos en un velo de lágrimas y sostienen mi mano.

  • ¡Hola Papá! ¿Sabes quién soy?
  • Claro que sí, mi niña.

Saltar

Saltar. Saltar y dejarse abrazar por el viento que huye de las hebras doradas que se desprenden de un sol de primavera marchito. Saltar y sentir cómo mis pies se despegan de un suelo que lija con crudeza cada centímetro de su piel desnuda. Sentir cómo cada uno de mis dedos se alarga para dejar paso al viento que los envuelve como una túnica de seda. Saltar al vacío y tener que cerrar los ojos por la fuerza con que el tornado del último adiós atraviesa cada una de mis débiles pestañas. Saltar y volar acompañada por la danza de júbilo de decenas de gaviotas que susurran mi nombre alrededor de este solitario faro.

No. No saltar. No saltar y dejar que el suelo cepille mis pies. Dar media vuelta y huir del viento que atraviesa el plumaje reluciente de las gaviotas y forma un sinfín de bosquejos de luz que se impregnan en el cielo añil hasta desaparecer borrados por alguna nube traicionera. Dejar que mis pies despojados de cualquier abrigo desciendan el tirabuzón de metal que me lleva a tierra firme. Que me lleva a la vida. No saltar y curar mis heridas en las salinas del océano hasta hacer desaparecer cada una de las grietas que atraviesan mi piel desde la planta de mis pies hasta el rincón más profundo y oculto de mi alma arrugada. ¿Seré capaz?

Saltar. Saltar y dejar que esas grietas se pierdan para siempre en el fondo del mar entrelazadas con gráciles hojas de coral. Dejarse llevar hasta la profundidad acompañada por peces aun sin descubrir que se preguntarán confundidos qué hago allí. Reposar mi inerte cuerpo en el centro de su mundo hasta formar parte de él, sabiendo que en el mío todo continuará su camino como si yo nunca hubiese existido.

O no. No saltar. Llenarme de osadía y permitir que esos peces sin descubrir continúen navegando en secreto mientras las gaviotas se alimentan de animales conocidos que planean como sombras bajo la superficie. No saltar y cubrir mis pies con los zuecos que descansan junto a la puerta entreabierta del faro para deshacer el camino andado. Un camino de tierra que rasga las rocas, las quiebra, las aplasta y las entierra mientras discurre autoritario hasta las pequeñas casas de pescadores curtidos por amaneceres fríos como la sonrisa de un verdugo o calientes como la náusea de un volcán. Me pregunto si merece la pena desandar lo andado, inmóvil en el borde del faro mientras el sol juega al escondite con el horizonte. Entre recuerdos tan vívidos como un primer beso, una manada de lágrimas huye al trote de mis pupilas indecisas.

Saltar. Saltar y dejar que el viento empuje esa manada hasta que se pierda en el canto de una gaviota. Secar mis mejillas con los rayos de sol que rebotan en el manto azulado que cubre los peces. Saltar y olvidar cada recuerdo como si nunca hubiese sucedido, como si yo no hubiese existido. Pero existo.

No saltar. No saltar y alejarme del faro. Regresar al abismo y trepar por sus resbaladizas paredes hasta que la piel de mis dedos seque sus muros. No saltar y nadar a contracorriente con todas mis fuerzas hasta que mis piernas se cubran de escamas. No saltar y ser un salmón. No saltar y ser una hormiga que soporta ochenta veces el peso de su cuerpo sin lamentos y sin apartarse de su camino. No saltar y ser un girasol que retuerce con brío su tallo para no perder nunca de vista su estrella guía. No saltar y ser. O saltar.

El urinario

El sonido de los cubitos de hielo se dejaba oír de vez en cuando a través de las notas de jazz que brotaban del tocadiscos. Sentado en un sillón de terciopelo rojo, Marcel apuraba el último trago de whisky de su copa. Con los ojos del mismo color que el terciopelo escuchaba la conversación que sus compañeros mantenían a través del humo de los cigarrillos.

  • El mundo artístico está cambiando y por fin la sociedad está preparada para explorar mundos nuevos y dejar de lado a los artistas clásicos.- dijo John moviendo su bigote con elegancia.
  • ¿Tú crees?- respondió Walter- Nosotros seguimos aquí bebiendo y debatiendo sin parar cada noche mientras los artistas clásicos gozan de todo el reconocimiento.
  • Eso es porque la gente es idiota. No saben pensar por sí mismos. Se conforman con admirar lo que unos pocos deciden qué es arte.- añadió Marcel dejando el vaso vacío en la mesa.

Giró la cabeza y localizó al hombre de pajarita encargado de llenar su copa. Le hizo una señal y a los pocos segundos los hielos nadaban de nuevo entre whisky. Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y lo encendió despacio.

  • Si a la gente le dices que una cosa tiene valor artístico lo admirarán hasta la saciedad. Solo hace falta que la firma del autor aparezca bien visible en ella.- continuó Marcel.
  • No deja de sorprenderme tu falta de fe en el género humano- dijo John.
  • Te puedo asegurar que si le pones delante el objeto más inverosímil bajo la afirmación de que se trata de arte, lo adorarán sin pensar.
  • Tú y tus ideas de Europa, Marcel. Serías capaz de afirmar que este cenicero lleno de colillas es arte.- contestó Walter.

Los presentes se rieron a carcajadas. Walter dio un trago a su copa y se desabrochó el primer botón de la camisa. La música continuaba sonando a un volumen suficiente para impedir que las otras mesas oyeran su conversación.

  • Lo puedo demostrar- dijo Marcel.- Si vuestros ojos lo desean llevaré un objeto de lo más absurdo a la exposición de mañana. Plantaré mi firma bien grande en él y podréis disfrutar de la ignorancia de los entendidos en arte.
  • No serás capaz- dijo John.
  • ¿Que apostáis?
  • Podrías perder tu reputación- se rió Walter.- Ya veo los titulares: “Gran artista europeo pierde la cabeza en Nueva York”.

Las carcajadas ocultaron las notas de jazz por un instante y algunos ojos curiosos se clavaron en la mesa de los achispados artistas. Marcel se recostó de nuevo en el sillón y apuró la copa de whisky que tenía en su mano.

  • Si estáis tan seguros de que lo que digo es una tontería haced vuestras apuestas.
  • Está bien, juguemos pues.- contestó John.

Distintas cantidades de dinero emanaron de las lenguas ebrias mientras Marcel sonreía satisfecho recostado en el sillón. Esperó a que los demás terminaran las risas y las copas y se incorporó a duras penas.

  • Me voy a dormir. Lleven sus billeteras llenas mañana a la exposición.

Salió del club y se dirigió a casa entre la niebla que cubría sus párpados. Cuando al fin se metió en la cama se durmió con un sonrisa en los labios.

A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Se vistió con el único traje que le quedaba limpio y salió a la calle. Paseó durante un buen rato por la ciudad buscando la que sería su obra de no arte. Los restos de alcohol de la noche anterior no le permitían pensar con claridad. Decidió entrar a un bar y tomar algo para despejarse. Pidió un café solo largo y se sentó en la barra. Charló de temas sin transcendencia con el camarero entrado en años hasta terminar el café. Antes de salir fue al baño. Mientras vaciaba su vejiga se fijó en el chorro amarillento que rebotaba sobre la porcelana blanca del urinario. Un objeto de lo más absurdo con forma de pera a medio comer que había sido creado única y exclusivamente para tragar los orines de hombres de toda clase. Cuando fue a lavarse las manos la decisión ya estaba tomada. Salió apresurado y se despidió del camarero. Corrió hasta la tienda de urinarios más cercana y, casi sin hablar, se hizo con el retrete más simple que encontró. Lo cargó en brazos hasta llegar a casa mientras las secuelas de la noche anterior se perdían por su sumidero. Depositó el objeto en la mesa del estudio y cogió uno de los pinceles del cajón. Con letras irregulares estampó su firma en la parte inferior derecha. Lo miró con orgullo. Sonrió para sus adentros al imaginar el bigote retorcido de John cuando viera semejante despropósito.

Miró el reloj. Faltaba una hora para la inauguración de la exposición de nuevas corrientes artísticas de la galería del centro. Con la pintura aun a medio secar cubrió el urinario con una tela y salió hacia allí. El taxista que lo dejó en la puerta lo ayudó a descargar el pesado objeto hasta dentro.

  • Señor Duchamp, no esperábamos su visita. ¿Qué le trae por aquí?- dijo el señor Adams, estirado ser que regentaba la galería.
  • Verá, se que es un poco tarde, pero me gustaría exponer mi última obra.
  • Oh, será un placer contar con usted. Enséñeme lo que nos trae.

Marcel quitó la tela de un golpe y pudo ver cómo los ojos del estirado director se agrandaban hasta salirse de sus gafas.

  • Pero, ¡si es un urinario!
  • Podría decirse que sí, pero viniendo de usted esperaba que supiera ver más allá y apreciar el valor de esta obra.
  • No sé qué decirle señor Duchamp, me parece impropio de esta galería exponer algo así. No estoy seguro de que esta obra encaje en la exposición.

Marcel permaneció en silencio con la mirada clavada en el señor Adams. Con el frío azul de sus ojos trataba de hacerle entender que se encontraba delante de algo único y novedoso. Miró el retrete con convicción y fijó de nuevo la vista en el esmirriado director. Haría lo que fuese por demostrar a sus colegas que cualquier objeto cotidiano podía ser despojado de su utilidad y ser visto desde un punto artístico.

  • Le aseguro que encajará perfectamente. Lo que he hecho aquí es crear un pensamiento nuevo para este objeto. Debemos dar libertad a nuestra mente para apreciar una obra y no confiar sólo en nuestras retinas.

El señor Adams miró de nuevo el urinario y acarició su huesuda barbilla.

  • Confíe en mí. Sé de lo que hablo.- dijo Marcel al tiempo que una sonrisa satisfecha cruzaba sus labios.

El señor Adams permaneció un buen rato en silencio. Marcel no podía descifrar lo que pasaba por su cabeza pero un destello en una de sus pupilas le informó que lo había convencido.

  • Siempre me sorprende con sus ideas, señor Duchamp. Además, es sabido por todos que si lleva su nombre el éxito está asegurado.- El señor Adams se frotó las manos y estiró la americana de su traje.- Está bien. Le buscaré un lugar a su altura en la sala.
  • Muchas gracias, señor Adams. Sabía que podía confiar en su criterio.

Marcel abandonó la galería orgulloso. Se sentó en un banco de piedra al otro lado de la calle y encendió un cigarrillo. Miró el reloj y cerró los ojos. Dentro de poco las billeteras de sus escépticos colegas llegarían para ver la exposición.

El fin de la búsqueda

  • La hemos encontrado.

Esas palabras le atravesaron el pecho y ascendieron por los recovecos de su garganta hasta rebotar en las paredes de su cráneo. Las manos le comenzaron a temblar y el teléfono móvil se deslizó entre sus dedos hasta caer en la mesa.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Juan mientras daba el último sorbo al café.
  • La han encontrado.

Juan se levantó de un salto y se acercó a ella con restos de café aun en los labios. La rodeó con ternura y Laura se desplomó contra su pecho. Comenzó a llorar. Había dedicado los últimos diez años a buscarla. Su pequeña. Una niña que había irrumpido en su vida demasiado pronto. Una niña a la que había tenido que abandonar arrastrada por una egoísta adolescencia y unos padres de puritanismo excesivo. Lloró sin poder hablar hasta que la vibración del teléfono hizo temblar la mesa. Levantó la vista y miró a Juan con temor. Él la besó en la frente y acercó el móvil. Una imagen de una joven de sonrisa cálida se dibujó en la pantalla. Sentada sobre un césped fresco se reía con entusiasmo mientras el viento trataba de arrebatarle su largo cabello castaño. Unos ojos entrecerrados se confundían a primera vista con el color de la hierba. Laura no pudo evitar que las lágrimas surgieran de nuevo.

  • Tiene tus ojos.- dijo Juan.
  • Es preciosa.

Permanecieron sin hablar hasta que un mensaje apareció sobre la imagen de su pequeña. Unas letras formaban la dirección que había estado buscando durante años.

  • Es una residencia universitaria.- dijo Juan- Si salimos ahora llegaremos allí por la noche.

Laura lo miró asustada. Se limpió las lágrimas y contempló la imagen de nuevo. Había pasado noches enteras en vela pensando en el momento en que la tuviera delante. Algunos días había llegado a darse por vencida pero el vacío del fondo de su estómago la había obligado a retomar la búsqueda en cada ocasión. Y Juan siempre había estado ahí para apoyarla. Desde aquel día en que había reunido el valor necesario para contárselo, la había ayudado sin reproches.

  • Ve a ducharte mientras yo hago la maleta.

Juan la besó en la frente y limpió el resto de sus lágrimas. Laura continuaba con los ojos clavados en la imagen de su pequeña. Hacía casi veinte años desde que aquel embarazo había cambiado su vida. Una vida entre clases de instituto y fiestas con sus amigos. Había ocurrido en una de esas fiestas a la que sus padres le prohibían asistir. Unos padres que nunca la habían perdonado y para los que esa niña era fruto de la vergüenza más infame. Aunque en aquel momento el abandono de su pequeña había sido un alivio, años después el vacío de su estómago la había obligado a ir en su busca.

Laura se dirigió al baño y se dejó acariciar por el agua caliente. La imagen de su pequeña permanecía grabada en sus retinas. ¿Sería feliz? ¿Pensaría en ella? Había imaginado miles de veces qué le diría al verla por primera vez, pero ahora que había llegado el momento no sabía si las palabras encontrarían el camino. Cuando salió del baño, Juan estaba terminando de cerrar la bolsa de viaje. Sonrió con delicadeza.

  • Vamos, aun tardaremos unas cuantas horas en llegar.

Salieron del apartamento y subieron al vehículo. Laura se movía por inercia. En su cabeza, esos ojos de color hierba le impedían ver nada más. Viajaron durante horas en silencio. Los pensamientos de Laura se movían a mayor velocidad que el paisaje que se deslizaba a través de la ventanilla. El vacío de su estómago se iba transformando poco a poco en una pesada losa. Una lágrima solitaria se escapaba de vez en cuando a través de sus pupilas hasta ser borrada por la sonrisa cálida de Juan. A mitad de camino se detuvieron en un área de servicio. Laura no podía comer pero Juan la obligó a pedir un café.

  • ¿Te encuentras bien?
  • No lo sé. Hace tanto que espero este momento que no sé cómo hacerlo.
  • Todo saldrá bien.
  • ¿Crees que podrá perdonarme?
  • Estoy seguro. Eras una niña. Lo entenderá.

Laura cerró los ojos y trató de terminarse el café. Tras pagar la cuenta emprendieron de nuevo el viaje. Continuaron a través de carreteras silenciosas y árboles inmóviles. De pronto, un ruido se coló a través del salpicadero y el volante comenzó a temblar.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Laura.
  • Creo que hemos pinchado.

Continuaron unos minutos atravesando baches invisibles hasta la salida de la autopista. Juan detuvo el vehículo y suspiró contrariado. Bajó y comprobó la rueda delantera.

  • Puedo cambiar la rueda de repuesto pero aun quedan muchos kilómetros.
  • ¿Y qué vamos a hacer?
  • Buscaré el taller más cercano, a ver si tenemos suerte.
  • Tenemos que llegar ya.

Juan la miró con resignación. La rueda aguantaría el camino pero tendrían que ir más despacio. Suspiró y asintió con un gesto sutil. Laura permaneció de pie en silencio mientras Juan completaba la tarea. A pesar del aire cálido, su cuerpo no dejaba de temblar y la losa de su estómago se hacía cada vez más pesada. Al terminar emprendieron de nuevo su camino mientras el sol iniciaba su lenta huida hacia la noche tras los árboles inmóviles.

Pasaron otro par de horas hasta que el cartel con el nombre de la ciudad que habían estado buscando apareció ante ellos. Se deslizaron despacio entre las calles abarrotadas de jóvenes animados. Se detuvieron en varios semáforos hasta que un imponente edificio de piedra gris les mostró las letras que habían aparecido esa misma mañana en su móvil. Juan estacionó el vehículo.

  • ¿Estás bien?

Sin dar ninguna respuesta Laura bajó del coche. Contempló de nuevo la imagen de su pequeña. Grupos de jóvenes charlaban animados sobre la fresca hierba del jardín bajo la luz de las farolas.

  • Déjame el móvil que voy a preguntar si alguien la conoce.- dijo Juan.

Laura le dejó el teléfono entre dudas. Nunca había imaginado que sería tan difícil. Los brazos de Juan la envolvieron con suavidad y la losa de su estómago se hizo un poco menos pesada. Tras acariciar su mejilla, Juan se acercó a unos jóvenes que escuchaban música sentados en un banco de piedra.

  • Disculpad. ¿Conocéis a esta chica?

Miraron la fotografía hasta que uno de ellos contestó.

  • Sí. Es Emma, debe de estar en la cafetería. ¿Ha hecho algo malo?

El resto de chavales se rieron a carcajadas. Juan se acercó a Laura y la guió hasta la cafetería. La losa de su estómago aumentaba con cada embestida de los latidos de su pecho. Al llegar a la puerta, Laura se detuvo y miró a través del cristal. Los ojos verdes como la hierba aparecieron ante ella haciendo estallar la pesada losa en mil pedazos. Su pequeña permanecía de pie, apoyada en la barra, hablando con un joven de mirada pálida. El largo cabello castaño danzaba sobre sus hombros con cada sonrisa que se escapaba de sus labios. El cuerpo de Laura comenzó a temblar cómo nunca antes lo había hecho. Juan abrió la puerta y la invitó a entrar. Laura retrocedió un paso.

  • No puedo hacerlo.

Con el corazón paralizado, los pies de Laura dieron media vuelta y su cuerpo se deslizó a través de los jóvenes que reían sobre la hierba fresca del jardín.

Alas Rotas

El día que su abuela le trajo la última pieza del bombardero Boeing B-29 de la Segunda Guerra Mundial, Martinelli fue incapaz de terminar el trozo de pastel que había robado de la bandeja del horno. Tras muchos meses de espera, al fin el juguete que se había convertido en su mundo estaba completo. Había pasado tardes enteras contemplando aquella estructura metálica para averiguar si el resultado final coincidiría con la imagen que guardaba escondida debajo de su colchón. Como cada lunes, esperaba el regreso de su abuela del mercado con el suplemento semanal de aeromodelismo oculto entre los pliegues de su mandil. Pero Martinelli siempre tenía que esperar a que la mujer terminara de hacer la comida. Una gran variedad de platos con los que trataba de saciar los estómagos de su padre y aquellos amigos suyos que siempre le habían dado miedo. Un grupo de hombres ostentosos que entre humo y risas exageradas contaban unas historias que Martinelli no alcanzaba a entender. Mientras tanto, su primo Marco, nacido un mes más tarde que él, se impregnaba de esas mismas historias y jugaba a imitar a cada uno de esos seres extravagantes en la soledad de su habitación.

Cada vez que esa panda de individuos invadía el salón de la casa, Martinelli corría a escabullirse bajo la mesa de la cocina al amparo de los pies de su abuela. Cuando al fin se decidían a regresar a sus quehaceres con los estómagos llenos, Martinelli asomaba su rechoncha nariz sobre la mesa a la espera del pícaro guiño que le invitaba a salir a jugar.

Pero aquella mañana de lunes fue distinta. Martinelli esperó la llegada de su abuela pegado al cristal de la ventana como de costumbre. Pero cuando su padre y la pandilla llegaron en tropel aplastando el silencio, corrió hasta la cocina. Tras hacer una visita fugaz a los pasteles del horno, se acurrucó debajo de la mesa. Al poco rato los pies de su abuela cargados de bolsas aparecieron ante sus ojos. Se movieron despacio entre los muebles hasta detenerse ante él.

  • Hola pequeño. Ya tengo lo que te faltaba.

Martinelli asomó la nariz y abrió los ojos hasta que le dolieron las pestañas.

  • Toma. Guárdalo bien hasta que esos brutos se vayan.

Martinelli agarró la pequeña pieza entre sus dedos y la miró emocionado. Esperó sin quitarle la vista de encima hasta que su abuela le hizo la esperada señal. Salió volando hasta llegar a la caja que guardaba debajo de su cama y montó con cuidado la última pieza de la aeronave. La agarró despacio con sus pequeñas manos y corrió a mostrarle a su abuela su tesoro al completo. La mujer lo miró con ternura y lo besó en la frente.

  • Aprovecha ahora y ve a jugar al jardín.

Martinelli salió disparado y se dejó llevar por el viento que mecía las alas de su nuevo compañero. Corrió entre las flores y dio vueltas hasta dejarse caer sobre la hierba fresca de primavera. Pero de pronto, el sonido violento de un motor interrumpió su vuelo. Uno tras otro, coches de distintos colores se fueron deteniendo frente al jardín. A pesar de que trató de correr, la visión de su padre le paralizó los pies. Agarró la aeronave con las dos manos y la escondió detrás de la espalda. Pero su padre detuvo su vista en él y se acercó con curiosidad.

  • ¿Que haces, niño?
  • Nada, señor.
  • ¿Que escondes ahí detrás?
  • No es nada, señor.
  • No mientas. Déjame ver.

El hombre zarandeó el delgado brazo de Martinelli y la aeronave chocó contra el suelo justo en el momento en que los labios del pequeño comenzaban a temblar.

  • ¿Qué cojones es esto?
  • Solo es un juguete, señor.
  • ¿Un juguete? Esto es una mierda de nenazas.

Martinelli no pudo evitar la estampida de lágrimas que brotaron a través de sus pupilas mientras su padre contemplaba el bombardero con repulsión.

  • ¿Estás llorando por un avión de mierda? ¿Quieres ver lo qué hago yo con tu avión?

El hombre tiró la pequeña aeronave al suelo. Su puntiagudo zapato de terciopelo se dejó llevar y la pisoteó con furia hasta convertirla de nuevo en las piezas solitarias del suplemento semanal.

  • Así aprenderás a ser un hombre de verdad y no dejarme en ridículo delante de la gente. Y ahora lárgate que no quiero verte delante.

Martinelli corrió entre lágrimas hasta los pies de su abuela mientras las carcajadas de esos hombres le atravesaban el pecho. Lloró durante días hasta que sus lágrimas se acabaron, al igual que se fueron acabando las visitas a escondidas a la cocina. Una tarde de verano su abuela se acercó a él y le enseñó con disimulo la primera pieza de un avión de combate de la guerra de Vietnam.

  • Mira pequeño. El del quiosco me ha dado esto para ti.
  • No lo quiero.
  • Pero, ¿lo has visto bien? Tiene cañones.
  • Yo no juego con esas cosas. No soy una nenaza.

Sin esperar la respuesta de los ojos tristes de su abuela, Martinelli salió con paso lento hacia el jardín. Con la cabeza agachada, escuchó las reglas del nuevo juego que su primo Marco se había inventado y se dejó llevar.