Las finas partículas de arena salpican mi piel envejecida y se dejan acariciar por la brisa de verano. Brillan bajo la tenue luz del sol al compás de voces difusas que se pierden entre las toallas de colores. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de un castillo efímero importunando la calma de la orilla. Su madre trata de alcanzarlo para que termine un bocadillo a medio comer, reseco ya por el sol. Mientras tanto, yo permanezco tumbado y me dejo llevar por los susurros que resuenan en las rocas como ecos de una vida pasada.
De pronto las voces cesan. Abro los ojos y compruebo que el silencio ha engullido las toallas de colores. El sol se ha retirado tras un manto áspero y gris y la playa ha quedado vacía. Me levanto despacio y miro a mi alrededor. El silencio se desplaza implacable entre las partículas de arena hasta chocar con las olas que comienzan a irritarse. En el horizonte gris, una silueta que me resulta familiar empieza a tomar forma. En el centro de su rostro se va perfilando poco a poco una sonrisa perfecta. Una sonrisa reflejo de tantos momentos vividos y que casi había olvidado. Su cuerpo joven y atlético permanece impasible sobre una pequeña roca que aguanta los ataques del agua embravecida. Ahora la imagen es clara como un amanecer. Su recuerdo se impregna en mi pecho y ya no puedo dejar que se vaya. Debo llegar hasta allí. Ajeno a la bravura del océano, el joven levanta su mano y me suplica que lo alcance.
Recorro la playa desierta buscando algo que me ayude a salvarlo. Mis pies luchan con la arena en cada pisada. Gotas de sudor se deslizan por mi espalda, a pesar de que el verano ha desaparecido del lugar. Busco en cada rincón hasta que encuentro una balsa moribunda que se esconde al amparo de una roca. A cada embestida del mar, un leve quejido se escapa entre sus maderas agrietadas. Me lanzo hacia ella y consigo arrastrar dos tablas marchitas hasta la arena. Me desplomo agotado. Mi cuerpo ya no aguanta como antes. Levanto la vista y lo busco entre las olas. Sigue allí. Su perfecta sonrisa ilumina el gris del horizonte. Me incorporo a duras penas y amarro las maderas con jirones que he arrancado de mi vieja camiseta de playa. El canto encrespado del océano ha enterrado el silencio y las olas danzan ahora a su compás. Arrastro las tablas hacia la orilla y las empujo con todas mis fuerzas hacia el agua. Me abalanzo sobre ellas y me dejo arrastrar. Navego sobre crestas airadas que golpean mi frente. La playa, antes llena de vida, se va perdiendo poco a poco en el gris del cielo. Continúo mi viaje tratando de llegar hasta él, pero las viejas maderas se empeñan en empujarme hacia un acantilado de brazos escarpados. Mientras tanto, su sonrisa permanece a la espera.
Mis manos comienzan a perder fuerza y les resulta imposible seguir la danza del mar. El joven de sonrisa tan conocida se aleja cada vez más mientras las comisuras del acantilado se afanan por abrazarme. No puedo permitirlo. Incapaz de guiar a la vieja madera por el camino correcto, cierro los ojos y la dejo partir hacia su abrazo con las rocas. Mi cuerpo queda a la deriva. Da vueltas sin rumbo y se pierde entre olas agitadas. Emerjo del agua y lucho contra ellas. Lo único que me guía es esa mano suave que debo alcanzar. Me sumerjo otra vez. Braceo. Emerjo. Cada vez estoy más cerca. Emerjo de nuevo. Y al fin respiro.
Mis dedos rozan la punta de su mano. Me agarra con firmeza, pero, justo en ese momento, una ola inoportuna nos zambulle en el agua. Flotamos abrazados y nuestras sonrisas se funden en una sola. El agua se calma y el sol despedaza con fuerza el manto gris que lo oprime. Su calor mece nuestros cuerpos sobre las olas serenas. Cerramos los ojos y nos dejamos llevar hasta la profundidad del océano, convertidos ya en un único ser.
La sonrisa perfecta, dibujada ahora en mi rostro, me acompaña en la oscuridad. Respiro pausado y mi corazón palpita tranquilo. El canto de un gorrión se acopla a mis latidos componiendo una suave melodía. Abro los ojos despacio. El pequeño gorrión está apoyado en una ventana a medio abrir. La luz de un sol cálido se filtra a través de la cortina y surca las arrugas de mi piel con delicadeza. Voces difusas se entrelazan con miradas que comienzo a reconocer. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de una mesa mientras su madre trata de alcanzarlo. Un joven vestido de blanco vierte agua en un vaso y lo deja al lado de un televisor que emite imágenes de una concurrida playa. El niño continúa su carrera hasta que el castillo de juguete que revolotea entre sus manos se desliza y se estrella contra el suelo.
- Martín, deja ya de hacer el tonto, que vas a despertar al abuelo.
Miro a mi alrededor y las voces difusas se transforman poco a poco en susurros conocidos. La habitación me resulta familiar y una foto en la pared me recuerda mi sonrisa olvidada. La madre de ese niño levanta la cabeza y sus ojos se cruzan con los míos. Ahora los reconozco. Unos ojos que he visto crecer hasta convertirse en esa mujer tan hermosa que tengo frente a mí. Se acercan despacio envueltos en un velo de lágrimas y sostienen mi mano.
- ¡Hola Papá! ¿Sabes quién soy?
- Claro que sí, mi niña.