Mes: febrero 2021

El gato

  • Jack, pásame el vino.
  • Y una mierda.
  • Venga, no seas así, que hoy no he sacado nada.
  • Te jodes. He estado todo el día aguantando a las viejas de la iglesia para conseguir la pasta. Ya te avisé de que no fueras a pedir al mercado. Son unas ratas.
  • Venga tío, solo un trago.
  • Hay que joderse.

Jack dio un buen trago al cartón aplastado de vino y se lo pasó a Tom con recelo. La luz de una sirena rebotó en las paredes del estrecho callejón hasta iluminar el ansia agrietada de los labios de Tom.

  • Ehhh, no te lo acabes, cabrón!

Jack le arrebató el cartón de las mugrientas manos mientras Tom cazaba con la lengua las gotas que intentaban agazaparse entre su barba.

  • Hoy escuché a unos tipos hablando en el mercado de algo muy raro sobre un gato.- dijo Tom
  • ¿Un gato?
  • Sí. Decían que si metes a un gato y un bote de veneno en una caja no sabes si está vivo o muerto hasta que la abres.
  • Pues vaya par de listos.
  • Y hasta ese momento las dos cosas pasan a la vez. Vida y muerte.
  • Nadie puede estar vivo y muerto al mismo tiempo.
  • ¿Cómo lo sabes si no lo ves?
  • Pues porque lo sé.

Jack se escurrió debajo del cartón húmedo hasta cubrir su cuerpo. Tom continuó hablando.

  • Y he pensado que a lo mejor todo existe sólo porque lo vemos.
  • Sí claro. Si fuera así dejaría de oler tu apestoso culo cuando cierro los ojos.
  • Piénsalo. Si no hay nadie mirando ¿cómo sabemos que una cosa existe?
  • Venga ya. Si eso fuese cierto nosotros no existiríamos.
  • Porque si tu metes al gato en la caja y no hay nadie que lo vea no sabrán si está vacía.
  • Joder, mañana te dejo la puerta de la iglesia para que saques algo que se te está yendo la olla.
  • Le he estado dando vueltas toda la tarde y creo que en realidad nada existe. Todo lo que hay está en nuestra cabeza. Y cada uno de nosotros lo ve a su manera. Por tanto hay tantas realidades como personas en el mundo.
  • No sé tú, pero yo preferiría ver que estoy en una cama.
  • Creo que no funciona así.
  • Venga Tom, duérmete ya y deja de pensar tonterías.

Jack terminó el último trago de vino y tiró el cartón contra la pared. Un maullido atravesó el callejón y un gato negro salió espantado hasta esconderse debajo de uno de los contenedores. Sus dos brillantes ojos fijaron la vista en el par de vagabundos que se ocultaban entre cartones.

  • Mira Tom, tu gato.
  • Voy a por él. Busca una caja.

La noche del lobo

En el momento en que cruzo la puerta y hundo los pies en la noche, los grillos cesan su canto. La parpadeante luz de las farolas da paso por momentos a la claridad de la luna llena. El martilleo de mis tacones atraviesa el silencio hasta perderse en la profundidad del bosque. Continúo mi viaje hasta que un afilado aullido silencia mis pasos. Las farolas están a punto de llegar a su fin para dar la bienvenida a provocadores árboles que se retuercen bajo la luz de la luna. Unas suaves pisadas sobre las hojas del estrenado otoño emergen entre los troncos hasta convertirse en dos círculos de fuego que me miran desafiantes. Permanezco inmóvil mientras un inmenso lobo negro como el asfalto se detiene ante mí. Pienso en correr pero esos ojos me lo impiden. Saben lo que voy a hacer. De pronto, el fuego de su mirada se desvanece y la bestia oculta de nuevo sus pisadas sobre las hojas del otoño. Cuando el miedo libera mis músculos, emprendo de nuevo el camino hasta que el martilleo de mis tacones se pierde en una débil melodía que traspasa las inquietas ramas. Estoy cerca. Mi corazón comienza a latir más deprisa. Me detengo cuando el cielo se tiñe de rojo por el brillo de un enorme cartel que se descuelga sobre una fachada de piedra mugrienta. En su entrada, una manada de furiosos lobos y ojos incandescentes me rodean indicándome el camino.

Cuando la puerta se abre, un olor a miedo y desolación invade mis pulmones. Figuras de las que no consigo ver su rostro se mueven agónicas a mi alrededor al ritmo de tambores invisibles, intentando huir de algo que no puedo comprender. Los latidos de mi corazón se intercalan con la percusión de esos tambores que resuenan en cada una de las sangrantes paredes. De pronto mis ojos se detienen en Él. Está sentado en un trono de piedra enmohecida que se alza sobre esas figuras sin rostro. Unos colmillos voraces asoman entre sus labios pero la persistente melodía me impide oír lo que dice. Me acerco despacio mientras esquivo a esas figuras que me observan extasiadas. Cuando llego hasta Él, sus ojos negros como el alquitrán se levantan tranquilos hasta que su enorme tamaño hace que me sienta más pequeña que nunca a su lado. Sus torcidos y largos dedos me acarician el rostro y limpian una solitaria lágrima que se ha escabullido entre mis pestañas. La música me retumba en el pecho y mi respiración se ahoga en ella. A pesar del miedo y del dolor que desgarran mi cuerpo, deslizo la mano hasta sentir el frío tacto del acero que se esconde bajo mi espalda. Justo en el momento en que sus labios se unen a los míos dejo que el puñal atraviese su torso. Decenas de aullidos desolados silencian el repicar de los tambores y todo se desvanece a mi alrededor mientras sus ojos se vacían ante mí. El grito de rabia que se escapa de mis entrañas me lleva de nuevo al punto de partida.

Camino por la estrecha acera del pueblo bajo la tenue luz de las farolas que parpadean a mi paso. La luna resplandece con intensidad y el canto de los grillos acompaña la suave brisa de principios de otoño. El ruido de mis pisadas se pierde entre los murmullos que emergen de las ventanas de hogares con vida. Un gato negro como la noche interrumpe mi paso y dos ojos brillantes se pierden despavoridos en la oscuridad del bosque. Las casas se desvanecen y dan la bienvenida a una pequeña carretera que se desliza con calma hasta llegar al único bar del pueblo. Mi corazón late aterrado al compás de la melodía de los grillos que se enreda entre los tranquilos árboles que acompañan mi viaje. Continúo mi camino guiada por la luz de la luna hasta que las letras torcidas del cartel luminoso me indican el final de mi trayecto. Un grupo de hombres charlan animados en la puerta del bar y sus risas exageradas se entrelazan con la indescifrable música que brota del interior. La luz rojiza ilumina la fila de coches aparcados entre los que se encuentra el suyo. Los hombres se apartan sin reparar en mí y me adentro en el local. El olor a alcohol y a humanidad impregna la melodía que se pierde entre las alteradas voces de la multitud. Un grupo de jóvenes juega al billar entre risas. Recorro el lugar con la mirada hasta que mis ojos se detienen en Él. La vieja barra de madera sostiene su equilibrio mientras intenta comunicarse con la camarera ya entrada en años. Mi respiración se vuelve más intensa y retumba en mi cabeza apagando las voces del exterior. Sus ojos ebrios y a medio abrir se transforman cuando ven mi rostro. Una ráfaga de furia los atraviesa por un instante hasta hundirse de nuevo en un océano de alcohol. Me acerco despacio mientras el bullicio intercalado con la música aplaca las embestidas de mi aliento. Balbuceos indescifrables se pierden entre sus temblorosos labios mientras una lágrima solitaria se escabulle entre mis pestañas. Cierro los ojos y dejo que unas mortales palabras broten desde el fondo de mi espalda y atraviesen su torso.

  • Quiero el divorcio.

La incompetencia del mundo

Empezó a llover justo en el momento en que el viejo zapato camuflado en betún de Tom pisó la acera. Apretó los puños con fuerza y unas letras enfurecidas se escurrieron entre sus dientes mientras subía de nuevo a por un paraguas. Con el maletín de piel que le había acompañado en los últimos meses aferrado a su pecho, regresó a la calle. Emprendió el camino hacia la última editorial que le quedaba por visitar en la ciudad. Era su gran momento. Por fin había conseguido una cita con la Señora Malcott. Esa mujer sabía lo que hacía y no dejaría escapar a un tipo como él. Al fin y al cabo había escrito la mejor novela de la historia.

En ninguna de las otras editoriales de la ciudad se habían dignado a leer más de dos páginas de su gran obra. ¡Pero qué iban a saber esos mequetrefes incapaces de escribir hasta su propio nombre! Su capacidad intelectual digna del chimpancé más ignorante les impedía apreciar la obra maestra que tenían ante sí. La última de ellas se había atrevido a decirle que su vocabulario le recordaba al de un niño de diez años. ¡Qué disparate! Pero había tenido su merecido. Tras esperarla a la salida de la editorial, encumbrada en sus tacones de diva y con un abrigo que envolvía su desfachatez, había visto cómo se subía a un vehículo de un color que ofendería hasta al más tuerto de los ciegos. Al día siguiente, con la justicia de su lado, Tom había tenido que transformar ese horrible color en un papel de lija rematado con unas llantas sin aire.

Caminó pegado a las fachadas de los edificios de piedra que componían la ciudad sin esquivar a los paraguas que se cruzaban en su camino. La editorial se encontraba lejos de su casa pero Tom no podía permitirse coger un taxi, y el transporte público era una opción que ni siquiera se planteaba. Las gotas de lluvia que se deslizaban apuradas por sus zapatos comenzaban a cambiar de color el bajo de su pantalón. Justo en el momento en que llegó a su destino dejó de llover.

Entró en el enorme edificio de mármol y se acercó al exuberante mostrador tras el que se escondía una joven con un moño adherido a la nuca.

  • Buenos días. Soy Tom Elderton. Tengo una cita con la Señora Malcott.

La joven agachó su moño y movió los dedos con rapidez sobre el teclado del ordenador.

  • Lo siento Señor Elderton, va a tener que esperar. Ahora mismo la Señora Malcott está en una reunión. Cuando termine podrá atenderle.
  • ¿En una reunión? ¡Pero si había quedado conmigo!.
  • Lo siento. Puede esperar en esa sala. Le aviso cuando pueda recibirle.

Tom no daba crédito. ¡Qué falta de seriedad! ¿Hacerlo esperar a él? Otra palabra de difícil audición se escurrió entre sus dientes. Dio media vuelta y se dirigió a la sala de sillones blancos donde otras personas esperaban con paciencia. Se sentó y abrió el maletín. Un seco manuscrito de más de cuatrocientas páginas asomó al exterior. Sonrió satisfecho. Era una obra maestra. “Su” obra maestra. Cada vez que leía el título, un cosquilleo de placer recorría su espalda desde la nuca hasta donde empiezan las partes menos nobles del hombre. “La incompetencia del mundo”. Cuando se le había ocurrido había comprendido que acababa de escribir algo magnífico. A su lado, un individuo de edad ya no deseada golpeaba la punta de su zapato contra el suelo de mármol. En los brazos sostenía una carpeta de gran tamaño y las gafas se le empañaban con cada embestida de su aliento.

  • ¿Es usted escritor?
  • Sí- respondió Tom.
  • He venido a enseñarle a la Señora Malcott mi nueva novela. Es una gran mujer. Confió en mí cuando más lo necesitaba. Si no fuese por ella habría abandonado.

Tom no contestó. Estudió al individuo que tenía ante sí. Definitivamente el mundo se había vuelto loco. A día de hoy cualquiera podía publicar un libro. Miró a otro lado e ignoró las palabras que emergían bajo las empañadas gafas de aquel hombre. Gente embutida en trajes a medida se intercalaba con aspirantes a escritor de medio pelo bajo el torneado techo del edificio. Se empezaba a poner nervioso. Ante un gesto discreto de la joven de recepción, el hombre de lentes encapotadas se levantó hasta perderse entre la multitud. Las manos de Tom comenzaban a sudar sin control. Su ansiedad iba en aumento. En cuanto esa tal Señora Malcott leyera su obra se iba arrepentir de haberlo hecho esperar.

Tras un tiempo que se le hizo eterno, la joven del moño se acercó a él.

  • Señor Elderton, acompáñeme por favor. La Señora Malcott ya puede recibirlo.

La joven le guió hasta la puerta de un ascensor de tamaño exagerado para una sola persona. Al llegar a la tercera planta, un largo pasillo le indicó el camino hasta una gran puerta de madera que enmarcaba el nombre de la mujer que le sacaría de la ruina. Golpeó con sus nudillos bajo la placa chapada en oro hasta que una voz ronca le invitó a entrar. El estilo clásico de la estancia contrastaba con el resto del edificio. Una gran mesa oscura de roble ocultaba parte del cuerpo de aquella mujer entrada en carnes. El cabello rizado se descolgaba sobre sus hombros rodeando unas gafas de color rojizo a juego con sus labios.

  • Encantada de conocerle Señor Elderton. He oído hablar de usted.
  • Es un placer.
  • Ha llegado a mis oídos que ha visitado a algunos de mis compañeros de profesión.
  • Es cierto. Pero ninguno tiene su capacidad para apreciar una obra maestra.

La Señora Malcott se rio. Con un movimiento suave se quitó las gafas y las apoyó junto una figura maciza de un elefante que hacía la función de pisapapeles.

  • Verá, he de serle sincera. Tengo entendido que su obra carece de la calidad necesaria para ser publicada, pero no es mi estilo valorar un escrito sin antes haberlo visto.
  • No sé quien le ha podido decir semejante disparate, pero le aseguro que ésta es la mejor obra que ha pasado por sus manos.

La irritación de Tom comenzaba a manifestarse en su rostro. Esa pandilla de chimpancés no estaba preparada para una obra de tal magnitud.

  • De acuerdo, déjeme ver el manuscrito.

Tom abrió el maletín y extrajo el montón de folios con cuidado. La Señora Malcott se puso de nuevo sus lentes y comenzó a inspeccionar las hojas con detalle. Tras leer el título, el rostro de arrugas incipientes de la mujer no mostró ninguna reacción. Continuó leyendo la primera página pero su cara permaneció impasible. La idea de que, a pesar de su fama, se encontraba ante otra editora mediocre comenzó a formarse en la mente de Tom. Cuando terminó de leer, la Señora Malcott dejó el manuscrito y un profundo suspiro se escapó de sus labios.

  • Lo siento Señor Elderton. No es lo que estamos buscando.

Aquellas palabras se deslizaron por los oídos de Tom hasta posarse en la boca de su estómago. Su corazón comenzó a latir con furia y la sangre bombeada se le acumulaba en las sienes. Sus dientes trataban de contener con fuerza la rabia que pugnaba por salir al exterior.

  • Sé que es difícil para usted escuchar esto, pero su obra no dispone de la calidad que busco para mis publicaciones.
  • ¡Tonterías! ¡Es usted igual que el resto!
  • Tranquilícese Señor Elderton. Entiendo que sea frustrante para usted.
  • ¡Sus cerebros de monos les impide ver lo que tienen delante! Siempre centrados en escritores de tres al cuarto y cuando tienen ante sí una obra maestra no la saben ver. Pero esto no va a quedar así.

Tom se incorporó y dio un fuerte golpe en la mesa que hizo retroceder a la Señora Malcott.

  • Si no se tranquiliza llamaré a seguridad.
  • ¿A seguridad?- Tom se rio.- Soy el mejor escritor de este tiempo y usted es una zorra a la que solo le importa el dinero.
  • Ya está bien. Se acabó. No pienso aguantar esto.

La mujer se levantó de su mesa con decisión. Las sienes de Tom latían cada vez con más intensidad. Ríos de saliva enfurecida escapaban de su boca al compás de insultos imposibles de escribir. En un movimiento involuntario su mano rozó el pisapapeles y supo lo que tenía que hacer. Sin darle tiempo a su cerebro para reaccionar, lo agarró con fuerza y dejó que el pelo rizado de la Señora Malcott envolviera al macizo elefante con un violento abrazo. El cuerpo de la mujer se detuvo en seco y una mirada de sorpresa atravesó el cristal de sus gafas hasta clavarse en las sienes de Tom. Las flácidas carnes de su figura comenzaron un lento descenso hacia el suelo al tiempo que la sangre ocultaba aquellos ojos desconcertados.

La impetuosa respiración de Tom golpeaba su pecho sin tregua. Los ojos vacíos de la Señora Malcott le observaban desde el suelo a través del torcido cristal de sus gafas. Tom cogió el manuscrito y salió corriendo del despacho. Los latidos de su cabeza resonaban aun más en el ascensor de tamaño excesivo. Ella se lo había buscado. ¿Porqué nadie tenía el valor de reconocer su obra? ¿Qué era lo que les daba tanto miedo? ¿Aceptar que él era mejor que el resto? Se limpió el sudor de su frente con la manga de la gabardina y el bombeo de su cabeza comenzó a descender al mismo tiempo que el ascensor.

En el momento en que llegó al hall y la puerta inició su lento movimiento de apertura, el estridente sonido de una alarma atravesó el suelo de mármol. Un hombre corpulento de uniforme azul extendió su brazo y le señaló sin compasión. Tom empezó a correr a empujones entre la gente embutida en trajes. Pudo ver al mequetrefe de gafas empañadas chocando contra el suelo a su paso. Al salir a la calle la lluvia le golpeó de nuevo. Miró hacia atrás. Varios hombres de azul corrían tras él. Tom aceleró su marcha y sujetó el maletín con fuerza. Gente apresurada abarrotaba la calle y le bloqueaba el paso. Bajó sus zapatos de betún de la acera y corrió con todas sus fuerzas para cruzar al otro lado donde una parada de metro le ofrecía la salvación. Con el agua mojando sus pies y el latido de sus sienes al máximo, no escuchó el sonido del claxon de un taxi que se dirigía hacia él sin remedio. Tras un golpe seco que Tom no llegó a oír, un chillido desesperado se escurrió entre sus dientes y atravesó los cientos de folios que ejecutaban en el aire una danza perfecta antes de desaparecer bajo la lluvia.