El sonido de los cubitos de hielo se dejaba oír de vez en cuando a través de las notas de jazz que brotaban del tocadiscos. Sentado en un sillón de terciopelo rojo, Marcel apuraba el último trago de whisky de su copa. Con los ojos del mismo color que el terciopelo escuchaba la conversación que sus compañeros mantenían a través del humo de los cigarrillos.
- El mundo artístico está cambiando y por fin la sociedad está preparada para explorar mundos nuevos y dejar de lado a los artistas clásicos.- dijo John moviendo su bigote con elegancia.
- ¿Tú crees?- respondió Walter- Nosotros seguimos aquí bebiendo y debatiendo sin parar cada noche mientras los artistas clásicos gozan de todo el reconocimiento.
- Eso es porque la gente es idiota. No saben pensar por sí mismos. Se conforman con admirar lo que unos pocos deciden qué es arte.- añadió Marcel dejando el vaso vacío en la mesa.
Giró la cabeza y localizó al hombre de pajarita encargado de llenar su copa. Le hizo una señal y a los pocos segundos los hielos nadaban de nuevo entre whisky. Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y lo encendió despacio.
- Si a la gente le dices que una cosa tiene valor artístico lo admirarán hasta la saciedad. Solo hace falta que la firma del autor aparezca bien visible en ella.- continuó Marcel.
- No deja de sorprenderme tu falta de fe en el género humano- dijo John.
- Te puedo asegurar que si le pones delante el objeto más inverosímil bajo la afirmación de que se trata de arte, lo adorarán sin pensar.
- Tú y tus ideas de Europa, Marcel. Serías capaz de afirmar que este cenicero lleno de colillas es arte.- contestó Walter.
Los presentes se rieron a carcajadas. Walter dio un trago a su copa y se desabrochó el primer botón de la camisa. La música continuaba sonando a un volumen suficiente para impedir que las otras mesas oyeran su conversación.
- Lo puedo demostrar- dijo Marcel.- Si vuestros ojos lo desean llevaré un objeto de lo más absurdo a la exposición de mañana. Plantaré mi firma bien grande en él y podréis disfrutar de la ignorancia de los entendidos en arte.
- No serás capaz- dijo John.
- ¿Que apostáis?
- Podrías perder tu reputación- se rió Walter.- Ya veo los titulares: “Gran artista europeo pierde la cabeza en Nueva York”.
Las carcajadas ocultaron las notas de jazz por un instante y algunos ojos curiosos se clavaron en la mesa de los achispados artistas. Marcel se recostó de nuevo en el sillón y apuró la copa de whisky que tenía en su mano.
- Si estáis tan seguros de que lo que digo es una tontería haced vuestras apuestas.
- Está bien, juguemos pues.- contestó John.
Distintas cantidades de dinero emanaron de las lenguas ebrias mientras Marcel sonreía satisfecho recostado en el sillón. Esperó a que los demás terminaran las risas y las copas y se incorporó a duras penas.
- Me voy a dormir. Lleven sus billeteras llenas mañana a la exposición.
Salió del club y se dirigió a casa entre la niebla que cubría sus párpados. Cuando al fin se metió en la cama se durmió con un sonrisa en los labios.
A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Se vistió con el único traje que le quedaba limpio y salió a la calle. Paseó durante un buen rato por la ciudad buscando la que sería su obra de no arte. Los restos de alcohol de la noche anterior no le permitían pensar con claridad. Decidió entrar a un bar y tomar algo para despejarse. Pidió un café solo largo y se sentó en la barra. Charló de temas sin transcendencia con el camarero entrado en años hasta terminar el café. Antes de salir fue al baño. Mientras vaciaba su vejiga se fijó en el chorro amarillento que rebotaba sobre la porcelana blanca del urinario. Un objeto de lo más absurdo con forma de pera a medio comer que había sido creado única y exclusivamente para tragar los orines de hombres de toda clase. Cuando fue a lavarse las manos la decisión ya estaba tomada. Salió apresurado y se despidió del camarero. Corrió hasta la tienda de urinarios más cercana y, casi sin hablar, se hizo con el retrete más simple que encontró. Lo cargó en brazos hasta llegar a casa mientras las secuelas de la noche anterior se perdían por su sumidero. Depositó el objeto en la mesa del estudio y cogió uno de los pinceles del cajón. Con letras irregulares estampó su firma en la parte inferior derecha. Lo miró con orgullo. Sonrió para sus adentros al imaginar el bigote retorcido de John cuando viera semejante despropósito.
Miró el reloj. Faltaba una hora para la inauguración de la exposición de nuevas corrientes artísticas de la galería del centro. Con la pintura aun a medio secar cubrió el urinario con una tela y salió hacia allí. El taxista que lo dejó en la puerta lo ayudó a descargar el pesado objeto hasta dentro.
- Señor Duchamp, no esperábamos su visita. ¿Qué le trae por aquí?- dijo el señor Adams, estirado ser que regentaba la galería.
- Verá, se que es un poco tarde, pero me gustaría exponer mi última obra.
- Oh, será un placer contar con usted. Enséñeme lo que nos trae.
Marcel quitó la tela de un golpe y pudo ver cómo los ojos del estirado director se agrandaban hasta salirse de sus gafas.
- Pero, ¡si es un urinario!
- Podría decirse que sí, pero viniendo de usted esperaba que supiera ver más allá y apreciar el valor de esta obra.
- No sé qué decirle señor Duchamp, me parece impropio de esta galería exponer algo así. No estoy seguro de que esta obra encaje en la exposición.
Marcel permaneció en silencio con la mirada clavada en el señor Adams. Con el frío azul de sus ojos trataba de hacerle entender que se encontraba delante de algo único y novedoso. Miró el retrete con convicción y fijó de nuevo la vista en el esmirriado director. Haría lo que fuese por demostrar a sus colegas que cualquier objeto cotidiano podía ser despojado de su utilidad y ser visto desde un punto artístico.
- Le aseguro que encajará perfectamente. Lo que he hecho aquí es crear un pensamiento nuevo para este objeto. Debemos dar libertad a nuestra mente para apreciar una obra y no confiar sólo en nuestras retinas.
El señor Adams miró de nuevo el urinario y acarició su huesuda barbilla.
- Confíe en mí. Sé de lo que hablo.- dijo Marcel al tiempo que una sonrisa satisfecha cruzaba sus labios.
El señor Adams permaneció un buen rato en silencio. Marcel no podía descifrar lo que pasaba por su cabeza pero un destello en una de sus pupilas le informó que lo había convencido.
- Siempre me sorprende con sus ideas, señor Duchamp. Además, es sabido por todos que si lleva su nombre el éxito está asegurado.- El señor Adams se frotó las manos y estiró la americana de su traje.- Está bien. Le buscaré un lugar a su altura en la sala.
- Muchas gracias, señor Adams. Sabía que podía confiar en su criterio.
Marcel abandonó la galería orgulloso. Se sentó en un banco de piedra al otro lado de la calle y encendió un cigarrillo. Miró el reloj y cerró los ojos. Dentro de poco las billeteras de sus escépticos colegas llegarían para ver la exposición.