Mes: junio 2021

Saltar

Saltar. Saltar y dejarse abrazar por el viento que huye de las hebras doradas que se desprenden de un sol de primavera marchito. Saltar y sentir cómo mis pies se despegan de un suelo que lija con crudeza cada centímetro de su piel desnuda. Sentir cómo cada uno de mis dedos se alarga para dejar paso al viento que los envuelve como una túnica de seda. Saltar al vacío y tener que cerrar los ojos por la fuerza con que el tornado del último adiós atraviesa cada una de mis débiles pestañas. Saltar y volar acompañada por la danza de júbilo de decenas de gaviotas que susurran mi nombre alrededor de este solitario faro.

No. No saltar. No saltar y dejar que el suelo cepille mis pies. Dar media vuelta y huir del viento que atraviesa el plumaje reluciente de las gaviotas y forma un sinfín de bosquejos de luz que se impregnan en el cielo añil hasta desaparecer borrados por alguna nube traicionera. Dejar que mis pies despojados de cualquier abrigo desciendan el tirabuzón de metal que me lleva a tierra firme. Que me lleva a la vida. No saltar y curar mis heridas en las salinas del océano hasta hacer desaparecer cada una de las grietas que atraviesan mi piel desde la planta de mis pies hasta el rincón más profundo y oculto de mi alma arrugada. ¿Seré capaz?

Saltar. Saltar y dejar que esas grietas se pierdan para siempre en el fondo del mar entrelazadas con gráciles hojas de coral. Dejarse llevar hasta la profundidad acompañada por peces aun sin descubrir que se preguntarán confundidos qué hago allí. Reposar mi inerte cuerpo en el centro de su mundo hasta formar parte de él, sabiendo que en el mío todo continuará su camino como si yo nunca hubiese existido.

O no. No saltar. Llenarme de osadía y permitir que esos peces sin descubrir continúen navegando en secreto mientras las gaviotas se alimentan de animales conocidos que planean como sombras bajo la superficie. No saltar y cubrir mis pies con los zuecos que descansan junto a la puerta entreabierta del faro para deshacer el camino andado. Un camino de tierra que rasga las rocas, las quiebra, las aplasta y las entierra mientras discurre autoritario hasta las pequeñas casas de pescadores curtidos por amaneceres fríos como la sonrisa de un verdugo o calientes como la náusea de un volcán. Me pregunto si merece la pena desandar lo andado, inmóvil en el borde del faro mientras el sol juega al escondite con el horizonte. Entre recuerdos tan vívidos como un primer beso, una manada de lágrimas huye al trote de mis pupilas indecisas.

Saltar. Saltar y dejar que el viento empuje esa manada hasta que se pierda en el canto de una gaviota. Secar mis mejillas con los rayos de sol que rebotan en el manto azulado que cubre los peces. Saltar y olvidar cada recuerdo como si nunca hubiese sucedido, como si yo no hubiese existido. Pero existo.

No saltar. No saltar y alejarme del faro. Regresar al abismo y trepar por sus resbaladizas paredes hasta que la piel de mis dedos seque sus muros. No saltar y nadar a contracorriente con todas mis fuerzas hasta que mis piernas se cubran de escamas. No saltar y ser un salmón. No saltar y ser una hormiga que soporta ochenta veces el peso de su cuerpo sin lamentos y sin apartarse de su camino. No saltar y ser un girasol que retuerce con brío su tallo para no perder nunca de vista su estrella guía. No saltar y ser. O saltar.