Alas Rotas

El día que su abuela le trajo la última pieza del bombardero Boeing B-29 de la Segunda Guerra Mundial, Martinelli fue incapaz de terminar el trozo de pastel que había robado de la bandeja del horno. Tras muchos meses de espera, al fin el juguete que se había convertido en su mundo estaba completo. Había pasado tardes enteras contemplando aquella estructura metálica para averiguar si el resultado final coincidiría con la imagen que guardaba escondida debajo de su colchón. Como cada lunes, esperaba el regreso de su abuela del mercado con el suplemento semanal de aeromodelismo oculto entre los pliegues de su mandil. Pero Martinelli siempre tenía que esperar a que la mujer terminara de hacer la comida. Una gran variedad de platos con los que trataba de saciar los estómagos de su padre y aquellos amigos suyos que siempre le habían dado miedo. Un grupo de hombres ostentosos que entre humo y risas exageradas contaban unas historias que Martinelli no alcanzaba a entender. Mientras tanto, su primo Marco, nacido un mes más tarde que él, se impregnaba de esas mismas historias y jugaba a imitar a cada uno de esos seres extravagantes en la soledad de su habitación.

Cada vez que esa panda de individuos invadía el salón de la casa, Martinelli corría a escabullirse bajo la mesa de la cocina al amparo de los pies de su abuela. Cuando al fin se decidían a regresar a sus quehaceres con los estómagos llenos, Martinelli asomaba su rechoncha nariz sobre la mesa a la espera del pícaro guiño que le invitaba a salir a jugar.

Pero aquella mañana de lunes fue distinta. Martinelli esperó la llegada de su abuela pegado al cristal de la ventana como de costumbre. Pero cuando su padre y la pandilla llegaron en tropel aplastando el silencio, corrió hasta la cocina. Tras hacer una visita fugaz a los pasteles del horno, se acurrucó debajo de la mesa. Al poco rato los pies de su abuela cargados de bolsas aparecieron ante sus ojos. Se movieron despacio entre los muebles hasta detenerse ante él.

  • Hola pequeño. Ya tengo lo que te faltaba.

Martinelli asomó la nariz y abrió los ojos hasta que le dolieron las pestañas.

  • Toma. Guárdalo bien hasta que esos brutos se vayan.

Martinelli agarró la pequeña pieza entre sus dedos y la miró emocionado. Esperó sin quitarle la vista de encima hasta que su abuela le hizo la esperada señal. Salió volando hasta llegar a la caja que guardaba debajo de su cama y montó con cuidado la última pieza de la aeronave. La agarró despacio con sus pequeñas manos y corrió a mostrarle a su abuela su tesoro al completo. La mujer lo miró con ternura y lo besó en la frente.

  • Aprovecha ahora y ve a jugar al jardín.

Martinelli salió disparado y se dejó llevar por el viento que mecía las alas de su nuevo compañero. Corrió entre las flores y dio vueltas hasta dejarse caer sobre la hierba fresca de primavera. Pero de pronto, el sonido violento de un motor interrumpió su vuelo. Uno tras otro, coches de distintos colores se fueron deteniendo frente al jardín. A pesar de que trató de correr, la visión de su padre le paralizó los pies. Agarró la aeronave con las dos manos y la escondió detrás de la espalda. Pero su padre detuvo su vista en él y se acercó con curiosidad.

  • ¿Que haces, niño?
  • Nada, señor.
  • ¿Que escondes ahí detrás?
  • No es nada, señor.
  • No mientas. Déjame ver.

El hombre zarandeó el delgado brazo de Martinelli y la aeronave chocó contra el suelo justo en el momento en que los labios del pequeño comenzaban a temblar.

  • ¿Qué cojones es esto?
  • Solo es un juguete, señor.
  • ¿Un juguete? Esto es una mierda de nenazas.

Martinelli no pudo evitar la estampida de lágrimas que brotaron a través de sus pupilas mientras su padre contemplaba el bombardero con repulsión.

  • ¿Estás llorando por un avión de mierda? ¿Quieres ver lo qué hago yo con tu avión?

El hombre tiró la pequeña aeronave al suelo. Su puntiagudo zapato de terciopelo se dejó llevar y la pisoteó con furia hasta convertirla de nuevo en las piezas solitarias del suplemento semanal.

  • Así aprenderás a ser un hombre de verdad y no dejarme en ridículo delante de la gente. Y ahora lárgate que no quiero verte delante.

Martinelli corrió entre lágrimas hasta los pies de su abuela mientras las carcajadas de esos hombres le atravesaban el pecho. Lloró durante días hasta que sus lágrimas se acabaron, al igual que se fueron acabando las visitas a escondidas a la cocina. Una tarde de verano su abuela se acercó a él y le enseñó con disimulo la primera pieza de un avión de combate de la guerra de Vietnam.

  • Mira pequeño. El del quiosco me ha dado esto para ti.
  • No lo quiero.
  • Pero, ¿lo has visto bien? Tiene cañones.
  • Yo no juego con esas cosas. No soy una nenaza.

Sin esperar la respuesta de los ojos tristes de su abuela, Martinelli salió con paso lento hacia el jardín. Con la cabeza agachada, escuchó las reglas del nuevo juego que su primo Marco se había inventado y se dejó llevar.