Mes: julio 2020

Juguete roto

Me despierto con el sonido de unos pesados pasos sobre mí. Esta noche me ha dejado dormir. Abro los ojos muy despacio. Una tenue luz se filtra entre las rejas de la pequeña ventana que nunca consigo alcanzar. Las motas de polvo ejecutando una hipnótica danza la atraviesan. La gélida estancia se ilumina suavemente dibujando los contornos de mi cama. Esa cama es lo único que me cobija entre estas cuatro frías paredes. Al tratar de incorporarme un dolor atraviesa mi brazo. En mis muñecas unos vendajes de color pardo se descuelgan dispares. Las marcas que la anterior cuerda ha grabado en ellas siguen vivas. Ahora la cuerda ya no está. Ese ha sido uno de mis regalos. Me levanto. Con las piernas entumecidas me arrastro hasta alcanzar el orinal que descansa en el fondo del cuarto. Agachada, apoyo la espalda en la húmeda pared de cemento. El sonido de la orina que se estrella contra el metal chirría en mis oídos. Al finalizar, trato de regresar a mi refugio, pero las piernas se sublevan y, como un árbol recién talado, me desplomo contra el suelo. El golpe penetra en mí y recorre cada uno de mis dormidos huesos como un huracán. La respiración me abandona y las lágrimas emergen. Pero soy incapaz de gritar. Clavada en el suelo escucho esos pesados pasos que se acercan. El sonido del cerrojo rompe el vacío de la estancia y la puerta se abre. Ahí está el. Se inclina disgustado y con sus grandes manos me recoge sin esfuerzo. Me acuesta con cuidado y me besa en la frente.

-No te muevas. Ahora vuelvo.- dicen sus abismales ojos negros.

Sin cerrar la puerta oigo de nuevo sus pasos. Pasos que se alejan, que se detienen, y que, al fin, regresan. Se acerca a mi y, con delicadeza, comienza a quitarme la ropa. Como quien acicala una hermosa flor, comienza a limpiar mi magullada piel. No me resisto. Algo me dice que antes lo habría hecho. Pero ahora eso queda muy atrás. Mi cuerpo tiembla. Cada roce de su mano va matando lo poco que queda de mí. Al terminar me envuelve de nuevo con ese viejo camisón. Se tumba a mi lado y me abraza.

-Tienes que tener más cuidado. No se que sería de mí sin mi juguetito.

Permanece tumbado. Su respiración errática se estampa contra mi pecho. Al fin, se levanta y se marcha. El sonido del cerrojo vuelve a romper el vacío de la habitación. Sus pasos se alejan. El silencio se instala de nuevo. Miro la diminuta ventana. Quizá tenga razón. Quizá solo soy un juguete, porque al igual que el, no siento nada.

El Bosque

Como cada mañana, Antón salió de casa, se montó en su anticuado Seat y se dispuso a recorrer los treinta kilómetros que lo separaban de su preciado trabajo en la granja. Hacía un par de días que la primavera había empezado su faena y parecía que su mayor aliado, el sol, había llegado para quedarse. La carretera, siempre desierta a esas horas, deleitaba a su único invitado con el brillante verde de sus campos. Siempre conducía con la radio apagada y la ventanilla abierta. Si alguien le hubiese preguntado el porqué, habría inventado cualquier excusa para no reconocer que, en realidad, lo hacía para sentir el ronco sonido de ese viejo trasto. Pero esa mañana, en la única cuesta que interrumpía todo el recorrido, el motor comenzó a atragantarse. Redujo la velocidad hasta casi detener el vehículo y agudizó el oído. El motor se había callado. Echó el freno de mano y bajó. Abrió el capó con cuidado y analizó la situación. Había arreglado ese coche tantas veces que conocía cada centímetro de su engranaje. Todo estaba en orden. Suspiró. Estaba a unos pocos metros del final de la cuesta, lo empujaría hasta allí para tratar de encenderlo.

Cuando se disponía a llevar a cabo su plan, escuchó unas risitas festivas que provenían del interior del bosque que se extendía a su lado. Se acercó. Parecían risas de chiquillos. Se adentró despacio entre los árboles y, como una ráfaga de viento fugaz, las vio. Dos pequeñas e inverosímiles figuras corretearon ante sus ojos, una tras otra, desapareciendo un instante después. Su corazón bombeaba tan deprisa que parecía querer escapar a través de sus oídos. Se apoyó en un árbol y trató de recuperar el aliento. Se limpió los ojos con fuerza y volvió a fijar la vista en el profundo bosque. Las dos figuras se precipitaron veloces de nuevo entre risas, pero esta vez, se plantaron frente a él en menos de lo que dura un pestañeo. Le observaron inquisitivas. Antón, invadido por el pánico, trató de retroceder, pero una gran piedra frustró su torpe intento llevándole hasta el suelo.

– ¿Qué….sois?- preguntó.

No contestaron. Trataba de procesar lo que sus ojos estaban viendo. Ante sí, dos pequeños cuerpos le analizaban curiosos. Disponían de piernas, brazos, cabeza, ojos, y todo lo que un ser humano debe de tener, pero no medían más de treinta centímetros. Eran como personas reducidas. Cubrían sus figuras con hojas de distintos tipos y tamaños, lo que las hacía parecer un ramo colgado al revés. En sus redondos y azules ojos se apreciaba la molestia que su presencia les causaba. En un imperceptible movimiento, una de las pequeñas criaturas trepó por su pierna y regresó junto a su compañera tan veloz que Antón ni siquiera tuvo tiempo de notar el cosquilleo de esas manitas en su bolsillo. Cuando se dio cuenta, la pequeña criatura se encontraba frente a él con su cartera en la mano. Con gran trabajo comenzaron a sacar todo lo que había dentro de ese pequeño billetero que a ellas les resultaba tan aparatoso. Antón era incapaz de reaccionar. Trató de escapar de allí pero su cuerpo se negaba a acompañarle. De pronto las dos pequeñas criaturas comenzaron a saltar y reírse con esa festiva melodía que le había guiado hasta allí. Danzaban emocionadas y sus risotadas cada vez eran más elevadas. Al fin, tratando de contener su alegría, se acercaron a él.

Continuaba recostado en el suelo con los brazos apoyados en la piedra que había interrumpido su escapada. El sudor de su espalda iba cambiando poco a poco el color de su camisa. La actitud de esas dos personitas había cambiado. Ahora lo miraban fijamente y con sus diminutas manos sujetaban una fotografía que le mostraban entusiasmadas. En esa foto solo se veía a Antón agachado al lado de un enorme perro. Era Rocky, el mastín de la granja. Una de las criaturas, con un curioso y delicado movimiento, comenzó a hacerle señas que le invitaban a seguirlas hasta lo más profundo del bosque. Se acercaron despacio a él para ayudarle a levantarse, pero el miedo tomó las riendas de su cuerpo y, a cuatro patas y desesperado, salió de allí tan rápido como pudo. Corrió sin mirar atrás hasta que una atrevida rama se cruzó en su camino y todo se tornó en oscuridad.

Desde lejos, la melodía de una vieja canción country llegó hasta sus oídos. El conocido olor de su viejo trasto le hizo abrir los ojos. Estaba sentado en su coche, con el motor en marcha y la radio encendida. Por la ventanilla bajada entraba una brisa suave que atemperaba sus ideas. Estaba aturdido y le dolía un poco la cabeza. Pensó en lo que había pasado. Se había quedado dormido. Era la primera vez que le ocurría. Abrió la guantera, sacó una botella de agua y bebió un extenso trago. Se refrescó la cara, apagó la radio y emprendió el camino a la granja. Seguía un poco aturdido pero el aire fresco que azotaba su frente hizo que a su llegada se encontrara mucho mejor. Bebió otro trago de agua, y riéndose del mal sueño que había tenido, bajó del coche. Caminó por el sendero que llevaba hasta la entrada y vio a Rocky sentado junto a la escalera. Le observaba inmóvil. Su pelo negro resplandecía con el reflejo del sol. En sus ojos contempló un brillo que Antón no supo descifrar. Rocky se incorporó muy despacio y arrastrando sus robustas patas se detuvo frente a el.

– Antón, creo que tenemos que hablar.

Final

Sentado en el coche patrulla, no podía pensar en nada. Observé por la ventanilla el cerrado cielo de la ciudad a punto de abrirse y liberar toda su esencia. La niebla se entrelazaba entre los edificios impidiendo ver su fin. La gente, apresurada, huía de la inminente tormenta con la cabeza baja, sin fijar la vista en nada más que sus otoñales zapatos.

Parados en un semáforo, el tráfico me pareció más tedioso que de costumbre. Miré al conductor, un joven con un uniforme que aun olía a nuevo. Percatándose, me preguntó complaciente si me encontraba bien. Asentí y volví a mirar a través de la ventanilla. El verde reflejo del semáforo chocó contra el cristal fracturándose en las grandes gotas que se deslizaban sobre el mismo. El sonido a claxon se mezclaba con las pisadas aceleradas sobre la acera mojada.

Al fin el vehículo se detuvo en la entrada del hospital. El agua rebotaba enfurecida en el suelo. Permanecí inmóvil contemplando la puerta hasta que la lluvia cubrió el cristal de mis gafas por completo. Tomé aire y, sin ver nada, entré. En el ascensor una mujer con un uniforme verde tres tallas más grande de lo esperado me miró con desconfianza. Avergonzado, dirigí la vista al espejo. Frente a mi un hombre con la nariz rota y calado hasta los huesos me devolvió la mirada agotado.

-Soy policía -dije, y salí del ascensor sin esperar respuesta alguna.

En el pasillo, contagiado por ese olor a hospital, una horrible sensación se fue formando en mi estómago y al llegar a la habitación una arcada brotó de mi garganta. Como pude, abrí la puerta. Ahí estaba. Rígido, petrificado, como un cadáver que se resiste a serlo. El brillante metal de unas esposas asomaba por debajo de la sábana hasta amarrarse a la barandilla de la cama. Un colgante con un crucifijo dorado reposaba en su pecho descubierto, contemplándome con aire burlón. Sus ojos abiertos no miraban nada y su boca no oponía resistencia a la cánula que de ella se desprendía. En su cabeza, un vendaje cubría el lugar donde la bala le había alcanzado. Bala que yo había disparado la noche anterior dando caza al monstruo.

Julia ya no está…

La tarde estaba a punto de partir. El sol comenzaba a acurrucarse bajo su sábana de terciopelo azul. Pescadores cansados y quemados por el sol apilaban sus pequeñas barcas para regresar al descanso del hogar. Un vivaracho perro de ébano corría feliz formando imposibles dibujos sobre la arena, perseguido por un niño incapaz de alcanzarle. El agua tranquila componía una pausada melodía interrumpida por el canto de las gaviotas. Un par de jóvenes corrían sudorosos entre risas por el paseo teniendo que esquivar a una pareja de enamorados entregados a un beso eterno. Grandes barcos se posaban a lo lejos como pequeñas manchas sobre el horizonte. Y yo, sentado en ese descolorido banco de recuerdos tan felices, contemplaba toda la escena sin ser parte de ella.

– Estas aquí. Todos te estamos buscando.

– Lo siento, no puedo hacerlo.

– Tenemos que irnos. El funeral va a empezar. Julia hubiese querido que estuvieses allí.

– Julia ya no está.

– Tienes que intentarlo. Por los niños. Te necesitan.

– Me quedaré aquí.

– No estás solo, ¿lo sabes, no?

– Pero Julia ya no está.