El Señor Negro decidió que había llegado la hora de huir justo en el momento en que el manto de nieve gris cubrió el trozo de pan raído que había robado esa mañana. Vivía bajo el puente al otro lado del río. Desde allí podía ver la silueta de los edificios grises que nunca brillaban bajo el apagado sol. Hubo un tiempo en que había soñado con llegar a ellos. Incluso había logrado cruzar el umbral de una de aquellas puertas de cemento gris. Había ocurrido una fría mañana de invierno, aunque a decir verdad, en ese lugar siempre era invierno. Aquella fría mañana, el Señor Negro se afanaba en pescar el sustento del día cuando un cuerpo inerte había aparecido flotando bajo sus cuarteadas manos. El traje negro recién comprado que lo envolvía le había abierto una nueva posibilidad. Le había quitado la vestimenta con cuidado y había enviado aquella desnuda y pálida piel a surcar de nuevo las oscuras aguas del río. Había tratado de secarlo sin éxito y, envuelto en el arrugado traje, había emprendido el camino hasta la silueta de edificios tristes. Pero nada más llegar a la entrada, las manos de un guardia de un tamaño acorde a los enormes rascacielos lo habían expulsado a golpes. El Señor Negro no había llegado a comprender el porqué, pero claro, el Señor Negro nunca podría saber que el olor que desprenden los habitantes del otro lado del río es repudiado en cualquier lugar menos allí. Pero lo que sí había comprendido era que salir de debajo del puente era imposible. Había nacido allí y allí debía morir. Así había sido siempre.
Pero esa noche el Señor Negro tenía frío. Aunque el frío era siempre el mismo, había días que entraba con más fuerza a través de sus botas destartaladas. Hacía ya unos meses que había escuchado la historia de la Ciudad Blanca; un lugar dónde siempre hacía sol y cada ciudadano era libre de perseguir sus sueños y ganarse la vida con lo que de verdad le gustaba. Aunque el Señor Negro nunca se había parado a pensar en lo que realmente quería, pero decidió que ya lo descubriría al llegar a la Ciudad Blanca.
Se levantó sobre las congeladas plantas de sus pies y se balanceó sobre ellas hasta que recuperaron su movimiento. Cogió el trozo de pan raído, cubrió su pelo grasiento con la capucha del anorak y comenzó a andar. Bordeó la ribera del río con los ojos entrecerrados por la humedad cortante, sin ver la silueta de edificios grises que se burlaban de su hazaña. Caminó hasta que el río se hizo más pequeño y los altos edificios perdieron su tamaño entre árboles secos. Siguió su marcha con gélidos pasos, hasta que un puesto de policía se dibujó ante sus ojos. Dos agentes vestidos de gris custodiaban una calle vacía. El Señor Negro se detuvo aterrado. ¿Le dejarían pasar? Suspiró. No le quedaba nada que perder. Reanudó su arrastrado paso y se bajó la capucha hasta los dientes. Caminó hasta dejar atrás aquellas botas grises, que continuaron con su aburrida conversación como si él no existiera. Y la realidad era que no existía. Si alguno de los habitantes del otro lado del río decidía abandonar la ciudad, era un problema menos.
Arrastró sus pies helados durante horas hasta que no pudo más y se resguardó bajo una roca. Durmió entre sueños de la Ciudad Blanca. Despertó al amanecer sobre un suelo de nieve derretida. Dio un mordisco al trozo de pan raído y continuó la marcha. Caminó sobre suelos grises, marrones, húmedos, secos, hasta que llegó a un suelo de verde hierba que dio descanso a las plantas de sus pies. Se tumbó sobre aquel esponjoso manto y durmió al calor de un sol brillante.
Se levantó renovado y siguió su camino. Una sonrisa comenzaba a distorsionar la forma habitual de sus comisuras. Deslizó sus pies hasta que unos enormes edificios de cristal devolvieron la luz del sol a sus entrecerradas pupilas. Había llegado a la Ciudad Blanca. Las historias que había oído se quedaban cortas. Era el lugar más hermoso que había visto en su mísera vida. Formas geométricas de colores se dibujaban a cada reflejo de los rayos de sol hasta desplomarse sobre la brillante hierba. Una inaudita lágrima de felicidad se escapó entre las pestañas del Señor Negro. Se deslizó por el campo sin dejar de sonreir y llegó a la entrada de la Ciudad Blanca. Un puesto de policía de mármol blanquecino custodiaba el paso. Dos agentes charlaban entre risas. El Señor Negro caminó con pisada firme. Pero justo en el instante en que sus botas destartaladas llegaban a la altura de los animados agentes, una voz seca estremeció las plantas de sus pies.
- ¡Alto ahí! Deténgase ahora mismo.
Sin tiempo para responder, el Señor Negro se vio arrastrado por fuertes brazos hasta un furgón policial de un blanco tan brillante que le rasgaba las pupilas. Y justo antes de que cerraran la puerta, la voz seca retumbó de nuevo y se estrelló contra todas sus esperanzas.
- Otro que se intenta colar. Llevadlo de vuelta al agujero del que ha salido.