Mes: junio 2022

La búsqueda de la Ciudad Blanca

El Señor Negro decidió que había llegado la hora de huir justo en el momento en que el manto de nieve gris cubrió el trozo de pan raído que había robado esa mañana. Vivía bajo el puente al otro lado del río. Desde allí podía ver la silueta de los edificios grises que nunca brillaban bajo el apagado sol. Hubo un tiempo en que había soñado con llegar a ellos. Incluso había logrado cruzar el umbral de una de aquellas puertas de cemento gris. Había ocurrido una fría mañana de invierno, aunque a decir verdad, en ese lugar siempre era invierno. Aquella fría mañana, el Señor Negro se afanaba en pescar el sustento del día cuando un cuerpo inerte había aparecido flotando bajo sus cuarteadas manos. El traje negro recién comprado que lo envolvía le había abierto una nueva posibilidad. Le había quitado la vestimenta con cuidado y había enviado aquella desnuda y pálida piel a surcar de nuevo las oscuras aguas del río. Había tratado de secarlo sin éxito y, envuelto en el arrugado traje, había emprendido el camino hasta la silueta de edificios tristes. Pero nada más llegar a la entrada, las manos de un guardia de un tamaño acorde a los enormes rascacielos lo habían expulsado a golpes. El Señor Negro no había llegado a comprender el porqué, pero claro, el Señor Negro nunca podría saber que el olor que desprenden los habitantes del otro lado del río es repudiado en cualquier lugar menos allí. Pero lo que sí había comprendido era que salir de debajo del puente era imposible. Había nacido allí y allí debía morir. Así había sido siempre.

Pero esa noche el Señor Negro tenía frío. Aunque el frío era siempre el mismo, había días que entraba con más fuerza a través de sus botas destartaladas. Hacía ya unos meses que había escuchado la historia de la Ciudad Blanca; un lugar dónde siempre hacía sol y cada ciudadano era libre de perseguir sus sueños y ganarse la vida con lo que de verdad le gustaba. Aunque el Señor Negro nunca se había parado a pensar en lo que realmente quería, pero decidió que ya lo descubriría al llegar a la Ciudad Blanca.

Se levantó sobre las congeladas plantas de sus pies y se balanceó sobre ellas hasta que recuperaron su movimiento. Cogió el trozo de pan raído, cubrió su pelo grasiento con la capucha del anorak y comenzó a andar. Bordeó la ribera del río con los ojos entrecerrados por la humedad cortante, sin ver la silueta de edificios grises que se burlaban de su hazaña. Caminó hasta que el río se hizo más pequeño y los altos edificios perdieron su tamaño entre árboles secos. Siguió su marcha con gélidos pasos, hasta que un puesto de policía se dibujó ante sus ojos. Dos agentes vestidos de gris custodiaban una calle vacía. El Señor Negro se detuvo aterrado. ¿Le dejarían pasar? Suspiró. No le quedaba nada que perder. Reanudó su arrastrado paso y se bajó la capucha hasta los dientes. Caminó hasta dejar atrás aquellas botas grises, que continuaron con su aburrida conversación como si él no existiera. Y la realidad era que no existía. Si alguno de los habitantes del otro lado del río decidía abandonar la ciudad, era un problema menos.

Arrastró sus pies helados durante horas hasta que no pudo más y se resguardó bajo una roca. Durmió entre sueños de la Ciudad Blanca. Despertó al amanecer sobre un suelo de nieve derretida. Dio un mordisco al trozo de pan raído y continuó la marcha. Caminó sobre suelos grises, marrones, húmedos, secos, hasta que llegó a un suelo de verde hierba que dio descanso a las plantas de sus pies. Se tumbó sobre aquel esponjoso manto y durmió al calor de un sol brillante.

Se levantó renovado y siguió su camino. Una sonrisa comenzaba a distorsionar la forma habitual de sus comisuras. Deslizó sus pies hasta que unos enormes edificios de cristal devolvieron la luz del sol a sus entrecerradas pupilas. Había llegado a la Ciudad Blanca. Las historias que había oído se quedaban cortas. Era el lugar más hermoso que había visto en su mísera vida. Formas geométricas de colores se dibujaban a cada reflejo de los rayos de sol hasta desplomarse sobre la brillante hierba. Una inaudita lágrima de felicidad se escapó entre las pestañas del Señor Negro. Se deslizó por el campo sin dejar de sonreir y llegó a la entrada de la Ciudad Blanca. Un puesto de policía de mármol blanquecino custodiaba el paso. Dos agentes charlaban entre risas. El Señor Negro caminó con pisada firme. Pero justo en el instante en que sus botas destartaladas llegaban a la altura de los animados agentes, una voz seca estremeció las plantas de sus pies.

  • ¡Alto ahí! Deténgase ahora mismo.

Sin tiempo para responder, el Señor Negro se vio arrastrado por fuertes brazos hasta un furgón policial de un blanco tan brillante que le rasgaba las pupilas. Y justo antes de que cerraran la puerta, la voz seca retumbó de nuevo y se estrelló contra todas sus esperanzas.

  • Otro que se intenta colar. Llevadlo de vuelta al agujero del que ha salido.

El efecto pelota

Tom

Aquella mañana de primavera Tom se levantó antes de que sonara la primera alarma del despertador. Siempre tenía que sonar unas cuantas veces para que comenzara a reaccionar y no conseguía despertarse del todo hasta que la voz de su madre rebotaba en las paredes de la habitación. Pero aquella noche había dormido poco. La sola idea de ver la cara de sus amigos cuando les enseñara la nueva pelota que le habían regalado, le había hecho dormir a medias. Se levantó de un brinco y salió del cuarto. Corrió hasta la cocina y vio a su madre, aun en bata, terminando de preparar el desayuno.

  • ¿Pero qué ven mis ojos?- dijo la mujer asombrada. -¿Será que mi niño se está haciendo mayor y ya no necesita que lo despierten?

Se acercó a Tom y le dio un beso en la frente.

  • ¿Puedo llevar la pelota al colegio?
  • Ahh, ya entiendo. Se trata de eso. No me parece una buena idea.
  • Porfi, porfi, porfi… Te prometo que solo voy a jugar en el recreo.

La mujer suspiró. Terminó de calentar la leche y cogió los cereales. Miró a Tom con ternura y no pudo resistirse a aquellos ojos negros llenos de ilusión.

  • Está bien. Pero como me entere de que juegas con ella en clase vas a estar castigado por el resto de tus días.
  • Te lo prometo. Sólo la sacaré en el patio para que todos puedan verla.
  • De acuerdo. Venga, termina de comer y ve a vestirte.

La emoción que ocupaba su pequeño estómago casi le impide terminarse el desayuno. Pero no podía enfadar a su madre. Bebió de mala gana los últimos tragos de leche y fue a vestirse. Al terminar, cogió la pelota entre sus manos y la miró embelesado. Todos sus colores favoritos se plasmaban en ella como el más bello de los arcoiris.

La labor de introducir la pelota en la mochila le resultó más complicada de lo que esperaba. Incluso tuvo que guardar el estuche en el bolsillo de la chaqueta para conseguir cerrar la cremallera. Equipado para el gran día de escuela, se despidió de su madre y salió a la calle.

A cada paso que daba se le ocurría un nuevo juego con el que disfrutar de la preciada pelota con sus amigos. No podía estar más feliz. Iba a ser la envidia de todos. Era la pelota más bonita que había visto. De hecho, pensó que, mientras esperaba a que el semáforo de enfrente de la iglesia cambiara de color, podía contemplar su tesoro una vez más. Se quitó la mochila con cuidado y abrió la cremallera. Extrajo la pelota y el arcoiris de colores hizo brillar sus pupilas. Se estremeció de felicidad. Pero con la emoción, Tom se olvidó de cerrar la cremallera y los libros, ansiosos por participar de la bella contemplación, comenzaron a precipitarse al suelo uno tras otro. Las manos de Tom, asustadas por el desastre, soltaron la pelota sin querer y ésta salió botando acelerada hacia la carretera. Tom se abalanzó tras ella, pero una mano tiró de él con fuerza justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Tom no tuvo tiempo de contestar al hombre que lo sujetaba. Con la boca abierta, vio como un perro enorme saltaba hacia la carretera detrás de su querida pelota interrumpiendo el camino de un sorprendido ciclista que perdió el control hasta acabar estampado contra el trasero de una mujer que asomaba de la puerta de la iglesia.

Alfred

Alfred trató de esconderse bajo la sábana mientras la lengua húmeda de Jack embadurnaba todo su rostro. Quería dormir un poco más, pero el perro que ocupaba gran parte de la cama se ponía muy insistente cuando llegaba la hora de salir. Alfred podía soportar las babas por un tiempo, pero los latigazos que la cola del enorme animal infligía a sus pantorrillas le hacían claudicar. Se levantó resignado y fue al baño tratando de no tropezar con Jack. Se lavó la cara y decidió que lo mejor sería esperar hasta volver del paseo para tomarse tranquilo el café. Sería un paseo corto. Se puso lo primero que encontró en los pies de la cama y salieron a la calle. Caminaron despacio casi a la par mientras Jack olía cada árbol que se encontraba a su paso para proceder a su marcaje con un chorro de dominio.

Al llegar a la puerta de la iglesia, Alfred decidió que ya era suficiente y llamó a Jack. El perro lo miró sin moverse y encogió su trasero. La puerta de la iglesia era el lugar perfecto para soltar lastre. Alfred suspiró. Esperó a que Jack terminara sus deposiciones y extrajo la bolsa para envolver el regalo de su perro. Pero justo en el momento en que se agachaba, vio una pelota que saltaba acelerada de las manos de un niño parado en el semáforo. Jack emitió un ladrido y empezó a correr, pero Alfred no pudo ver más que al niño siguiendo los pasos de la pelota. Sin pensar en el perro, saltó hacia el crío y tiró de él con todas sus fuerzas justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Sin tiempo para propinar la oportuna reprimenda al niño, Alfred vio como su enorme perro saltaba al carril bici haciendo perder el control a un sorprendido ciclista que terminaría estampado contra el trasero de una señora que asomaba por la puerta de la iglesia.

– Señora Walcott

Antes de salir el sol, la Señora Walcott ya estaba terminando de arreglarse. Le gustaba ser la primera en llegar a la iglesia, aunque tuviera que esperar a que abrieran las puertas. Hoy era un día especial ya que, al fin, había conseguido ser la cantante principal del coro. Aunque las malas lenguas afirmaban que ella había tenido algo que ver en el repentino abandono de la anterior cantante, la Señora Walcott no lo veía de ese modo. Ella no había hecho más que sacar a relucir ciertos desvíos de la joven que no se correspondían con una dama de bien. Según ella, le había hecho un favor a la parroquia.

Se puso con dificultad el traje azul de seda que había llevado a la boda de su sobrina y unos zapatos beige de charol comprados hace unos años que nunca habían salido de su caja. Pero aquel era el día. Iba a cantar en primera fila y debía estar deslumbrante.

Cuando el primer rayo de sol de primavera asomó por la ventana, la Señora Walcott terminó de colocar en su cabello el tocado hecho a mano con plumas de pavo real que no utilizaba desde joven. Se acabó de retocar con su discreto pintalabios rosado y miró el reloj. Aun faltaba una hora para que comenzara la misa. Sacó las partituras de canto y se puso a ensayar una vez más frente al espejo. Estaba espléndida.

Cuando llegó el momento, dobló las hojas con cuidado y las guardó en su pequeño bolso de mano. Como el sol ya calentaba lo suficiente, decidió salir sin abrigo para que toda la ciudad pudiera contemplar su precioso atuendo. A cada paso que daba, su pecho aumentaba un centímetro de orgullo. Era incapaz de disimular una pequeña sonrisa en la comisura de sus labios rosados mientras sujetaba el bolso con fuerza, por si algún atrevido ladrón se atrevía a fastidiarle el día. Cuando le faltaban unos metros para llegar a la iglesia, vio al párroco abrir las puertas. Perfecto, no tendría que esperar. Pero justo cuando faltaban unos pocos pasos, la inoportuna bocina de un camión le hizo pegar un brinco. Sus recién estrenados zapatos se elevaron por un instante del suelo y completaron su aterrizaje en una superficie demasiado blanda. Miró hacia abajo y su estómago se encogió. Las heces más grandes que había visto jamás se desparramaban sobre el impoluto charol de sus pies. Un grito blasfemo se escapó entre sus dientes. Miró a su alrededor y vio al causante de su desdicha corriendo como una bestia hacia la carretera. “Ojalá lo atropelle un camión” pensó. Trató de calmarse y sacó un pañuelo de su pequeño bolso. Caminó los dos pasos que faltaban para llegar a la iglesia, sin mirar el estropicio de sus pies, y subió el par de escalones de la entrada. Se agachó sin pensar en lo apretada que le quedaba la falda y se dispuso a limpiar el desastre. Pero justo en el momento en que el pañuelo iba a tocar la punta del zapato, un fuerte golpe en su trasero la hizo estamparse de narices contra la recién abierta puerta de la iglesia. Y lo único que alcanzó a ver antes de desmayarse fueron las plumas de pavo real girando sin control en la rueda de una bicicleta.