Año: 2021

La sonrisa olvidada

Las finas partículas de arena salpican mi piel envejecida y se dejan acariciar por la brisa de verano. Brillan bajo la tenue luz del sol al compás de voces difusas que se pierden entre las toallas de colores. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de un castillo efímero importunando la calma de la orilla. Su madre trata de alcanzarlo para que termine un bocadillo a medio comer, reseco ya por el sol. Mientras tanto, yo permanezco tumbado y me dejo llevar por los susurros que resuenan en las rocas como ecos de una vida pasada.

De pronto las voces cesan. Abro los ojos y compruebo que el silencio ha engullido las toallas de colores. El sol se ha retirado tras un manto áspero y gris y la playa ha quedado vacía. Me levanto despacio y miro a mi alrededor. El silencio se desplaza implacable entre las partículas de arena hasta chocar con las olas que comienzan a irritarse. En el horizonte gris, una silueta que me resulta familiar empieza a tomar forma. En el centro de su rostro se va perfilando poco a poco una sonrisa perfecta. Una sonrisa reflejo de tantos momentos vividos y que casi había olvidado. Su cuerpo joven y atlético permanece impasible sobre una pequeña roca que aguanta los ataques del agua embravecida. Ahora la imagen es clara como un amanecer. Su recuerdo se impregna en mi pecho y ya no puedo dejar que se vaya. Debo llegar hasta allí. Ajeno a la bravura del océano, el joven levanta su mano y me suplica que lo alcance.

Recorro la playa desierta buscando algo que me ayude a salvarlo. Mis pies luchan con la arena en cada pisada. Gotas de sudor se deslizan por mi espalda, a pesar de que el verano ha desaparecido del lugar. Busco en cada rincón hasta que encuentro una balsa moribunda que se esconde al amparo de una roca. A cada embestida del mar, un leve quejido se escapa entre sus maderas agrietadas. Me lanzo hacia ella y consigo arrastrar dos tablas marchitas hasta la arena. Me desplomo agotado. Mi cuerpo ya no aguanta como antes. Levanto la vista y lo busco entre las olas. Sigue allí. Su perfecta sonrisa ilumina el gris del horizonte. Me incorporo a duras penas y amarro las maderas con jirones que he arrancado de mi vieja camiseta de playa. El canto encrespado del océano ha enterrado el silencio y las olas danzan ahora a su compás. Arrastro las tablas hacia la orilla y las empujo con todas mis fuerzas hacia el agua. Me abalanzo sobre ellas y me dejo arrastrar. Navego sobre crestas airadas que golpean mi frente. La playa, antes llena de vida, se va perdiendo poco a poco en el gris del cielo. Continúo mi viaje tratando de llegar hasta él, pero las viejas maderas se empeñan en empujarme hacia un acantilado de brazos escarpados. Mientras tanto, su sonrisa permanece a la espera.

Mis manos comienzan a perder fuerza y les resulta imposible seguir la danza del mar. El joven de sonrisa tan conocida se aleja cada vez más mientras las comisuras del acantilado se afanan por abrazarme. No puedo permitirlo. Incapaz de guiar a la vieja madera por el camino correcto, cierro los ojos y la dejo partir hacia su abrazo con las rocas. Mi cuerpo queda a la deriva. Da vueltas sin rumbo y se pierde entre olas agitadas. Emerjo del agua y lucho contra ellas. Lo único que me guía es esa mano suave que debo alcanzar. Me sumerjo otra vez. Braceo. Emerjo. Cada vez estoy más cerca. Emerjo de nuevo. Y al fin respiro.

Mis dedos rozan la punta de su mano. Me agarra con firmeza, pero, justo en ese momento, una ola inoportuna nos zambulle en el agua. Flotamos abrazados y nuestras sonrisas se funden en una sola. El agua se calma y el sol despedaza con fuerza el manto gris que lo oprime. Su calor mece nuestros cuerpos sobre las olas serenas. Cerramos los ojos y nos dejamos llevar hasta la profundidad del océano, convertidos ya en un único ser.

La sonrisa perfecta, dibujada ahora en mi rostro, me acompaña en la oscuridad. Respiro pausado y mi corazón palpita tranquilo. El canto de un gorrión se acopla a mis latidos componiendo una suave melodía. Abro los ojos despacio. El pequeño gorrión está apoyado en una ventana a medio abrir. La luz de un sol cálido se filtra a través de la cortina y surca las arrugas de mi piel con delicadeza. Voces difusas se entrelazan con miradas que comienzo a reconocer. Un niño de cabello despeinado corre alrededor de una mesa mientras su madre trata de alcanzarlo. Un joven vestido de blanco vierte agua en un vaso y lo deja al lado de un televisor que emite imágenes de una concurrida playa. El niño continúa su carrera hasta que el castillo de juguete que revolotea entre sus manos se desliza y se estrella contra el suelo.

  • Martín, deja ya de hacer el tonto, que vas a despertar al abuelo.

Miro a mi alrededor y las voces difusas se transforman poco a poco en susurros conocidos. La habitación me resulta familiar y una foto en la pared me recuerda mi sonrisa olvidada. La madre de ese niño levanta la cabeza y sus ojos se cruzan con los míos. Ahora los reconozco. Unos ojos que he visto crecer hasta convertirse en esa mujer tan hermosa que tengo frente a mí. Se acercan despacio envueltos en un velo de lágrimas y sostienen mi mano.

  • ¡Hola Papá! ¿Sabes quién soy?
  • Claro que sí, mi niña.

Saltar

Saltar. Saltar y dejarse abrazar por el viento que huye de las hebras doradas que se desprenden de un sol de primavera marchito. Saltar y sentir cómo mis pies se despegan de un suelo que lija con crudeza cada centímetro de su piel desnuda. Sentir cómo cada uno de mis dedos se alarga para dejar paso al viento que los envuelve como una túnica de seda. Saltar al vacío y tener que cerrar los ojos por la fuerza con que el tornado del último adiós atraviesa cada una de mis débiles pestañas. Saltar y volar acompañada por la danza de júbilo de decenas de gaviotas que susurran mi nombre alrededor de este solitario faro.

No. No saltar. No saltar y dejar que el suelo cepille mis pies. Dar media vuelta y huir del viento que atraviesa el plumaje reluciente de las gaviotas y forma un sinfín de bosquejos de luz que se impregnan en el cielo añil hasta desaparecer borrados por alguna nube traicionera. Dejar que mis pies despojados de cualquier abrigo desciendan el tirabuzón de metal que me lleva a tierra firme. Que me lleva a la vida. No saltar y curar mis heridas en las salinas del océano hasta hacer desaparecer cada una de las grietas que atraviesan mi piel desde la planta de mis pies hasta el rincón más profundo y oculto de mi alma arrugada. ¿Seré capaz?

Saltar. Saltar y dejar que esas grietas se pierdan para siempre en el fondo del mar entrelazadas con gráciles hojas de coral. Dejarse llevar hasta la profundidad acompañada por peces aun sin descubrir que se preguntarán confundidos qué hago allí. Reposar mi inerte cuerpo en el centro de su mundo hasta formar parte de él, sabiendo que en el mío todo continuará su camino como si yo nunca hubiese existido.

O no. No saltar. Llenarme de osadía y permitir que esos peces sin descubrir continúen navegando en secreto mientras las gaviotas se alimentan de animales conocidos que planean como sombras bajo la superficie. No saltar y cubrir mis pies con los zuecos que descansan junto a la puerta entreabierta del faro para deshacer el camino andado. Un camino de tierra que rasga las rocas, las quiebra, las aplasta y las entierra mientras discurre autoritario hasta las pequeñas casas de pescadores curtidos por amaneceres fríos como la sonrisa de un verdugo o calientes como la náusea de un volcán. Me pregunto si merece la pena desandar lo andado, inmóvil en el borde del faro mientras el sol juega al escondite con el horizonte. Entre recuerdos tan vívidos como un primer beso, una manada de lágrimas huye al trote de mis pupilas indecisas.

Saltar. Saltar y dejar que el viento empuje esa manada hasta que se pierda en el canto de una gaviota. Secar mis mejillas con los rayos de sol que rebotan en el manto azulado que cubre los peces. Saltar y olvidar cada recuerdo como si nunca hubiese sucedido, como si yo no hubiese existido. Pero existo.

No saltar. No saltar y alejarme del faro. Regresar al abismo y trepar por sus resbaladizas paredes hasta que la piel de mis dedos seque sus muros. No saltar y nadar a contracorriente con todas mis fuerzas hasta que mis piernas se cubran de escamas. No saltar y ser un salmón. No saltar y ser una hormiga que soporta ochenta veces el peso de su cuerpo sin lamentos y sin apartarse de su camino. No saltar y ser un girasol que retuerce con brío su tallo para no perder nunca de vista su estrella guía. No saltar y ser. O saltar.

El urinario

El sonido de los cubitos de hielo se dejaba oír de vez en cuando a través de las notas de jazz que brotaban del tocadiscos. Sentado en un sillón de terciopelo rojo, Marcel apuraba el último trago de whisky de su copa. Con los ojos del mismo color que el terciopelo escuchaba la conversación que sus compañeros mantenían a través del humo de los cigarrillos.

  • El mundo artístico está cambiando y por fin la sociedad está preparada para explorar mundos nuevos y dejar de lado a los artistas clásicos.- dijo John moviendo su bigote con elegancia.
  • ¿Tú crees?- respondió Walter- Nosotros seguimos aquí bebiendo y debatiendo sin parar cada noche mientras los artistas clásicos gozan de todo el reconocimiento.
  • Eso es porque la gente es idiota. No saben pensar por sí mismos. Se conforman con admirar lo que unos pocos deciden qué es arte.- añadió Marcel dejando el vaso vacío en la mesa.

Giró la cabeza y localizó al hombre de pajarita encargado de llenar su copa. Le hizo una señal y a los pocos segundos los hielos nadaban de nuevo entre whisky. Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y lo encendió despacio.

  • Si a la gente le dices que una cosa tiene valor artístico lo admirarán hasta la saciedad. Solo hace falta que la firma del autor aparezca bien visible en ella.- continuó Marcel.
  • No deja de sorprenderme tu falta de fe en el género humano- dijo John.
  • Te puedo asegurar que si le pones delante el objeto más inverosímil bajo la afirmación de que se trata de arte, lo adorarán sin pensar.
  • Tú y tus ideas de Europa, Marcel. Serías capaz de afirmar que este cenicero lleno de colillas es arte.- contestó Walter.

Los presentes se rieron a carcajadas. Walter dio un trago a su copa y se desabrochó el primer botón de la camisa. La música continuaba sonando a un volumen suficiente para impedir que las otras mesas oyeran su conversación.

  • Lo puedo demostrar- dijo Marcel.- Si vuestros ojos lo desean llevaré un objeto de lo más absurdo a la exposición de mañana. Plantaré mi firma bien grande en él y podréis disfrutar de la ignorancia de los entendidos en arte.
  • No serás capaz- dijo John.
  • ¿Que apostáis?
  • Podrías perder tu reputación- se rió Walter.- Ya veo los titulares: “Gran artista europeo pierde la cabeza en Nueva York”.

Las carcajadas ocultaron las notas de jazz por un instante y algunos ojos curiosos se clavaron en la mesa de los achispados artistas. Marcel se recostó de nuevo en el sillón y apuró la copa de whisky que tenía en su mano.

  • Si estáis tan seguros de que lo que digo es una tontería haced vuestras apuestas.
  • Está bien, juguemos pues.- contestó John.

Distintas cantidades de dinero emanaron de las lenguas ebrias mientras Marcel sonreía satisfecho recostado en el sillón. Esperó a que los demás terminaran las risas y las copas y se incorporó a duras penas.

  • Me voy a dormir. Lleven sus billeteras llenas mañana a la exposición.

Salió del club y se dirigió a casa entre la niebla que cubría sus párpados. Cuando al fin se metió en la cama se durmió con un sonrisa en los labios.

A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Se vistió con el único traje que le quedaba limpio y salió a la calle. Paseó durante un buen rato por la ciudad buscando la que sería su obra de no arte. Los restos de alcohol de la noche anterior no le permitían pensar con claridad. Decidió entrar a un bar y tomar algo para despejarse. Pidió un café solo largo y se sentó en la barra. Charló de temas sin transcendencia con el camarero entrado en años hasta terminar el café. Antes de salir fue al baño. Mientras vaciaba su vejiga se fijó en el chorro amarillento que rebotaba sobre la porcelana blanca del urinario. Un objeto de lo más absurdo con forma de pera a medio comer que había sido creado única y exclusivamente para tragar los orines de hombres de toda clase. Cuando fue a lavarse las manos la decisión ya estaba tomada. Salió apresurado y se despidió del camarero. Corrió hasta la tienda de urinarios más cercana y, casi sin hablar, se hizo con el retrete más simple que encontró. Lo cargó en brazos hasta llegar a casa mientras las secuelas de la noche anterior se perdían por su sumidero. Depositó el objeto en la mesa del estudio y cogió uno de los pinceles del cajón. Con letras irregulares estampó su firma en la parte inferior derecha. Lo miró con orgullo. Sonrió para sus adentros al imaginar el bigote retorcido de John cuando viera semejante despropósito.

Miró el reloj. Faltaba una hora para la inauguración de la exposición de nuevas corrientes artísticas de la galería del centro. Con la pintura aun a medio secar cubrió el urinario con una tela y salió hacia allí. El taxista que lo dejó en la puerta lo ayudó a descargar el pesado objeto hasta dentro.

  • Señor Duchamp, no esperábamos su visita. ¿Qué le trae por aquí?- dijo el señor Adams, estirado ser que regentaba la galería.
  • Verá, se que es un poco tarde, pero me gustaría exponer mi última obra.
  • Oh, será un placer contar con usted. Enséñeme lo que nos trae.

Marcel quitó la tela de un golpe y pudo ver cómo los ojos del estirado director se agrandaban hasta salirse de sus gafas.

  • Pero, ¡si es un urinario!
  • Podría decirse que sí, pero viniendo de usted esperaba que supiera ver más allá y apreciar el valor de esta obra.
  • No sé qué decirle señor Duchamp, me parece impropio de esta galería exponer algo así. No estoy seguro de que esta obra encaje en la exposición.

Marcel permaneció en silencio con la mirada clavada en el señor Adams. Con el frío azul de sus ojos trataba de hacerle entender que se encontraba delante de algo único y novedoso. Miró el retrete con convicción y fijó de nuevo la vista en el esmirriado director. Haría lo que fuese por demostrar a sus colegas que cualquier objeto cotidiano podía ser despojado de su utilidad y ser visto desde un punto artístico.

  • Le aseguro que encajará perfectamente. Lo que he hecho aquí es crear un pensamiento nuevo para este objeto. Debemos dar libertad a nuestra mente para apreciar una obra y no confiar sólo en nuestras retinas.

El señor Adams miró de nuevo el urinario y acarició su huesuda barbilla.

  • Confíe en mí. Sé de lo que hablo.- dijo Marcel al tiempo que una sonrisa satisfecha cruzaba sus labios.

El señor Adams permaneció un buen rato en silencio. Marcel no podía descifrar lo que pasaba por su cabeza pero un destello en una de sus pupilas le informó que lo había convencido.

  • Siempre me sorprende con sus ideas, señor Duchamp. Además, es sabido por todos que si lleva su nombre el éxito está asegurado.- El señor Adams se frotó las manos y estiró la americana de su traje.- Está bien. Le buscaré un lugar a su altura en la sala.
  • Muchas gracias, señor Adams. Sabía que podía confiar en su criterio.

Marcel abandonó la galería orgulloso. Se sentó en un banco de piedra al otro lado de la calle y encendió un cigarrillo. Miró el reloj y cerró los ojos. Dentro de poco las billeteras de sus escépticos colegas llegarían para ver la exposición.

El fin de la búsqueda

  • La hemos encontrado.

Esas palabras le atravesaron el pecho y ascendieron por los recovecos de su garganta hasta rebotar en las paredes de su cráneo. Las manos le comenzaron a temblar y el teléfono móvil se deslizó entre sus dedos hasta caer en la mesa.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Juan mientras daba el último sorbo al café.
  • La han encontrado.

Juan se levantó de un salto y se acercó a ella con restos de café aun en los labios. La rodeó con ternura y Laura se desplomó contra su pecho. Comenzó a llorar. Había dedicado los últimos diez años a buscarla. Su pequeña. Una niña que había irrumpido en su vida demasiado pronto. Una niña a la que había tenido que abandonar arrastrada por una egoísta adolescencia y unos padres de puritanismo excesivo. Lloró sin poder hablar hasta que la vibración del teléfono hizo temblar la mesa. Levantó la vista y miró a Juan con temor. Él la besó en la frente y acercó el móvil. Una imagen de una joven de sonrisa cálida se dibujó en la pantalla. Sentada sobre un césped fresco se reía con entusiasmo mientras el viento trataba de arrebatarle su largo cabello castaño. Unos ojos entrecerrados se confundían a primera vista con el color de la hierba. Laura no pudo evitar que las lágrimas surgieran de nuevo.

  • Tiene tus ojos.- dijo Juan.
  • Es preciosa.

Permanecieron sin hablar hasta que un mensaje apareció sobre la imagen de su pequeña. Unas letras formaban la dirección que había estado buscando durante años.

  • Es una residencia universitaria.- dijo Juan- Si salimos ahora llegaremos allí por la noche.

Laura lo miró asustada. Se limpió las lágrimas y contempló la imagen de nuevo. Había pasado noches enteras en vela pensando en el momento en que la tuviera delante. Algunos días había llegado a darse por vencida pero el vacío del fondo de su estómago la había obligado a retomar la búsqueda en cada ocasión. Y Juan siempre había estado ahí para apoyarla. Desde aquel día en que había reunido el valor necesario para contárselo, la había ayudado sin reproches.

  • Ve a ducharte mientras yo hago la maleta.

Juan la besó en la frente y limpió el resto de sus lágrimas. Laura continuaba con los ojos clavados en la imagen de su pequeña. Hacía casi veinte años desde que aquel embarazo había cambiado su vida. Una vida entre clases de instituto y fiestas con sus amigos. Había ocurrido en una de esas fiestas a la que sus padres le prohibían asistir. Unos padres que nunca la habían perdonado y para los que esa niña era fruto de la vergüenza más infame. Aunque en aquel momento el abandono de su pequeña había sido un alivio, años después el vacío de su estómago la había obligado a ir en su busca.

Laura se dirigió al baño y se dejó acariciar por el agua caliente. La imagen de su pequeña permanecía grabada en sus retinas. ¿Sería feliz? ¿Pensaría en ella? Había imaginado miles de veces qué le diría al verla por primera vez, pero ahora que había llegado el momento no sabía si las palabras encontrarían el camino. Cuando salió del baño, Juan estaba terminando de cerrar la bolsa de viaje. Sonrió con delicadeza.

  • Vamos, aun tardaremos unas cuantas horas en llegar.

Salieron del apartamento y subieron al vehículo. Laura se movía por inercia. En su cabeza, esos ojos de color hierba le impedían ver nada más. Viajaron durante horas en silencio. Los pensamientos de Laura se movían a mayor velocidad que el paisaje que se deslizaba a través de la ventanilla. El vacío de su estómago se iba transformando poco a poco en una pesada losa. Una lágrima solitaria se escapaba de vez en cuando a través de sus pupilas hasta ser borrada por la sonrisa cálida de Juan. A mitad de camino se detuvieron en un área de servicio. Laura no podía comer pero Juan la obligó a pedir un café.

  • ¿Te encuentras bien?
  • No lo sé. Hace tanto que espero este momento que no sé cómo hacerlo.
  • Todo saldrá bien.
  • ¿Crees que podrá perdonarme?
  • Estoy seguro. Eras una niña. Lo entenderá.

Laura cerró los ojos y trató de terminarse el café. Tras pagar la cuenta emprendieron de nuevo el viaje. Continuaron a través de carreteras silenciosas y árboles inmóviles. De pronto, un ruido se coló a través del salpicadero y el volante comenzó a temblar.

  • ¿Qué ocurre?- preguntó Laura.
  • Creo que hemos pinchado.

Continuaron unos minutos atravesando baches invisibles hasta la salida de la autopista. Juan detuvo el vehículo y suspiró contrariado. Bajó y comprobó la rueda delantera.

  • Puedo cambiar la rueda de repuesto pero aun quedan muchos kilómetros.
  • ¿Y qué vamos a hacer?
  • Buscaré el taller más cercano, a ver si tenemos suerte.
  • Tenemos que llegar ya.

Juan la miró con resignación. La rueda aguantaría el camino pero tendrían que ir más despacio. Suspiró y asintió con un gesto sutil. Laura permaneció de pie en silencio mientras Juan completaba la tarea. A pesar del aire cálido, su cuerpo no dejaba de temblar y la losa de su estómago se hacía cada vez más pesada. Al terminar emprendieron de nuevo su camino mientras el sol iniciaba su lenta huida hacia la noche tras los árboles inmóviles.

Pasaron otro par de horas hasta que el cartel con el nombre de la ciudad que habían estado buscando apareció ante ellos. Se deslizaron despacio entre las calles abarrotadas de jóvenes animados. Se detuvieron en varios semáforos hasta que un imponente edificio de piedra gris les mostró las letras que habían aparecido esa misma mañana en su móvil. Juan estacionó el vehículo.

  • ¿Estás bien?

Sin dar ninguna respuesta Laura bajó del coche. Contempló de nuevo la imagen de su pequeña. Grupos de jóvenes charlaban animados sobre la fresca hierba del jardín bajo la luz de las farolas.

  • Déjame el móvil que voy a preguntar si alguien la conoce.- dijo Juan.

Laura le dejó el teléfono entre dudas. Nunca había imaginado que sería tan difícil. Los brazos de Juan la envolvieron con suavidad y la losa de su estómago se hizo un poco menos pesada. Tras acariciar su mejilla, Juan se acercó a unos jóvenes que escuchaban música sentados en un banco de piedra.

  • Disculpad. ¿Conocéis a esta chica?

Miraron la fotografía hasta que uno de ellos contestó.

  • Sí. Es Emma, debe de estar en la cafetería. ¿Ha hecho algo malo?

El resto de chavales se rieron a carcajadas. Juan se acercó a Laura y la guió hasta la cafetería. La losa de su estómago aumentaba con cada embestida de los latidos de su pecho. Al llegar a la puerta, Laura se detuvo y miró a través del cristal. Los ojos verdes como la hierba aparecieron ante ella haciendo estallar la pesada losa en mil pedazos. Su pequeña permanecía de pie, apoyada en la barra, hablando con un joven de mirada pálida. El largo cabello castaño danzaba sobre sus hombros con cada sonrisa que se escapaba de sus labios. El cuerpo de Laura comenzó a temblar cómo nunca antes lo había hecho. Juan abrió la puerta y la invitó a entrar. Laura retrocedió un paso.

  • No puedo hacerlo.

Con el corazón paralizado, los pies de Laura dieron media vuelta y su cuerpo se deslizó a través de los jóvenes que reían sobre la hierba fresca del jardín.

Alas Rotas

El día que su abuela le trajo la última pieza del bombardero Boeing B-29 de la Segunda Guerra Mundial, Martinelli fue incapaz de terminar el trozo de pastel que había robado de la bandeja del horno. Tras muchos meses de espera, al fin el juguete que se había convertido en su mundo estaba completo. Había pasado tardes enteras contemplando aquella estructura metálica para averiguar si el resultado final coincidiría con la imagen que guardaba escondida debajo de su colchón. Como cada lunes, esperaba el regreso de su abuela del mercado con el suplemento semanal de aeromodelismo oculto entre los pliegues de su mandil. Pero Martinelli siempre tenía que esperar a que la mujer terminara de hacer la comida. Una gran variedad de platos con los que trataba de saciar los estómagos de su padre y aquellos amigos suyos que siempre le habían dado miedo. Un grupo de hombres ostentosos que entre humo y risas exageradas contaban unas historias que Martinelli no alcanzaba a entender. Mientras tanto, su primo Marco, nacido un mes más tarde que él, se impregnaba de esas mismas historias y jugaba a imitar a cada uno de esos seres extravagantes en la soledad de su habitación.

Cada vez que esa panda de individuos invadía el salón de la casa, Martinelli corría a escabullirse bajo la mesa de la cocina al amparo de los pies de su abuela. Cuando al fin se decidían a regresar a sus quehaceres con los estómagos llenos, Martinelli asomaba su rechoncha nariz sobre la mesa a la espera del pícaro guiño que le invitaba a salir a jugar.

Pero aquella mañana de lunes fue distinta. Martinelli esperó la llegada de su abuela pegado al cristal de la ventana como de costumbre. Pero cuando su padre y la pandilla llegaron en tropel aplastando el silencio, corrió hasta la cocina. Tras hacer una visita fugaz a los pasteles del horno, se acurrucó debajo de la mesa. Al poco rato los pies de su abuela cargados de bolsas aparecieron ante sus ojos. Se movieron despacio entre los muebles hasta detenerse ante él.

  • Hola pequeño. Ya tengo lo que te faltaba.

Martinelli asomó la nariz y abrió los ojos hasta que le dolieron las pestañas.

  • Toma. Guárdalo bien hasta que esos brutos se vayan.

Martinelli agarró la pequeña pieza entre sus dedos y la miró emocionado. Esperó sin quitarle la vista de encima hasta que su abuela le hizo la esperada señal. Salió volando hasta llegar a la caja que guardaba debajo de su cama y montó con cuidado la última pieza de la aeronave. La agarró despacio con sus pequeñas manos y corrió a mostrarle a su abuela su tesoro al completo. La mujer lo miró con ternura y lo besó en la frente.

  • Aprovecha ahora y ve a jugar al jardín.

Martinelli salió disparado y se dejó llevar por el viento que mecía las alas de su nuevo compañero. Corrió entre las flores y dio vueltas hasta dejarse caer sobre la hierba fresca de primavera. Pero de pronto, el sonido violento de un motor interrumpió su vuelo. Uno tras otro, coches de distintos colores se fueron deteniendo frente al jardín. A pesar de que trató de correr, la visión de su padre le paralizó los pies. Agarró la aeronave con las dos manos y la escondió detrás de la espalda. Pero su padre detuvo su vista en él y se acercó con curiosidad.

  • ¿Que haces, niño?
  • Nada, señor.
  • ¿Que escondes ahí detrás?
  • No es nada, señor.
  • No mientas. Déjame ver.

El hombre zarandeó el delgado brazo de Martinelli y la aeronave chocó contra el suelo justo en el momento en que los labios del pequeño comenzaban a temblar.

  • ¿Qué cojones es esto?
  • Solo es un juguete, señor.
  • ¿Un juguete? Esto es una mierda de nenazas.

Martinelli no pudo evitar la estampida de lágrimas que brotaron a través de sus pupilas mientras su padre contemplaba el bombardero con repulsión.

  • ¿Estás llorando por un avión de mierda? ¿Quieres ver lo qué hago yo con tu avión?

El hombre tiró la pequeña aeronave al suelo. Su puntiagudo zapato de terciopelo se dejó llevar y la pisoteó con furia hasta convertirla de nuevo en las piezas solitarias del suplemento semanal.

  • Así aprenderás a ser un hombre de verdad y no dejarme en ridículo delante de la gente. Y ahora lárgate que no quiero verte delante.

Martinelli corrió entre lágrimas hasta los pies de su abuela mientras las carcajadas de esos hombres le atravesaban el pecho. Lloró durante días hasta que sus lágrimas se acabaron, al igual que se fueron acabando las visitas a escondidas a la cocina. Una tarde de verano su abuela se acercó a él y le enseñó con disimulo la primera pieza de un avión de combate de la guerra de Vietnam.

  • Mira pequeño. El del quiosco me ha dado esto para ti.
  • No lo quiero.
  • Pero, ¿lo has visto bien? Tiene cañones.
  • Yo no juego con esas cosas. No soy una nenaza.

Sin esperar la respuesta de los ojos tristes de su abuela, Martinelli salió con paso lento hacia el jardín. Con la cabeza agachada, escuchó las reglas del nuevo juego que su primo Marco se había inventado y se dejó llevar.

Primera cita

Cuando la melodía del teléfono móvil atravesó el bolsillo del pantalón de Sara, el libro de Filosofía que descansaba bajo su brazo resbaló hasta estamparse contra la deportiva morada que le habían regalado por Navidades. En la pantalla, la imagen de su madre esperaba sonriente una respuesta.

  • Hola mamá. Estoy saliendo de clase.- contestó mientras salvaba a Platón y a su pandilla de ser engullidos por las desgastadas escaleras del instituto.
  • Solo quería saber cómo te había ido en el examen.
  • Bien, mamá.
  • Me alegro mucho, hija. Ya sólo nos queda uno más para graduarte. Estoy muy orgullosa de ti. ¿Que quieres que te prepare para cenar?
  • Mamá, ¿lo has olvidado? He quedado con Fran.
  • Ah, es verdad. ¿Estás segura de que quieres ir?
  • Pero ¿qué dices? Claro que estoy segura.
  • Sólo me preocupo por ti. Ten mucho cuidado.
  • Vale ya, mamá.
  • Si no te sientes preparada puedes venir a casa.
  • ¿Preparada? Si por fin me ha invitado a salir.
  • Está bien. Que te diviertas. Pero si te sientes incómoda llámame e iré a buscarte.
  • Vale, nos vemos después. Adiós.

Colgó el teléfono y guardó la preocupada voz de su madre en el bolsillo del pantalón vaquero. Bajó las escaleras y salió del edificio de ladrillo que la había retenido los últimos años. Un examen más y se olvidaría por completo de esas paredes pintadas de crueldad adolescente. El cargante sol de verano se imponía con fuerza ante la agotada primavera, y decenas de cuerpos novatos refrescaban sus espaldas en la hierba sin arreglar del jardín. De pronto vio a Fran. Charlaba animado con otros dos jóvenes de su clase bajo la sombra de uno de los almendros del parque. Se acercó nerviosa.

  • Sara, ¿ya has salido? ¿Que tal te fue?
  • Mejor de lo que esperaba, la verdad.
  • Sabía que te saldría bien.

Fran bajó la vista y una sonrisa se escapó avergonzada por la comisura de sus labios.

  • ¿Estás lista para ir a ver la última de John Carpenter?
  • No sé si lista es la palabra, pero sí.

Emprendieron el viaje hasta el centro comercial mientras se alejaban de la mirada curiosa de los dos jóvenes bajo el almendro. Durante el camino, Fran echaba a volar sus palabras mientras Sara asentía sin dejar de prestar atención. No se le daba bien hablar. Se detuvieron en el semáforo frente al centro comercial. El sol comenzaba a perder su fuerza y una brisa suave se colaba entre los cantos de los pájaros. Cuando el sonido del monigote verde les invitó a cruzar, Fran tomó la mano de Sara con dulzura mientras una sonrisa aterradora se dibujaba en su rostro. Sara se estremeció y se liberó asustada.

  • ¿Estás bien?- preguntó Fran sin rastro de esa cruel sonrisa.

Sara asintió y continuó caminando a su lado. El cielo comenzó a oscurecerse bajo nubes de un gris furioso y los pájaros cesaron su voz. Cuando llegaron a la puerta, Fran deslizó su mano sobre el hombro de Sara para invitarla a entrar. Volvió a estremecerse pero, en el momento en que intentó alejarse, la mano apretó con más fuerza. Miró a su hombro y comprobó que aquello que la retenía ya no era una mano. Unos dedos torcidos coronados por garras afiladas bañadas en sangre se hundían en su piel. Un dolor agudo le recorrió la espalda hasta el fondo del estómago. Miró a Fran pero su rostro había desaparecido. Ante ella, unos ojos enormes sobresalían de unos rasgos deformados por decenas de llagas que escupían un líquido denso y amarillento. Las palabras alegres de Fran se habían convertido en charcos de saliva que huían de unos colmillos ansiosos hasta depositarse en la delicada piel de Sara. Un grito se le escapó de la garganta y empujó a aquella cosa con todas sus fuerzas. Consiguió soltarse de esa garra pero sus pies no se pusieron de acuerdo y su huida finalizó en el suelo.

Un rugido feroz bañado en saliva se escapó de aquella cosa empujado por su áspera lengua y atravesó el cielo gris. Los brazos de Fran comenzaron a hincharse y su pecho emprendió una violenta fuga a través de los jirones de su camiseta. Heridas abiertas se dibujaban en él y desgarraban sus ropajes. Sara no podía moverse. Con un último rugido la enorme lengua devoró por completo el inocente cuerpo de Fran. Una inmensa bestia con la piel inundada por cráteres de pus furiosos comenzó a acercarse a Sara. Cuando la colérica saliva de aquellos colmillos le salpicó el rostro y la cortante lengua desgarró su mejilla, un chillido incontrolado le atravesó el estómago. Sin pensarlo, Sara lanzó su pierna contra el monstruo y la deportiva morada se hundió en uno de los agujeros de su pecho hasta que la enorme lengua retrocedió. Sara se arrastró por el suelo hasta que sus pies llegaron a un acuerdo y la empujaron a correr. Entró en el centro comercial tratando de pedir ayuda pero no había nadie. El silencio se rompía por el estruendo de su respiración. Corrió entre escaparates vacíos hasta que un nuevo rugido atravesó el aire y se estrelló en los cristales de las tiendas desiertas convirtiéndolos en una lluvia afilada. Sara miró hacia atrás. La bestia había duplicado su tamaño. Se precipitaba hacia ella subida en sus cuatro patas haciendo estremecer el suelo a cada zancada. Corrió hasta llegar a los baños. Entró y se escondió en uno de ellos. Cerró la puerta y se subió a la taza del váter. Las lágrimas manaban por sus mejillas sin rumbo y su pecho se afanaba en controlar el ritmo desbocado de su corazón.

Un golpe seco en la puerta del baño la paralizó. Otro golpe hizo que su pecho perdiera el control de sus latidos. Uno tras otro, los golpes se iban dibujando en la fina puerta que la separaba de lo que antes había sido Fran. Grietas cada vez más grandes deformaban esa puerta y daban paso a aquella lengua bañada en odio. Cuando el último trozo de madera desapareció ante ella, Sara cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas.

  • ¡Sara! ¿Puedes oírme? ¡Sara! Por favor, mírame. Soy mamá.¡Sara!

Sara abrió los ojos despacio. La bestia había desaparecido. La puerta del baño estaba intacta y los ojos húmedos de su madre le hablaban preocupados.

  • Sara, mi niña. Soy yo. Todo va a estar bien.
  • ¿Mamá? Había una bestia…

Rompió a llorar y se desplomó entre los brazos de su madre.

  • Está bien cariño. Nos vamos a casa.

Hundida en su cálido pecho se dejó llevar. Salieron del baño y vio el rostro aterrorizado de Fran. Se abrazó con fuerza a ese pecho y cerró los ojos.

  • Fran era un monstruo…
  • Lo sé mi niña, lo sé. Algún día todo cambiará. Pero es demasiado pronto aun.
  • No lo entiendo…
  • Lo harás. Con el tiempo recordarás y serás capaz de hacerlo. Y cuando estés preparada podrás salir otra vez con un buen chico. Pero aun no es el momento.
  • Quiero irme a casa…

Su madre la abrazó con fuerza y salieron del centro comercial ante las miradas desconcertadas de decenas de jóvenes. El sol se posó sobre ellas mientras los pájaros cantaban alborotados por la llegada del verano. Sara giró la cabeza y vio a Fran a lo lejos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras su rostro de niño asustado se despedía de ella.

El gato

  • Jack, pásame el vino.
  • Y una mierda.
  • Venga, no seas así, que hoy no he sacado nada.
  • Te jodes. He estado todo el día aguantando a las viejas de la iglesia para conseguir la pasta. Ya te avisé de que no fueras a pedir al mercado. Son unas ratas.
  • Venga tío, solo un trago.
  • Hay que joderse.

Jack dio un buen trago al cartón aplastado de vino y se lo pasó a Tom con recelo. La luz de una sirena rebotó en las paredes del estrecho callejón hasta iluminar el ansia agrietada de los labios de Tom.

  • Ehhh, no te lo acabes, cabrón!

Jack le arrebató el cartón de las mugrientas manos mientras Tom cazaba con la lengua las gotas que intentaban agazaparse entre su barba.

  • Hoy escuché a unos tipos hablando en el mercado de algo muy raro sobre un gato.- dijo Tom
  • ¿Un gato?
  • Sí. Decían que si metes a un gato y un bote de veneno en una caja no sabes si está vivo o muerto hasta que la abres.
  • Pues vaya par de listos.
  • Y hasta ese momento las dos cosas pasan a la vez. Vida y muerte.
  • Nadie puede estar vivo y muerto al mismo tiempo.
  • ¿Cómo lo sabes si no lo ves?
  • Pues porque lo sé.

Jack se escurrió debajo del cartón húmedo hasta cubrir su cuerpo. Tom continuó hablando.

  • Y he pensado que a lo mejor todo existe sólo porque lo vemos.
  • Sí claro. Si fuera así dejaría de oler tu apestoso culo cuando cierro los ojos.
  • Piénsalo. Si no hay nadie mirando ¿cómo sabemos que una cosa existe?
  • Venga ya. Si eso fuese cierto nosotros no existiríamos.
  • Porque si tu metes al gato en la caja y no hay nadie que lo vea no sabrán si está vacía.
  • Joder, mañana te dejo la puerta de la iglesia para que saques algo que se te está yendo la olla.
  • Le he estado dando vueltas toda la tarde y creo que en realidad nada existe. Todo lo que hay está en nuestra cabeza. Y cada uno de nosotros lo ve a su manera. Por tanto hay tantas realidades como personas en el mundo.
  • No sé tú, pero yo preferiría ver que estoy en una cama.
  • Creo que no funciona así.
  • Venga Tom, duérmete ya y deja de pensar tonterías.

Jack terminó el último trago de vino y tiró el cartón contra la pared. Un maullido atravesó el callejón y un gato negro salió espantado hasta esconderse debajo de uno de los contenedores. Sus dos brillantes ojos fijaron la vista en el par de vagabundos que se ocultaban entre cartones.

  • Mira Tom, tu gato.
  • Voy a por él. Busca una caja.

La noche del lobo

En el momento en que cruzo la puerta y hundo los pies en la noche, los grillos cesan su canto. La parpadeante luz de las farolas da paso por momentos a la claridad de la luna llena. El martilleo de mis tacones atraviesa el silencio hasta perderse en la profundidad del bosque. Continúo mi viaje hasta que un afilado aullido silencia mis pasos. Las farolas están a punto de llegar a su fin para dar la bienvenida a provocadores árboles que se retuercen bajo la luz de la luna. Unas suaves pisadas sobre las hojas del estrenado otoño emergen entre los troncos hasta convertirse en dos círculos de fuego que me miran desafiantes. Permanezco inmóvil mientras un inmenso lobo negro como el asfalto se detiene ante mí. Pienso en correr pero esos ojos me lo impiden. Saben lo que voy a hacer. De pronto, el fuego de su mirada se desvanece y la bestia oculta de nuevo sus pisadas sobre las hojas del otoño. Cuando el miedo libera mis músculos, emprendo de nuevo el camino hasta que el martilleo de mis tacones se pierde en una débil melodía que traspasa las inquietas ramas. Estoy cerca. Mi corazón comienza a latir más deprisa. Me detengo cuando el cielo se tiñe de rojo por el brillo de un enorme cartel que se descuelga sobre una fachada de piedra mugrienta. En su entrada, una manada de furiosos lobos y ojos incandescentes me rodean indicándome el camino.

Cuando la puerta se abre, un olor a miedo y desolación invade mis pulmones. Figuras de las que no consigo ver su rostro se mueven agónicas a mi alrededor al ritmo de tambores invisibles, intentando huir de algo que no puedo comprender. Los latidos de mi corazón se intercalan con la percusión de esos tambores que resuenan en cada una de las sangrantes paredes. De pronto mis ojos se detienen en Él. Está sentado en un trono de piedra enmohecida que se alza sobre esas figuras sin rostro. Unos colmillos voraces asoman entre sus labios pero la persistente melodía me impide oír lo que dice. Me acerco despacio mientras esquivo a esas figuras que me observan extasiadas. Cuando llego hasta Él, sus ojos negros como el alquitrán se levantan tranquilos hasta que su enorme tamaño hace que me sienta más pequeña que nunca a su lado. Sus torcidos y largos dedos me acarician el rostro y limpian una solitaria lágrima que se ha escabullido entre mis pestañas. La música me retumba en el pecho y mi respiración se ahoga en ella. A pesar del miedo y del dolor que desgarran mi cuerpo, deslizo la mano hasta sentir el frío tacto del acero que se esconde bajo mi espalda. Justo en el momento en que sus labios se unen a los míos dejo que el puñal atraviese su torso. Decenas de aullidos desolados silencian el repicar de los tambores y todo se desvanece a mi alrededor mientras sus ojos se vacían ante mí. El grito de rabia que se escapa de mis entrañas me lleva de nuevo al punto de partida.

Camino por la estrecha acera del pueblo bajo la tenue luz de las farolas que parpadean a mi paso. La luna resplandece con intensidad y el canto de los grillos acompaña la suave brisa de principios de otoño. El ruido de mis pisadas se pierde entre los murmullos que emergen de las ventanas de hogares con vida. Un gato negro como la noche interrumpe mi paso y dos ojos brillantes se pierden despavoridos en la oscuridad del bosque. Las casas se desvanecen y dan la bienvenida a una pequeña carretera que se desliza con calma hasta llegar al único bar del pueblo. Mi corazón late aterrado al compás de la melodía de los grillos que se enreda entre los tranquilos árboles que acompañan mi viaje. Continúo mi camino guiada por la luz de la luna hasta que las letras torcidas del cartel luminoso me indican el final de mi trayecto. Un grupo de hombres charlan animados en la puerta del bar y sus risas exageradas se entrelazan con la indescifrable música que brota del interior. La luz rojiza ilumina la fila de coches aparcados entre los que se encuentra el suyo. Los hombres se apartan sin reparar en mí y me adentro en el local. El olor a alcohol y a humanidad impregna la melodía que se pierde entre las alteradas voces de la multitud. Un grupo de jóvenes juega al billar entre risas. Recorro el lugar con la mirada hasta que mis ojos se detienen en Él. La vieja barra de madera sostiene su equilibrio mientras intenta comunicarse con la camarera ya entrada en años. Mi respiración se vuelve más intensa y retumba en mi cabeza apagando las voces del exterior. Sus ojos ebrios y a medio abrir se transforman cuando ven mi rostro. Una ráfaga de furia los atraviesa por un instante hasta hundirse de nuevo en un océano de alcohol. Me acerco despacio mientras el bullicio intercalado con la música aplaca las embestidas de mi aliento. Balbuceos indescifrables se pierden entre sus temblorosos labios mientras una lágrima solitaria se escabulle entre mis pestañas. Cierro los ojos y dejo que unas mortales palabras broten desde el fondo de mi espalda y atraviesen su torso.

  • Quiero el divorcio.

La incompetencia del mundo

Empezó a llover justo en el momento en que el viejo zapato camuflado en betún de Tom pisó la acera. Apretó los puños con fuerza y unas letras enfurecidas se escurrieron entre sus dientes mientras subía de nuevo a por un paraguas. Con el maletín de piel que le había acompañado en los últimos meses aferrado a su pecho, regresó a la calle. Emprendió el camino hacia la última editorial que le quedaba por visitar en la ciudad. Era su gran momento. Por fin había conseguido una cita con la Señora Malcott. Esa mujer sabía lo que hacía y no dejaría escapar a un tipo como él. Al fin y al cabo había escrito la mejor novela de la historia.

En ninguna de las otras editoriales de la ciudad se habían dignado a leer más de dos páginas de su gran obra. ¡Pero qué iban a saber esos mequetrefes incapaces de escribir hasta su propio nombre! Su capacidad intelectual digna del chimpancé más ignorante les impedía apreciar la obra maestra que tenían ante sí. La última de ellas se había atrevido a decirle que su vocabulario le recordaba al de un niño de diez años. ¡Qué disparate! Pero había tenido su merecido. Tras esperarla a la salida de la editorial, encumbrada en sus tacones de diva y con un abrigo que envolvía su desfachatez, había visto cómo se subía a un vehículo de un color que ofendería hasta al más tuerto de los ciegos. Al día siguiente, con la justicia de su lado, Tom había tenido que transformar ese horrible color en un papel de lija rematado con unas llantas sin aire.

Caminó pegado a las fachadas de los edificios de piedra que componían la ciudad sin esquivar a los paraguas que se cruzaban en su camino. La editorial se encontraba lejos de su casa pero Tom no podía permitirse coger un taxi, y el transporte público era una opción que ni siquiera se planteaba. Las gotas de lluvia que se deslizaban apuradas por sus zapatos comenzaban a cambiar de color el bajo de su pantalón. Justo en el momento en que llegó a su destino dejó de llover.

Entró en el enorme edificio de mármol y se acercó al exuberante mostrador tras el que se escondía una joven con un moño adherido a la nuca.

  • Buenos días. Soy Tom Elderton. Tengo una cita con la Señora Malcott.

La joven agachó su moño y movió los dedos con rapidez sobre el teclado del ordenador.

  • Lo siento Señor Elderton, va a tener que esperar. Ahora mismo la Señora Malcott está en una reunión. Cuando termine podrá atenderle.
  • ¿En una reunión? ¡Pero si había quedado conmigo!.
  • Lo siento. Puede esperar en esa sala. Le aviso cuando pueda recibirle.

Tom no daba crédito. ¡Qué falta de seriedad! ¿Hacerlo esperar a él? Otra palabra de difícil audición se escurrió entre sus dientes. Dio media vuelta y se dirigió a la sala de sillones blancos donde otras personas esperaban con paciencia. Se sentó y abrió el maletín. Un seco manuscrito de más de cuatrocientas páginas asomó al exterior. Sonrió satisfecho. Era una obra maestra. “Su” obra maestra. Cada vez que leía el título, un cosquilleo de placer recorría su espalda desde la nuca hasta donde empiezan las partes menos nobles del hombre. “La incompetencia del mundo”. Cuando se le había ocurrido había comprendido que acababa de escribir algo magnífico. A su lado, un individuo de edad ya no deseada golpeaba la punta de su zapato contra el suelo de mármol. En los brazos sostenía una carpeta de gran tamaño y las gafas se le empañaban con cada embestida de su aliento.

  • ¿Es usted escritor?
  • Sí- respondió Tom.
  • He venido a enseñarle a la Señora Malcott mi nueva novela. Es una gran mujer. Confió en mí cuando más lo necesitaba. Si no fuese por ella habría abandonado.

Tom no contestó. Estudió al individuo que tenía ante sí. Definitivamente el mundo se había vuelto loco. A día de hoy cualquiera podía publicar un libro. Miró a otro lado e ignoró las palabras que emergían bajo las empañadas gafas de aquel hombre. Gente embutida en trajes a medida se intercalaba con aspirantes a escritor de medio pelo bajo el torneado techo del edificio. Se empezaba a poner nervioso. Ante un gesto discreto de la joven de recepción, el hombre de lentes encapotadas se levantó hasta perderse entre la multitud. Las manos de Tom comenzaban a sudar sin control. Su ansiedad iba en aumento. En cuanto esa tal Señora Malcott leyera su obra se iba arrepentir de haberlo hecho esperar.

Tras un tiempo que se le hizo eterno, la joven del moño se acercó a él.

  • Señor Elderton, acompáñeme por favor. La Señora Malcott ya puede recibirlo.

La joven le guió hasta la puerta de un ascensor de tamaño exagerado para una sola persona. Al llegar a la tercera planta, un largo pasillo le indicó el camino hasta una gran puerta de madera que enmarcaba el nombre de la mujer que le sacaría de la ruina. Golpeó con sus nudillos bajo la placa chapada en oro hasta que una voz ronca le invitó a entrar. El estilo clásico de la estancia contrastaba con el resto del edificio. Una gran mesa oscura de roble ocultaba parte del cuerpo de aquella mujer entrada en carnes. El cabello rizado se descolgaba sobre sus hombros rodeando unas gafas de color rojizo a juego con sus labios.

  • Encantada de conocerle Señor Elderton. He oído hablar de usted.
  • Es un placer.
  • Ha llegado a mis oídos que ha visitado a algunos de mis compañeros de profesión.
  • Es cierto. Pero ninguno tiene su capacidad para apreciar una obra maestra.

La Señora Malcott se rio. Con un movimiento suave se quitó las gafas y las apoyó junto una figura maciza de un elefante que hacía la función de pisapapeles.

  • Verá, he de serle sincera. Tengo entendido que su obra carece de la calidad necesaria para ser publicada, pero no es mi estilo valorar un escrito sin antes haberlo visto.
  • No sé quien le ha podido decir semejante disparate, pero le aseguro que ésta es la mejor obra que ha pasado por sus manos.

La irritación de Tom comenzaba a manifestarse en su rostro. Esa pandilla de chimpancés no estaba preparada para una obra de tal magnitud.

  • De acuerdo, déjeme ver el manuscrito.

Tom abrió el maletín y extrajo el montón de folios con cuidado. La Señora Malcott se puso de nuevo sus lentes y comenzó a inspeccionar las hojas con detalle. Tras leer el título, el rostro de arrugas incipientes de la mujer no mostró ninguna reacción. Continuó leyendo la primera página pero su cara permaneció impasible. La idea de que, a pesar de su fama, se encontraba ante otra editora mediocre comenzó a formarse en la mente de Tom. Cuando terminó de leer, la Señora Malcott dejó el manuscrito y un profundo suspiro se escapó de sus labios.

  • Lo siento Señor Elderton. No es lo que estamos buscando.

Aquellas palabras se deslizaron por los oídos de Tom hasta posarse en la boca de su estómago. Su corazón comenzó a latir con furia y la sangre bombeada se le acumulaba en las sienes. Sus dientes trataban de contener con fuerza la rabia que pugnaba por salir al exterior.

  • Sé que es difícil para usted escuchar esto, pero su obra no dispone de la calidad que busco para mis publicaciones.
  • ¡Tonterías! ¡Es usted igual que el resto!
  • Tranquilícese Señor Elderton. Entiendo que sea frustrante para usted.
  • ¡Sus cerebros de monos les impide ver lo que tienen delante! Siempre centrados en escritores de tres al cuarto y cuando tienen ante sí una obra maestra no la saben ver. Pero esto no va a quedar así.

Tom se incorporó y dio un fuerte golpe en la mesa que hizo retroceder a la Señora Malcott.

  • Si no se tranquiliza llamaré a seguridad.
  • ¿A seguridad?- Tom se rio.- Soy el mejor escritor de este tiempo y usted es una zorra a la que solo le importa el dinero.
  • Ya está bien. Se acabó. No pienso aguantar esto.

La mujer se levantó de su mesa con decisión. Las sienes de Tom latían cada vez con más intensidad. Ríos de saliva enfurecida escapaban de su boca al compás de insultos imposibles de escribir. En un movimiento involuntario su mano rozó el pisapapeles y supo lo que tenía que hacer. Sin darle tiempo a su cerebro para reaccionar, lo agarró con fuerza y dejó que el pelo rizado de la Señora Malcott envolviera al macizo elefante con un violento abrazo. El cuerpo de la mujer se detuvo en seco y una mirada de sorpresa atravesó el cristal de sus gafas hasta clavarse en las sienes de Tom. Las flácidas carnes de su figura comenzaron un lento descenso hacia el suelo al tiempo que la sangre ocultaba aquellos ojos desconcertados.

La impetuosa respiración de Tom golpeaba su pecho sin tregua. Los ojos vacíos de la Señora Malcott le observaban desde el suelo a través del torcido cristal de sus gafas. Tom cogió el manuscrito y salió corriendo del despacho. Los latidos de su cabeza resonaban aun más en el ascensor de tamaño excesivo. Ella se lo había buscado. ¿Porqué nadie tenía el valor de reconocer su obra? ¿Qué era lo que les daba tanto miedo? ¿Aceptar que él era mejor que el resto? Se limpió el sudor de su frente con la manga de la gabardina y el bombeo de su cabeza comenzó a descender al mismo tiempo que el ascensor.

En el momento en que llegó al hall y la puerta inició su lento movimiento de apertura, el estridente sonido de una alarma atravesó el suelo de mármol. Un hombre corpulento de uniforme azul extendió su brazo y le señaló sin compasión. Tom empezó a correr a empujones entre la gente embutida en trajes. Pudo ver al mequetrefe de gafas empañadas chocando contra el suelo a su paso. Al salir a la calle la lluvia le golpeó de nuevo. Miró hacia atrás. Varios hombres de azul corrían tras él. Tom aceleró su marcha y sujetó el maletín con fuerza. Gente apresurada abarrotaba la calle y le bloqueaba el paso. Bajó sus zapatos de betún de la acera y corrió con todas sus fuerzas para cruzar al otro lado donde una parada de metro le ofrecía la salvación. Con el agua mojando sus pies y el latido de sus sienes al máximo, no escuchó el sonido del claxon de un taxi que se dirigía hacia él sin remedio. Tras un golpe seco que Tom no llegó a oír, un chillido desesperado se escurrió entre sus dientes y atravesó los cientos de folios que ejecutaban en el aire una danza perfecta antes de desaparecer bajo la lluvia.