- La hemos encontrado.
Esas palabras le atravesaron el pecho y ascendieron por los recovecos de su garganta hasta rebotar en las paredes de su cráneo. Las manos le comenzaron a temblar y el teléfono móvil se deslizó entre sus dedos hasta caer en la mesa.
- ¿Qué ocurre?- preguntó Juan mientras daba el último sorbo al café.
- La han encontrado.
Juan se levantó de un salto y se acercó a ella con restos de café aun en los labios. La rodeó con ternura y Laura se desplomó contra su pecho. Comenzó a llorar. Había dedicado los últimos diez años a buscarla. Su pequeña. Una niña que había irrumpido en su vida demasiado pronto. Una niña a la que había tenido que abandonar arrastrada por una egoísta adolescencia y unos padres de puritanismo excesivo. Lloró sin poder hablar hasta que la vibración del teléfono hizo temblar la mesa. Levantó la vista y miró a Juan con temor. Él la besó en la frente y acercó el móvil. Una imagen de una joven de sonrisa cálida se dibujó en la pantalla. Sentada sobre un césped fresco se reía con entusiasmo mientras el viento trataba de arrebatarle su largo cabello castaño. Unos ojos entrecerrados se confundían a primera vista con el color de la hierba. Laura no pudo evitar que las lágrimas surgieran de nuevo.
- Tiene tus ojos.- dijo Juan.
- Es preciosa.
Permanecieron sin hablar hasta que un mensaje apareció sobre la imagen de su pequeña. Unas letras formaban la dirección que había estado buscando durante años.
- Es una residencia universitaria.- dijo Juan- Si salimos ahora llegaremos allí por la noche.
Laura lo miró asustada. Se limpió las lágrimas y contempló la imagen de nuevo. Había pasado noches enteras en vela pensando en el momento en que la tuviera delante. Algunos días había llegado a darse por vencida pero el vacío del fondo de su estómago la había obligado a retomar la búsqueda en cada ocasión. Y Juan siempre había estado ahí para apoyarla. Desde aquel día en que había reunido el valor necesario para contárselo, la había ayudado sin reproches.
- Ve a ducharte mientras yo hago la maleta.
Juan la besó en la frente y limpió el resto de sus lágrimas. Laura continuaba con los ojos clavados en la imagen de su pequeña. Hacía casi veinte años desde que aquel embarazo había cambiado su vida. Una vida entre clases de instituto y fiestas con sus amigos. Había ocurrido en una de esas fiestas a la que sus padres le prohibían asistir. Unos padres que nunca la habían perdonado y para los que esa niña era fruto de la vergüenza más infame. Aunque en aquel momento el abandono de su pequeña había sido un alivio, años después el vacío de su estómago la había obligado a ir en su busca.
Laura se dirigió al baño y se dejó acariciar por el agua caliente. La imagen de su pequeña permanecía grabada en sus retinas. ¿Sería feliz? ¿Pensaría en ella? Había imaginado miles de veces qué le diría al verla por primera vez, pero ahora que había llegado el momento no sabía si las palabras encontrarían el camino. Cuando salió del baño, Juan estaba terminando de cerrar la bolsa de viaje. Sonrió con delicadeza.
- Vamos, aun tardaremos unas cuantas horas en llegar.
Salieron del apartamento y subieron al vehículo. Laura se movía por inercia. En su cabeza, esos ojos de color hierba le impedían ver nada más. Viajaron durante horas en silencio. Los pensamientos de Laura se movían a mayor velocidad que el paisaje que se deslizaba a través de la ventanilla. El vacío de su estómago se iba transformando poco a poco en una pesada losa. Una lágrima solitaria se escapaba de vez en cuando a través de sus pupilas hasta ser borrada por la sonrisa cálida de Juan. A mitad de camino se detuvieron en un área de servicio. Laura no podía comer pero Juan la obligó a pedir un café.
- ¿Te encuentras bien?
- No lo sé. Hace tanto que espero este momento que no sé cómo hacerlo.
- Todo saldrá bien.
- ¿Crees que podrá perdonarme?
- Estoy seguro. Eras una niña. Lo entenderá.
Laura cerró los ojos y trató de terminarse el café. Tras pagar la cuenta emprendieron de nuevo el viaje. Continuaron a través de carreteras silenciosas y árboles inmóviles. De pronto, un ruido se coló a través del salpicadero y el volante comenzó a temblar.
- ¿Qué ocurre?- preguntó Laura.
- Creo que hemos pinchado.
Continuaron unos minutos atravesando baches invisibles hasta la salida de la autopista. Juan detuvo el vehículo y suspiró contrariado. Bajó y comprobó la rueda delantera.
- Puedo cambiar la rueda de repuesto pero aun quedan muchos kilómetros.
- ¿Y qué vamos a hacer?
- Buscaré el taller más cercano, a ver si tenemos suerte.
- Tenemos que llegar ya.
Juan la miró con resignación. La rueda aguantaría el camino pero tendrían que ir más despacio. Suspiró y asintió con un gesto sutil. Laura permaneció de pie en silencio mientras Juan completaba la tarea. A pesar del aire cálido, su cuerpo no dejaba de temblar y la losa de su estómago se hacía cada vez más pesada. Al terminar emprendieron de nuevo su camino mientras el sol iniciaba su lenta huida hacia la noche tras los árboles inmóviles.
Pasaron otro par de horas hasta que el cartel con el nombre de la ciudad que habían estado buscando apareció ante ellos. Se deslizaron despacio entre las calles abarrotadas de jóvenes animados. Se detuvieron en varios semáforos hasta que un imponente edificio de piedra gris les mostró las letras que habían aparecido esa misma mañana en su móvil. Juan estacionó el vehículo.
- ¿Estás bien?
Sin dar ninguna respuesta Laura bajó del coche. Contempló de nuevo la imagen de su pequeña. Grupos de jóvenes charlaban animados sobre la fresca hierba del jardín bajo la luz de las farolas.
- Déjame el móvil que voy a preguntar si alguien la conoce.- dijo Juan.
Laura le dejó el teléfono entre dudas. Nunca había imaginado que sería tan difícil. Los brazos de Juan la envolvieron con suavidad y la losa de su estómago se hizo un poco menos pesada. Tras acariciar su mejilla, Juan se acercó a unos jóvenes que escuchaban música sentados en un banco de piedra.
- Disculpad. ¿Conocéis a esta chica?
Miraron la fotografía hasta que uno de ellos contestó.
- Sí. Es Emma, debe de estar en la cafetería. ¿Ha hecho algo malo?
El resto de chavales se rieron a carcajadas. Juan se acercó a Laura y la guió hasta la cafetería. La losa de su estómago aumentaba con cada embestida de los latidos de su pecho. Al llegar a la puerta, Laura se detuvo y miró a través del cristal. Los ojos verdes como la hierba aparecieron ante ella haciendo estallar la pesada losa en mil pedazos. Su pequeña permanecía de pie, apoyada en la barra, hablando con un joven de mirada pálida. El largo cabello castaño danzaba sobre sus hombros con cada sonrisa que se escapaba de sus labios. El cuerpo de Laura comenzó a temblar cómo nunca antes lo había hecho. Juan abrió la puerta y la invitó a entrar. Laura retrocedió un paso.
- No puedo hacerlo.
Con el corazón paralizado, los pies de Laura dieron media vuelta y su cuerpo se deslizó a través de los jóvenes que reían sobre la hierba fresca del jardín.