Año: 2022

El Cumpleaños

Fermín abre los ojos justo en el momento en que la primera pincelada del amanecer se dibuja en el cielo. El dolor de huesos recorre cada pliegue de su curtida  piel. Se levanta a pesar del quejido de sus caderas y se acerca al armario. En el fondo, una percha olvidada sujeta una funda que ha perdido su color. La abre y un traje, ya pasado de moda, aparece ante sus ojos llenando la habitación de momentos felices. Con él llevó a su hija al altar, ante la mirada de Manuela que era incapaz de apaciguar unas lágrimas que distorsionaban por completo su maquillaje.

            Comienza a vestirse tan rápido como sus torpes manos le permiten. A pesar de que el dolor de su espalda le susurra que vuelva a la cama, Fermín insiste en desafiar a esos huesos desgastados. Es el cumpleaños de Manuela y tiene que ir a verla. No puede dejarla plantada. Nunca lo ha hecho.

            Termina de vestirse. Peina el escaso cabello que cubre sus sienes y se echa el perfume que le regaló Manuela en las últimas Navidades. Se mira al espejo y, por un instante, sus huesos dejan de incordiar y se siente joven otra vez.

            Sale de casa al amparo de los primeros destellos de sol. A esa hora no tendrá problema en encontrar sitio en su cafetería habitual. Como siempre dice Manuela: a quién madruga dios le ayuda. Camina despacio, apoyado en el bastón que calma sus piernas, y toma el desvío hacia la panadería. Como cada año, compra la pequeña tartaleta de manzana que tanto le gusta a Manuela. Pide que se la envuelvan y la joven del mostrador, que ya le conoce, le regala una vela acompañada de una sonrisa. A pesar de tantos años juntos, Manuela no concibe un lugar mejor que esa pequeña cafetería para celebrar su cumpleaños. Ahí fue donde se conocieron y, a pesar de todos los cambios que ha sufrido la ciudad, parece como si ese rincón permaneciera ahí para salvaguardar su amor.

            Fermín sale de la panadería y continúa su camino. A pesar del sol, el aire frío de primeros de otoño se incrusta en sus rodillas. Tiene que detenerse en varias ocasiones para recobrar el aliento, pero la sonrisa de Manuela le hace continuar. Recuerda la primera vez que la vio. Aún eran unos chiquillos, pero desde el primer momento supieron que pasarían la vida juntos.

            Dobla la esquina y ve el pequeño café que acaba de comenzar un nuevo día. Empuja sus caderas hacia allí y el joven camarero, que aún está montando las mesas, le ayuda a subir el escalón de la entrada.

  • Buenos días, Fermín. Hoy ha madrugado mucho.
    • Es un día especial. ¿Ha llegado ya Manuela?
    • Aún no. Pero le acompaño a la mesa y le voy preparando un café para que entre en calor.
    • Gracias. Hoy es su cumpleaños, ¿sabe? Estará al llegar.
    • No se preocupe. Si quiere la llamo para avisarla de que usted ya está aquí.
    • Me haría un gran favor. Muchísimas gracias.

          
  El joven ayuda a Fermín a sentarse y desaparece detrás de la barra. Fermín ve cómo realiza la llamada mientras la emoción del gran día calienta sus entumecidos huesos. Se frota las manos y recoloca, sin necesidad, el traje. Espera mirando con una sonrisa las vidas que discurren a través de la ventana de la cafetería. El joven camarero se acerca y deja el café.

  • ¿Ha hablado con Manuela?- pregunta Fermín impaciente.
    • Sí, viene de camino.

            
El corazón de Fermín se encoge. Saca el pastel de su envoltorio y coloca la vela encima de uno de los trozos de manzana. La enciende con una de las cerillas que lleva en el bolsillo y da un trago al café. De pronto, la puerta se abre. Por un instante la ve. Joven y radiante. Viene apresurada. Nunca le ha gustado llegar tarde. Se acerca a la mesa, y cuando Fermín se fija en su sonrisa, un pinchazo en el fondo del estómago le paraliza los huesos.

  • Papá, menudo susto me has dado. Cuando me he levantado y vi que no estabas…
    • Pero…pero…es su cumpleaños, tenía que venir aquí. ¿Dónde está?
    • Papá, lo siento. Mamá ya no está con nosotros.

            
Las manos de Fermín comienzan a temblar. Manuela le ha dejado y ahora su cabeza también pretende abandonarle.

  • Venga papá, vámonos a casa. Celebraremos allí su cumpleaños.

            
Fermín se deja llevar. El bastón guía sus huesos desgastados entre las mesas sin esfuerzo. Sale de la cafetería y, a través de la ventana, ve cómo la vela se va apagando  hasta perderse entre los primeros visitantes matutinos del café.

Zapatos de tacón rojos

La música se desliza sutil entre corbatas de dudosa reputación y lentejuelas ornamentales. Las bandejas de canapés se pasean bajo lámparas despampanantes al compás de risas desenfadadas. Tres agudos toques contra un cristal detienen la danza y Martinelli atraviesa el silencio. Un aplauso emocionado estalla y se estrella contra su torso. Los tres toques de cristal tienen que intervenir de nuevo y, al fin, Martinelli comienza a hablar.

  • Queridos amigos míos, es un placer contar de nuevo con vosotros en la Gala Benéfica de Milky Way Asociados. A la mayoría os conozco bien y sé, a ciencia cierta, que puedo contar con vuestra generosidad para superar la recaudación del año anterior…

Mientras la voz de Martinelli resuena en las paredes de la sala, unos zapatos de tacón rojos, apoyados en una columna, aguardan a que llegue su momento. A pesar de que siempre le han encantado, esos zapatos aprietan ahora los pies de Jessica como una soga que asciende hasta el centro de su pecho. Apura la copa de champán para tratar de aliviar el sudor de su espinazo. Conoce bien a Martinelli y sabe que, tras su discursito, se mezclará con los presentes y se dejará alabar y dar palmaditas en la espalda. Y en ese momento, sus matones se mezclarán con él y Jessica aprovechará la oportunidad.

El discurso se le hace eterno. Las palabras fluyen pausadas de la boca de Martinelli y Jessica coge otra copa de una bandeja que pasa a su lado. Mira la puerta que debe atravesar. Uno de aquellos matones la cubre casi al completo. Hace tiempo que la idea de huir de allí se ha asentado en sus entrañas. Sabe dónde está el dinero, que aunque es una nimiedad comparado con todo lo que posee Martinelli, será suficiente para huir lejos de él. Apura de nuevo la copa de champán y la deposita en una de las bandejas justo en el momento en que el discurso termina. El aplauso emocionado irrumpe de nuevo en el salón y Martinelli desciende los tres escalones que le llevan a su alabanza. Jessica se separa de la columna y comienza a caminar despacio. El matón de la puerta inicia su movimiento para acercarse a Martinelli. Jessica se desliza entre los presentes sin dejar de mirar la salida. Tiene que pararse a saludar a algunos de esos charlatanes que tanto odia mientras se disfraza con su mejor sonrisa. La puerta sigue vacía pero debe ser más rápida. Siente que el tiempo se le escapa entre aquellas corbatas embaucadoras. Al fin, llega y se detiene junto al pomo. Mira a Martinelli. Habla animado con uno de los oficiales de la Fiscalía. Ojalá se pudra en el infierno. Ojalá se pudran todos.

Da un último vistazo y gira el pomo. Se escabulle en el pasillo que lleva al despacho de Martinelli y espera unos segundos para asegurarse de que nadie la ha visto. La puerta permanece cerrada a su espalda. Da un fuerte suspiro y los apretados zapatos de tacón comienzan su carrera hasta el dinero. Habrá unos doscientos mil dólares. Esa misma tarde vio cómo Martinelli los guardaba en la caja fuerte mientras tenía que darle un forzoso masaje en los pies. Sabe la contraseña. Martinelli se la ha dicho hace tiempo. Confía en ella.

Corre por el pasillo hasta adentrarse en el despacho. Al cerrar la puerta, las voces del salón se apagan. Se agacha y ve la caja fuerte. Con cuidado, teclea los números de la libertad con la punta de sus uñas rojas. La puertecilla se abre. Los billetes devuelven el reflejo de la luz de la noche. Coge el bolso que esa misma tarde ha dejado a propósito en el sillón y guarda el botín. Las manos empiezan a temblarle, pero los años con Martinelli le han enseñado a mitigar el miedo. Al fondo de la caja fuerte un revólver la señala. Sin pensar, lo coge y lo guarda en el bolso para esquivar su mirada acusadora. Está tardando demasiado. Debe darse prisa. En el momento en que Martinelli se de cuenta de que no está… No quiere ni pensarlo.

Coge uno de los abrigos del perchero y sale del despacho apresurada. El eco de los zapatos resuenan por el pasillo y rebotan en su cráneo. Corre hacia el lado contrario a las eufóricas voces. Ve la puerta que da acceso al jardín trasero. Lo atravesará y llegará al garaje. Esa misma tarde ha estado allí. Ha escondido las llaves de uno de los coches que nunca se usan en la guantera y lo ha dejado abierto. Con el trajín de la Gala, nadie la ha visto.

Galopa durante una eternidad hasta que alcanza la salida. Abre la puerta y el aire de la invernal noche le atraviesa las medias. Sale y sus tacones se hunden en la nieve. Empieza a andar. El frío se adentra por sus poros iluminado por las despampanantes lámparas que asoman por las ventanas. Intenta correr, pero los apretados zapatos rojos emprenden una encarnizada lucha con el suelo blanco. Y la nieve lleva las de ganar. Se desliza sobre el cubierto jardín lo más rápido que puede. Ve el garaje a lo lejos a través de los copos que caen con fuerza. Allí está su salvación. Entre tanto coche, ni se fijarán en ella. Además, esa noche la vigilancia corre a cargo de Luca. Y, a esas horas, ya estará borracho.

Continúa su infructuosa carrera. El garaje se acerca despacio. De pronto, una voz furiosa corta el cielo y los zapatos de tacón rojos se detienen aterrados. Martinelli grita de nuevo con más fuerza, pero Jessica es incapaz de girarse. Los copos de nieve se han detenido y se mantienen suspendidos en el aire. La parsimonia de las voces que emergen a través de las ventanas se congela en el firmamento. El frío inunda el pecho de Jessica y sus manos aprietan el bolso hasta el dolor.

  • ¿Creías que te ibas a salir con la tuya?

La voz de Martinelli explota en las sienes de Jessica. Sin pensar, mete la mano en el bolso y acaricia el revólver. Debe intentarlo. Martinelli no dudará en matarla. Lo que más odia en el mundo es la traición.

  • ¡Maldita zorra! Cuando me avisaron esta tarde de tus jueguecitos en el garaje, no quería creerlo. Pero aquí estamos.

Jessica sujeta el revólver con firmeza. De un brinco, gira su cuerpo pero los zapatos de tacón rojos se rebelan y permanecen clavados en la nieve. Pierde el equilibrio y sus pies se liberan de esos apretados tacones. En su descenso hacia al suelo, puede ver la estela de una bala que atraviesa despacio los copos de nieve. Y, justo en ese momento, el tiempo se detiene bajo la tibia luz de las despampanantes lámparas.

La búsqueda de la Ciudad Blanca

El Señor Negro decidió que había llegado la hora de huir justo en el momento en que el manto de nieve gris cubrió el trozo de pan raído que había robado esa mañana. Vivía bajo el puente al otro lado del río. Desde allí podía ver la silueta de los edificios grises que nunca brillaban bajo el apagado sol. Hubo un tiempo en que había soñado con llegar a ellos. Incluso había logrado cruzar el umbral de una de aquellas puertas de cemento gris. Había ocurrido una fría mañana de invierno, aunque a decir verdad, en ese lugar siempre era invierno. Aquella fría mañana, el Señor Negro se afanaba en pescar el sustento del día cuando un cuerpo inerte había aparecido flotando bajo sus cuarteadas manos. El traje negro recién comprado que lo envolvía le había abierto una nueva posibilidad. Le había quitado la vestimenta con cuidado y había enviado aquella desnuda y pálida piel a surcar de nuevo las oscuras aguas del río. Había tratado de secarlo sin éxito y, envuelto en el arrugado traje, había emprendido el camino hasta la silueta de edificios tristes. Pero nada más llegar a la entrada, las manos de un guardia de un tamaño acorde a los enormes rascacielos lo habían expulsado a golpes. El Señor Negro no había llegado a comprender el porqué, pero claro, el Señor Negro nunca podría saber que el olor que desprenden los habitantes del otro lado del río es repudiado en cualquier lugar menos allí. Pero lo que sí había comprendido era que salir de debajo del puente era imposible. Había nacido allí y allí debía morir. Así había sido siempre.

Pero esa noche el Señor Negro tenía frío. Aunque el frío era siempre el mismo, había días que entraba con más fuerza a través de sus botas destartaladas. Hacía ya unos meses que había escuchado la historia de la Ciudad Blanca; un lugar dónde siempre hacía sol y cada ciudadano era libre de perseguir sus sueños y ganarse la vida con lo que de verdad le gustaba. Aunque el Señor Negro nunca se había parado a pensar en lo que realmente quería, pero decidió que ya lo descubriría al llegar a la Ciudad Blanca.

Se levantó sobre las congeladas plantas de sus pies y se balanceó sobre ellas hasta que recuperaron su movimiento. Cogió el trozo de pan raído, cubrió su pelo grasiento con la capucha del anorak y comenzó a andar. Bordeó la ribera del río con los ojos entrecerrados por la humedad cortante, sin ver la silueta de edificios grises que se burlaban de su hazaña. Caminó hasta que el río se hizo más pequeño y los altos edificios perdieron su tamaño entre árboles secos. Siguió su marcha con gélidos pasos, hasta que un puesto de policía se dibujó ante sus ojos. Dos agentes vestidos de gris custodiaban una calle vacía. El Señor Negro se detuvo aterrado. ¿Le dejarían pasar? Suspiró. No le quedaba nada que perder. Reanudó su arrastrado paso y se bajó la capucha hasta los dientes. Caminó hasta dejar atrás aquellas botas grises, que continuaron con su aburrida conversación como si él no existiera. Y la realidad era que no existía. Si alguno de los habitantes del otro lado del río decidía abandonar la ciudad, era un problema menos.

Arrastró sus pies helados durante horas hasta que no pudo más y se resguardó bajo una roca. Durmió entre sueños de la Ciudad Blanca. Despertó al amanecer sobre un suelo de nieve derretida. Dio un mordisco al trozo de pan raído y continuó la marcha. Caminó sobre suelos grises, marrones, húmedos, secos, hasta que llegó a un suelo de verde hierba que dio descanso a las plantas de sus pies. Se tumbó sobre aquel esponjoso manto y durmió al calor de un sol brillante.

Se levantó renovado y siguió su camino. Una sonrisa comenzaba a distorsionar la forma habitual de sus comisuras. Deslizó sus pies hasta que unos enormes edificios de cristal devolvieron la luz del sol a sus entrecerradas pupilas. Había llegado a la Ciudad Blanca. Las historias que había oído se quedaban cortas. Era el lugar más hermoso que había visto en su mísera vida. Formas geométricas de colores se dibujaban a cada reflejo de los rayos de sol hasta desplomarse sobre la brillante hierba. Una inaudita lágrima de felicidad se escapó entre las pestañas del Señor Negro. Se deslizó por el campo sin dejar de sonreir y llegó a la entrada de la Ciudad Blanca. Un puesto de policía de mármol blanquecino custodiaba el paso. Dos agentes charlaban entre risas. El Señor Negro caminó con pisada firme. Pero justo en el instante en que sus botas destartaladas llegaban a la altura de los animados agentes, una voz seca estremeció las plantas de sus pies.

  • ¡Alto ahí! Deténgase ahora mismo.

Sin tiempo para responder, el Señor Negro se vio arrastrado por fuertes brazos hasta un furgón policial de un blanco tan brillante que le rasgaba las pupilas. Y justo antes de que cerraran la puerta, la voz seca retumbó de nuevo y se estrelló contra todas sus esperanzas.

  • Otro que se intenta colar. Llevadlo de vuelta al agujero del que ha salido.

El efecto pelota

Tom

Aquella mañana de primavera Tom se levantó antes de que sonara la primera alarma del despertador. Siempre tenía que sonar unas cuantas veces para que comenzara a reaccionar y no conseguía despertarse del todo hasta que la voz de su madre rebotaba en las paredes de la habitación. Pero aquella noche había dormido poco. La sola idea de ver la cara de sus amigos cuando les enseñara la nueva pelota que le habían regalado, le había hecho dormir a medias. Se levantó de un brinco y salió del cuarto. Corrió hasta la cocina y vio a su madre, aun en bata, terminando de preparar el desayuno.

  • ¿Pero qué ven mis ojos?- dijo la mujer asombrada. -¿Será que mi niño se está haciendo mayor y ya no necesita que lo despierten?

Se acercó a Tom y le dio un beso en la frente.

  • ¿Puedo llevar la pelota al colegio?
  • Ahh, ya entiendo. Se trata de eso. No me parece una buena idea.
  • Porfi, porfi, porfi… Te prometo que solo voy a jugar en el recreo.

La mujer suspiró. Terminó de calentar la leche y cogió los cereales. Miró a Tom con ternura y no pudo resistirse a aquellos ojos negros llenos de ilusión.

  • Está bien. Pero como me entere de que juegas con ella en clase vas a estar castigado por el resto de tus días.
  • Te lo prometo. Sólo la sacaré en el patio para que todos puedan verla.
  • De acuerdo. Venga, termina de comer y ve a vestirte.

La emoción que ocupaba su pequeño estómago casi le impide terminarse el desayuno. Pero no podía enfadar a su madre. Bebió de mala gana los últimos tragos de leche y fue a vestirse. Al terminar, cogió la pelota entre sus manos y la miró embelesado. Todos sus colores favoritos se plasmaban en ella como el más bello de los arcoiris.

La labor de introducir la pelota en la mochila le resultó más complicada de lo que esperaba. Incluso tuvo que guardar el estuche en el bolsillo de la chaqueta para conseguir cerrar la cremallera. Equipado para el gran día de escuela, se despidió de su madre y salió a la calle.

A cada paso que daba se le ocurría un nuevo juego con el que disfrutar de la preciada pelota con sus amigos. No podía estar más feliz. Iba a ser la envidia de todos. Era la pelota más bonita que había visto. De hecho, pensó que, mientras esperaba a que el semáforo de enfrente de la iglesia cambiara de color, podía contemplar su tesoro una vez más. Se quitó la mochila con cuidado y abrió la cremallera. Extrajo la pelota y el arcoiris de colores hizo brillar sus pupilas. Se estremeció de felicidad. Pero con la emoción, Tom se olvidó de cerrar la cremallera y los libros, ansiosos por participar de la bella contemplación, comenzaron a precipitarse al suelo uno tras otro. Las manos de Tom, asustadas por el desastre, soltaron la pelota sin querer y ésta salió botando acelerada hacia la carretera. Tom se abalanzó tras ella, pero una mano tiró de él con fuerza justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Tom no tuvo tiempo de contestar al hombre que lo sujetaba. Con la boca abierta, vio como un perro enorme saltaba hacia la carretera detrás de su querida pelota interrumpiendo el camino de un sorprendido ciclista que perdió el control hasta acabar estampado contra el trasero de una mujer que asomaba de la puerta de la iglesia.

Alfred

Alfred trató de esconderse bajo la sábana mientras la lengua húmeda de Jack embadurnaba todo su rostro. Quería dormir un poco más, pero el perro que ocupaba gran parte de la cama se ponía muy insistente cuando llegaba la hora de salir. Alfred podía soportar las babas por un tiempo, pero los latigazos que la cola del enorme animal infligía a sus pantorrillas le hacían claudicar. Se levantó resignado y fue al baño tratando de no tropezar con Jack. Se lavó la cara y decidió que lo mejor sería esperar hasta volver del paseo para tomarse tranquilo el café. Sería un paseo corto. Se puso lo primero que encontró en los pies de la cama y salieron a la calle. Caminaron despacio casi a la par mientras Jack olía cada árbol que se encontraba a su paso para proceder a su marcaje con un chorro de dominio.

Al llegar a la puerta de la iglesia, Alfred decidió que ya era suficiente y llamó a Jack. El perro lo miró sin moverse y encogió su trasero. La puerta de la iglesia era el lugar perfecto para soltar lastre. Alfred suspiró. Esperó a que Jack terminara sus deposiciones y extrajo la bolsa para envolver el regalo de su perro. Pero justo en el momento en que se agachaba, vio una pelota que saltaba acelerada de las manos de un niño parado en el semáforo. Jack emitió un ladrido y empezó a correr, pero Alfred no pudo ver más que al niño siguiendo los pasos de la pelota. Sin pensar en el perro, saltó hacia el crío y tiró de él con todas sus fuerzas justo en el momento en que la bocina de un camión pasaba a unos centímetros de su nariz.

  • ¿Pero qué haces, chaval?

Sin tiempo para propinar la oportuna reprimenda al niño, Alfred vio como su enorme perro saltaba al carril bici haciendo perder el control a un sorprendido ciclista que terminaría estampado contra el trasero de una señora que asomaba por la puerta de la iglesia.

– Señora Walcott

Antes de salir el sol, la Señora Walcott ya estaba terminando de arreglarse. Le gustaba ser la primera en llegar a la iglesia, aunque tuviera que esperar a que abrieran las puertas. Hoy era un día especial ya que, al fin, había conseguido ser la cantante principal del coro. Aunque las malas lenguas afirmaban que ella había tenido algo que ver en el repentino abandono de la anterior cantante, la Señora Walcott no lo veía de ese modo. Ella no había hecho más que sacar a relucir ciertos desvíos de la joven que no se correspondían con una dama de bien. Según ella, le había hecho un favor a la parroquia.

Se puso con dificultad el traje azul de seda que había llevado a la boda de su sobrina y unos zapatos beige de charol comprados hace unos años que nunca habían salido de su caja. Pero aquel era el día. Iba a cantar en primera fila y debía estar deslumbrante.

Cuando el primer rayo de sol de primavera asomó por la ventana, la Señora Walcott terminó de colocar en su cabello el tocado hecho a mano con plumas de pavo real que no utilizaba desde joven. Se acabó de retocar con su discreto pintalabios rosado y miró el reloj. Aun faltaba una hora para que comenzara la misa. Sacó las partituras de canto y se puso a ensayar una vez más frente al espejo. Estaba espléndida.

Cuando llegó el momento, dobló las hojas con cuidado y las guardó en su pequeño bolso de mano. Como el sol ya calentaba lo suficiente, decidió salir sin abrigo para que toda la ciudad pudiera contemplar su precioso atuendo. A cada paso que daba, su pecho aumentaba un centímetro de orgullo. Era incapaz de disimular una pequeña sonrisa en la comisura de sus labios rosados mientras sujetaba el bolso con fuerza, por si algún atrevido ladrón se atrevía a fastidiarle el día. Cuando le faltaban unos metros para llegar a la iglesia, vio al párroco abrir las puertas. Perfecto, no tendría que esperar. Pero justo cuando faltaban unos pocos pasos, la inoportuna bocina de un camión le hizo pegar un brinco. Sus recién estrenados zapatos se elevaron por un instante del suelo y completaron su aterrizaje en una superficie demasiado blanda. Miró hacia abajo y su estómago se encogió. Las heces más grandes que había visto jamás se desparramaban sobre el impoluto charol de sus pies. Un grito blasfemo se escapó entre sus dientes. Miró a su alrededor y vio al causante de su desdicha corriendo como una bestia hacia la carretera. “Ojalá lo atropelle un camión” pensó. Trató de calmarse y sacó un pañuelo de su pequeño bolso. Caminó los dos pasos que faltaban para llegar a la iglesia, sin mirar el estropicio de sus pies, y subió el par de escalones de la entrada. Se agachó sin pensar en lo apretada que le quedaba la falda y se dispuso a limpiar el desastre. Pero justo en el momento en que el pañuelo iba a tocar la punta del zapato, un fuerte golpe en su trasero la hizo estamparse de narices contra la recién abierta puerta de la iglesia. Y lo único que alcanzó a ver antes de desmayarse fueron las plumas de pavo real girando sin control en la rueda de una bicicleta.

Menú de Domingo

Lo que les voy a contar puede que suene aterrador en los tiempos de hoy, pero en el pequeño pueblo del interior de Galicia dónde nací era de lo más común. Y diría que lo sigue siendo, aunque cada vez quedan menos habitantes a los que preguntar.

De niña estudiaba en la ciudad, pero, al llegar el viernes, volvía a ese pueblo para visitar a mis abuelos. Luego llegaba el verano y mis padres me soltaban allí y regresaban a sus trabajos, mientras yo disfrutaba de tres meses de libertad junto a mis primos. Mis abuelos se limitaban a darnos de comer y mantenernos con vida. Incluso podíamos pasar toda la semana sin bañarnos, ya que, según decía mi abuelo, “sólo hay que ducharse si vas a recoger patatas”. Todos los domingos del año, como imagino que también pasaba en las casas de ustedes, mi abuela preparaba la comida para toda la familia. Desde que tengo uso de razón, el único menú que recuerdo consistía en conejo guisado con judías y patatas. Era su plato estrella. Pero hasta aquel día no fui consciente del motivo de ese exquisito menú.

En la planta baja de la casa había una pequeña cuadra habitada por animales. La líder era una vieja burra blanca que odiaba a los niños y a la que había que acercarse con mucho cuidado y siempre en presencia de mi abuelo. Sepan ustedes que, en aquellos tiempos, la escasez de maquinaria obligaba a disponer de un animal fuerte para las labores del campo. En las paredes de piedra que rodeaban al robusto animal, decenas de jaulas medio oxidadas acogían conejos de todos los tamaños. Me encantaban. Recuerdo pasar horas mirando las crías recién nacidas sin pelo. Mis primos y yo les dábamos de comer y acariciábamos sus enormes orejas hasta que mi abuela nos echaba de allí.

Debo confesarles que no recuerdo lo que estuve haciendo la mañana de domingo que les voy a contar, ni el motivo por el que me encontraba sola en casa en ese momento, pero mi abuela no tuvo más remedio que usarme a mí. Entró en la cocina. Del bolsillo de la bata de cuadros azul que siempre llevaba puesta, asomaba el mango de madera de un cuchillo enorme. Sus ojos azules, envidia de todos sus herederos, me miraron fijamente.

  • Ven conmigo. Vamos junto a los conejos.

Me levanté veloz y la seguí. Recuerdo pensar la suerte que tenía. Estaba yo sola y así podría dar de comer a los conejos sin que mis primos me molestaran. Imaginen por un momento sus ilusiones de niñez y comprenderán mi emoción. Llegamos a la cuadra y atravesamos los montones de paja del suelo hasta llegar a una jaula. Mi abuela la abrió y sacó un conejo. Yo estaba emocionada. El conejo estaba nervioso.

  • Sujeta las patas.- dijeron sus ojos azules sin inmutarse.

Apreté sus patas delanteras y mi abuela sujetó las traseras. Con un movimiento tan rápido que ni siquiera recuerdo, el mango del cuchillo apareció ante mí y se estampó varias veces en la cabeza del animal. Mis manos comenzaron a temblar aun más que el pobre conejo. Empecé a gritar pero mi abuela siguió a lo suyo. Continuó con su ritual hasta despellejar al pobre bicho. Permanecí inmóvil en medio de la cuadra con el menú en mis manos hasta que mi madre llegó y me relevó de mi puesto. No recuerdo lo que hice después, si lloré o escondí mi miedo, pero el día continuó su curso con normalidad. Mi abuela preparó su guiso de conejo con judías y patatas y toda la familia nos sentamos a la mesa como un domingo normal. Supongo que el resto del día jugué con mi primos e hicimos todo lo que hacíamos siempre. Pero he de decirles una cosa: nunca he vuelto a comer conejo.