Mes: marzo 2021

El fin de la búsqueda

  • La hemos encontrado.

Esas palabras le atravesaron el pecho y ascendieron por los recovecos de su garganta hasta rebotar en las paredes de su cráneo. Las manos le comenzaron a temblar y el teléfono móvil se deslizó entre sus dedos hasta caer en la mesa.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Juan mientras daba el último sorbo al café.
  • La han encontrado.

Juan se levantó de un salto y se acercó a ella con restos de café aun en los labios. La rodeó con ternura y Laura se desplomó contra su pecho. Comenzó a llorar. Había dedicado los últimos diez años a buscarla. Su pequeña. Una niña que había irrumpido en su vida demasiado pronto. Una niña a la que había tenido que abandonar arrastrada por una egoísta adolescencia y unos padres de puritanismo excesivo. Lloró sin poder hablar hasta que la vibración del teléfono hizo temblar la mesa. Levantó la vista y miró a Juan con temor. Él la besó en la frente y acercó el móvil. Una imagen de una joven de sonrisa cálida se dibujó en la pantalla. Sentada sobre un césped fresco se reía con entusiasmo mientras el viento trataba de arrebatarle su largo cabello castaño. Unos ojos entrecerrados se confundían a primera vista con el color de la hierba. Laura no pudo evitar que las lágrimas surgieran de nuevo.

  • Tiene tus ojos.- dijo Juan.
  • Es preciosa.

Permanecieron sin hablar hasta que un mensaje apareció sobre la imagen de su pequeña. Unas letras formaban la dirección que había estado buscando durante años.

  • Es una residencia universitaria.- dijo Juan- Si salimos ahora llegaremos allí por la noche.

Laura lo miró asustada. Se limpió las lágrimas y contempló la imagen de nuevo. Había pasado noches enteras en vela pensando en el momento en que la tuviera delante. Algunos días había llegado a darse por vencida pero el vacío del fondo de su estómago la había obligado a retomar la búsqueda en cada ocasión. Y Juan siempre había estado ahí para apoyarla. Desde aquel día en que había reunido el valor necesario para contárselo, la había ayudado sin reproches.

  • Ve a ducharte mientras yo hago la maleta.

Juan la besó en la frente y limpió el resto de sus lágrimas. Laura continuaba con los ojos clavados en la imagen de su pequeña. Hacía casi veinte años desde que aquel embarazo había cambiado su vida. Una vida entre clases de instituto y fiestas con sus amigos. Había ocurrido en una de esas fiestas a la que sus padres le prohibían asistir. Unos padres que nunca la habían perdonado y para los que esa niña era fruto de la vergüenza más infame. Aunque en aquel momento el abandono de su pequeña había sido un alivio, años después el vacío de su estómago la había obligado a ir en su busca.

Laura se dirigió al baño y se dejó acariciar por el agua caliente. La imagen de su pequeña permanecía grabada en sus retinas. ¿Sería feliz? ¿Pensaría en ella? Había imaginado miles de veces qué le diría al verla por primera vez, pero ahora que había llegado el momento no sabía si las palabras encontrarían el camino. Cuando salió del baño, Juan estaba terminando de cerrar la bolsa de viaje. Sonrió con delicadeza.

  • Vamos, aun tardaremos unas cuantas horas en llegar.

Salieron del apartamento y subieron al vehículo. Laura se movía por inercia. En su cabeza, esos ojos de color hierba le impedían ver nada más. Viajaron durante horas en silencio. Los pensamientos de Laura se movían a mayor velocidad que el paisaje que se deslizaba a través de la ventanilla. El vacío de su estómago se iba transformando poco a poco en una pesada losa. Una lágrima solitaria se escapaba de vez en cuando a través de sus pupilas hasta ser borrada por la sonrisa cálida de Juan. A mitad de camino se detuvieron en un área de servicio. Laura no podía comer pero Juan la obligó a pedir un café.

  • ¿Te encuentras bien?
  • No lo sé. Hace tanto que espero este momento que no sé cómo hacerlo.
  • Todo saldrá bien.
  • ¿Crees que podrá perdonarme?
  • Estoy seguro. Eras una niña. Lo entenderá.

Laura cerró los ojos y trató de terminarse el café. Tras pagar la cuenta emprendieron de nuevo el viaje. Continuaron a través de carreteras silenciosas y árboles inmóviles. De pronto, un ruido se coló a través del salpicadero y el volante comenzó a temblar.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Laura.
  • Creo que hemos pinchado.

Continuaron unos minutos atravesando baches invisibles hasta la salida de la autopista. Juan detuvo el vehículo y suspiró contrariado. Bajó y comprobó la rueda delantera.

  • Puedo cambiar la rueda de repuesto pero aun quedan muchos kilómetros.
  • ¿Y qué vamos a hacer?
  • Buscaré el taller más cercano, a ver si tenemos suerte.
  • Tenemos que llegar ya.

Juan la miró con resignación. La rueda aguantaría el camino pero tendrían que ir más despacio. Suspiró y asintió con un gesto sutil. Laura permaneció de pie en silencio mientras Juan completaba la tarea. A pesar del aire cálido, su cuerpo no dejaba de temblar y la losa de su estómago se hacía cada vez más pesada. Al terminar emprendieron de nuevo su camino mientras el sol iniciaba su lenta huida hacia la noche tras los árboles inmóviles.

Pasaron otro par de horas hasta que el cartel con el nombre de la ciudad que habían estado buscando apareció ante ellos. Se deslizaron despacio entre las calles abarrotadas de jóvenes animados. Se detuvieron en varios semáforos hasta que un imponente edificio de piedra gris les mostró las letras que habían aparecido esa misma mañana en su móvil. Juan estacionó el vehículo.

  • ¿Estás bien?

Sin dar ninguna respuesta Laura bajó del coche. Contempló de nuevo la imagen de su pequeña. Grupos de jóvenes charlaban animados sobre la fresca hierba del jardín bajo la luz de las farolas.

  • Déjame el móvil que voy a preguntar si alguien la conoce.- dijo Juan.

Laura le dejó el teléfono entre dudas. Nunca había imaginado que sería tan difícil. Los brazos de Juan la envolvieron con suavidad y la losa de su estómago se hizo un poco menos pesada. Tras acariciar su mejilla, Juan se acercó a unos jóvenes que escuchaban música sentados en un banco de piedra.

  • Disculpad. ¿Conocéis a esta chica?

Miraron la fotografía hasta que uno de ellos contestó.

  • Sí. Es Emma, debe de estar en la cafetería. ¿Ha hecho algo malo?

El resto de chavales se rieron a carcajadas. Juan se acercó a Laura y la guió hasta la cafetería. La losa de su estómago aumentaba con cada embestida de los latidos de su pecho. Al llegar a la puerta, Laura se detuvo y miró a través del cristal. Los ojos verdes como la hierba aparecieron ante ella haciendo estallar la pesada losa en mil pedazos. Su pequeña permanecía de pie, apoyada en la barra, hablando con un joven de mirada pálida. El largo cabello castaño danzaba sobre sus hombros con cada sonrisa que se escapaba de sus labios. El cuerpo de Laura comenzó a temblar cómo nunca antes lo había hecho. Juan abrió la puerta y la invitó a entrar. Laura retrocedió un paso.

  • No puedo hacerlo.

Con el corazón paralizado, los pies de Laura dieron media vuelta y su cuerpo se deslizó a través de los jóvenes que reían sobre la hierba fresca del jardín.

Alas Rotas

El día que su abuela le trajo la última pieza del bombardero Boeing B-29 de la Segunda Guerra Mundial, Martinelli fue incapaz de terminar el trozo de pastel que había robado de la bandeja del horno. Tras muchos meses de espera, al fin el juguete que se había convertido en su mundo estaba completo. Había pasado tardes enteras contemplando aquella estructura metálica para averiguar si el resultado final coincidiría con la imagen que guardaba escondida debajo de su colchón. Como cada lunes, esperaba el regreso de su abuela del mercado con el suplemento semanal de aeromodelismo oculto entre los pliegues de su mandil. Pero Martinelli siempre tenía que esperar a que la mujer terminara de hacer la comida. Una gran variedad de platos con los que trataba de saciar los estómagos de su padre y aquellos amigos suyos que siempre le habían dado miedo. Un grupo de hombres ostentosos que entre humo y risas exageradas contaban unas historias que Martinelli no alcanzaba a entender. Mientras tanto, su primo Marco, nacido un mes más tarde que él, se impregnaba de esas mismas historias y jugaba a imitar a cada uno de esos seres extravagantes en la soledad de su habitación.

Cada vez que esa panda de individuos invadía el salón de la casa, Martinelli corría a escabullirse bajo la mesa de la cocina al amparo de los pies de su abuela. Cuando al fin se decidían a regresar a sus quehaceres con los estómagos llenos, Martinelli asomaba su rechoncha nariz sobre la mesa a la espera del pícaro guiño que le invitaba a salir a jugar.

Pero aquella mañana de lunes fue distinta. Martinelli esperó la llegada de su abuela pegado al cristal de la ventana como de costumbre. Pero cuando su padre y la pandilla llegaron en tropel aplastando el silencio, corrió hasta la cocina. Tras hacer una visita fugaz a los pasteles del horno, se acurrucó debajo de la mesa. Al poco rato los pies de su abuela cargados de bolsas aparecieron ante sus ojos. Se movieron despacio entre los muebles hasta detenerse ante él.

  • Hola pequeño. Ya tengo lo que te faltaba.

Martinelli asomó la nariz y abrió los ojos hasta que le dolieron las pestañas.

  • Toma. Guárdalo bien hasta que esos brutos se vayan.

Martinelli agarró la pequeña pieza entre sus dedos y la miró emocionado. Esperó sin quitarle la vista de encima hasta que su abuela le hizo la esperada señal. Salió volando hasta llegar a la caja que guardaba debajo de su cama y montó con cuidado la última pieza de la aeronave. La agarró despacio con sus pequeñas manos y corrió a mostrarle a su abuela su tesoro al completo. La mujer lo miró con ternura y lo besó en la frente.

  • Aprovecha ahora y ve a jugar al jardín.

Martinelli salió disparado y se dejó llevar por el viento que mecía las alas de su nuevo compañero. Corrió entre las flores y dio vueltas hasta dejarse caer sobre la hierba fresca de primavera. Pero de pronto, el sonido violento de un motor interrumpió su vuelo. Uno tras otro, coches de distintos colores se fueron deteniendo frente al jardín. A pesar de que trató de correr, la visión de su padre le paralizó los pies. Agarró la aeronave con las dos manos y la escondió detrás de la espalda. Pero su padre detuvo su vista en él y se acercó con curiosidad.

  • ¿Que haces, niño?
  • Nada, señor.
  • ¿Que escondes ahí detrás?
  • No es nada, señor.
  • No mientas. Déjame ver.

El hombre zarandeó el delgado brazo de Martinelli y la aeronave chocó contra el suelo justo en el momento en que los labios del pequeño comenzaban a temblar.

  • ¿Qué cojones es esto?
  • Solo es un juguete, señor.
  • ¿Un juguete? Esto es una mierda de nenazas.

Martinelli no pudo evitar la estampida de lágrimas que brotaron a través de sus pupilas mientras su padre contemplaba el bombardero con repulsión.

  • ¿Estás llorando por un avión de mierda? ¿Quieres ver lo qué hago yo con tu avión?

El hombre tiró la pequeña aeronave al suelo. Su puntiagudo zapato de terciopelo se dejó llevar y la pisoteó con furia hasta convertirla de nuevo en las piezas solitarias del suplemento semanal.

  • Así aprenderás a ser un hombre de verdad y no dejarme en ridículo delante de la gente. Y ahora lárgate que no quiero verte delante.

Martinelli corrió entre lágrimas hasta los pies de su abuela mientras las carcajadas de esos hombres le atravesaban el pecho. Lloró durante días hasta que sus lágrimas se acabaron, al igual que se fueron acabando las visitas a escondidas a la cocina. Una tarde de verano su abuela se acercó a él y le enseñó con disimulo la primera pieza de un avión de combate de la guerra de Vietnam.

  • Mira pequeño. El del quiosco me ha dado esto para ti.
  • No lo quiero.
  • Pero, ¿lo has visto bien? Tiene cañones.
  • Yo no juego con esas cosas. No soy una nenaza.

Sin esperar la respuesta de los ojos tristes de su abuela, Martinelli salió con paso lento hacia el jardín. Con la cabeza agachada, escuchó las reglas del nuevo juego que su primo Marco se había inventado y se dejó llevar.

Primera cita

Cuando la melodía del teléfono móvil atravesó el bolsillo del pantalón de Sara, el libro de Filosofía que descansaba bajo su brazo resbaló hasta estamparse contra la deportiva morada que le habían regalado por Navidades. En la pantalla, la imagen de su madre esperaba sonriente una respuesta.

  • Hola mamá. Estoy saliendo de clase.- contestó mientras salvaba a Platón y a su pandilla de ser engullidos por las desgastadas escaleras del instituto.
  • Solo quería saber cómo te había ido en el examen.
  • Bien, mamá.
  • Me alegro mucho, hija. Ya sólo nos queda uno más para graduarte. Estoy muy orgullosa de ti. ¿Que quieres que te prepare para cenar?
  • Mamá, ¿lo has olvidado? He quedado con Fran.
  • Ah, es verdad. ¿Estás segura de que quieres ir?
  • Pero ¿qué dices? Claro que estoy segura.
  • Sólo me preocupo por ti. Ten mucho cuidado.
  • Vale ya, mamá.
  • Si no te sientes preparada puedes venir a casa.
  • ¿Preparada? Si por fin me ha invitado a salir.
  • Está bien. Que te diviertas. Pero si te sientes incómoda llámame e iré a buscarte.
  • Vale, nos vemos después. Adiós.

Colgó el teléfono y guardó la preocupada voz de su madre en el bolsillo del pantalón vaquero. Bajó las escaleras y salió del edificio de ladrillo que la había retenido los últimos años. Un examen más y se olvidaría por completo de esas paredes pintadas de crueldad adolescente. El cargante sol de verano se imponía con fuerza ante la agotada primavera, y decenas de cuerpos novatos refrescaban sus espaldas en la hierba sin arreglar del jardín. De pronto vio a Fran. Charlaba animado con otros dos jóvenes de su clase bajo la sombra de uno de los almendros del parque. Se acercó nerviosa.

  • Sara, ¿ya has salido? ¿Que tal te fue?
  • Mejor de lo que esperaba, la verdad.
  • Sabía que te saldría bien.

Fran bajó la vista y una sonrisa se escapó avergonzada por la comisura de sus labios.

  • ¿Estás lista para ir a ver la última de John Carpenter?
  • No sé si lista es la palabra, pero sí.

Emprendieron el viaje hasta el centro comercial mientras se alejaban de la mirada curiosa de los dos jóvenes bajo el almendro. Durante el camino, Fran echaba a volar sus palabras mientras Sara asentía sin dejar de prestar atención. No se le daba bien hablar. Se detuvieron en el semáforo frente al centro comercial. El sol comenzaba a perder su fuerza y una brisa suave se colaba entre los cantos de los pájaros. Cuando el sonido del monigote verde les invitó a cruzar, Fran tomó la mano de Sara con dulzura mientras una sonrisa aterradora se dibujaba en su rostro. Sara se estremeció y se liberó asustada.

  • ¿Estás bien?- preguntó Fran sin rastro de esa cruel sonrisa.

Sara asintió y continuó caminando a su lado. El cielo comenzó a oscurecerse bajo nubes de un gris furioso y los pájaros cesaron su voz. Cuando llegaron a la puerta, Fran deslizó su mano sobre el hombro de Sara para invitarla a entrar. Volvió a estremecerse pero, en el momento en que intentó alejarse, la mano apretó con más fuerza. Miró a su hombro y comprobó que aquello que la retenía ya no era una mano. Unos dedos torcidos coronados por garras afiladas bañadas en sangre se hundían en su piel. Un dolor agudo le recorrió la espalda hasta el fondo del estómago. Miró a Fran pero su rostro había desaparecido. Ante ella, unos ojos enormes sobresalían de unos rasgos deformados por decenas de llagas que escupían un líquido denso y amarillento. Las palabras alegres de Fran se habían convertido en charcos de saliva que huían de unos colmillos ansiosos hasta depositarse en la delicada piel de Sara. Un grito se le escapó de la garganta y empujó a aquella cosa con todas sus fuerzas. Consiguió soltarse de esa garra pero sus pies no se pusieron de acuerdo y su huida finalizó en el suelo.

Un rugido feroz bañado en saliva se escapó de aquella cosa empujado por su áspera lengua y atravesó el cielo gris. Los brazos de Fran comenzaron a hincharse y su pecho emprendió una violenta fuga a través de los jirones de su camiseta. Heridas abiertas se dibujaban en él y desgarraban sus ropajes. Sara no podía moverse. Con un último rugido la enorme lengua devoró por completo el inocente cuerpo de Fran. Una inmensa bestia con la piel inundada por cráteres de pus furiosos comenzó a acercarse a Sara. Cuando la colérica saliva de aquellos colmillos le salpicó el rostro y la cortante lengua desgarró su mejilla, un chillido incontrolado le atravesó el estómago. Sin pensarlo, Sara lanzó su pierna contra el monstruo y la deportiva morada se hundió en uno de los agujeros de su pecho hasta que la enorme lengua retrocedió. Sara se arrastró por el suelo hasta que sus pies llegaron a un acuerdo y la empujaron a correr. Entró en el centro comercial tratando de pedir ayuda pero no había nadie. El silencio se rompía por el estruendo de su respiración. Corrió entre escaparates vacíos hasta que un nuevo rugido atravesó el aire y se estrelló en los cristales de las tiendas desiertas convirtiéndolos en una lluvia afilada. Sara miró hacia atrás. La bestia había duplicado su tamaño. Se precipitaba hacia ella subida en sus cuatro patas haciendo estremecer el suelo a cada zancada. Corrió hasta llegar a los baños. Entró y se escondió en uno de ellos. Cerró la puerta y se subió a la taza del váter. Las lágrimas manaban por sus mejillas sin rumbo y su pecho se afanaba en controlar el ritmo desbocado de su corazón.

Un golpe seco en la puerta del baño la paralizó. Otro golpe hizo que su pecho perdiera el control de sus latidos. Uno tras otro, los golpes se iban dibujando en la fina puerta que la separaba de lo que antes había sido Fran. Grietas cada vez más grandes deformaban esa puerta y daban paso a aquella lengua bañada en odio. Cuando el último trozo de madera desapareció ante ella, Sara cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas.

  • ¡Sara! ¿Puedes oírme? ¡Sara! Por favor, mírame. Soy mamá.¡Sara!

Sara abrió los ojos despacio. La bestia había desaparecido. La puerta del baño estaba intacta y los ojos húmedos de su madre le hablaban preocupados.

  • Sara, mi niña. Soy yo. Todo va a estar bien.
  • ¿Mamá? Había una bestia…

Rompió a llorar y se desplomó entre los brazos de su madre.

  • Está bien cariño. Nos vamos a casa.

Hundida en su cálido pecho se dejó llevar. Salieron del baño y vio el rostro aterrorizado de Fran. Se abrazó con fuerza a ese pecho y cerró los ojos.

  • Fran era un monstruo…
  • Lo sé mi niña, lo sé. Algún día todo cambiará. Pero es demasiado pronto aun.
  • No lo entiendo…
  • Lo harás. Con el tiempo recordarás y serás capaz de hacerlo. Y cuando estés preparada podrás salir otra vez con un buen chico. Pero aun no es el momento.
  • Quiero irme a casa…

Su madre la abrazó con fuerza y salieron del centro comercial ante las miradas desconcertadas de decenas de jóvenes. El sol se posó sobre ellas mientras los pájaros cantaban alborotados por la llegada del verano. Sara giró la cabeza y vio a Fran a lo lejos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras su rostro de niño asustado se despedía de ella.